Se levantó de la cama. Buscó su sombrero de fieltro, que al lucirlo lo volvía más guajiro, y lo limpió. Junto con la camisilla, ordenó el pantalón y la camisa que se pondría al día siguiente. Eran las dos de la tarde, se sentía en el ambiente una sensación de lluvia y se presagiaba la llegada de una tormenta. Carlos Huertas Gómez se levantó para ponerse su bermuda predilecta y camiseta blanca. Buscó en la parte inferior, donde ponía sus camisas y pantalones, sus chancletas de color marrón.
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Salió de su cuarto y se sentó a la entrada de su casa, cerca de un palo de cañaguate. Tomó unas hojas en blanco y empezó a escribir todo lo que se le ocurrió. Al lado había puesto su guitarra. Era su manera predilecta de desahogar esa mente comprimida, sometida por el duro momento que estaba viviendo. Leyó varias veces, de arriba abajo su contenido.
Cada párrafo viajaba bajo el sello de su fina caligrafía, que recibía un sí cada vez que movía la cabeza hacia adelante. Se paró y caminó unos cuantos metros, para sacar de su funda original una guitarra bien cuidada y con sus cuerdas de nailon recién puestas, dijo en voz alta, como si quisiera decírselo a todo un pueblo: “A esto hay que ponerle música”.
Toda la tarde y parte de la noche, sus dedos recorrieron el cuerpo de su instrumento como buscando la melodía exacta para musicalizar su solicitud.
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Al despuntar la mañana, ya tenía lista su carta musicalizada. La introdujo en un sobre blanco, con señales de haber sido estropeado por el tiempo. No le puso remitente ni destinatario, mientras esperaba que se hiciera más tarde.
A medida que el tiempo pasaba, vio desfilar a más de un chofer, hasta encontrar uno de su confianza. Ese tiempo lo aprovechó para cantar una, dos y muchas veces más su canto adolorido, que obraba a manera de reproche, de un mundo que no lo supo tratar bien. Al tiempo que silbaba, decía en media voz: “En ella yo le cuento de mis aventuras y de mis fracasos / a mí vino la fama, pero se marchó, como siempre acontece / y solo me quedó el recuerdo fugaz / de efímeros aplausos”.
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Al caminar, su figura menuda en contraposición a lo gigante de su obra, recorría el largo trayecto para llegar a Loma Fresca, el barrio donde tenía a su compañera, a quien siempre llamó “mamita”, y sus hijos. Como un furibundo nativo de esa tierra dura, que dice muchas veces con sus actos ser huraña en el sentimiento, pero que en el fondo es una querendona a rabiar, nunca le gustaba que lo vieran llorar y si algunas lágrimas asomaba por sus mejillas de viejo serenatero, sus dedos llenos de música las secaban rápido, para que ninguna persona supiera que él también lloraba.
De la carta no se preocupó más. No sería la primera ni la última de la que no recibiría respuesta. Estaba tan acostumbrado al olvido, que ya había perdido la cuenta de las toneladas de ingratitud, sinsabores e incomprensiones que se habían posado desde los pies hasta la cabeza de un hombre musical. Sentía un orgullo humilde cuando la gente hablaba de la narrativa y descripción que encerraban sus letras o de las diversas melodías que les ponía a sus cantos, todos ellos llenos de historias vividas, que contribuyeron al clasicismo de su música provinciana, así otros la llamaran vallenata.
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Después de sufrir y superar varios infartos por una hipertensión severa, en abril de 1999 le dio una embolia cerebral, por lo cual lo llevaron al hospital de Maicao, para luego ser trasladado a Santa Marta, donde estuvo hospitalizado un largo tiempo. Con un pronóstico reservado, fue remitido de nuevo a su casa. Su familia decidió llevarlo a una clínica de Barranquilla, buscando encontrar una esperanza de mejoría. Al retornar a su casa, en agosto, con la movilidad deteriorada, recibió el mes de septiembre con la pérdida total del habla, que cerró de manera dolorosa la oportunidad de salir adelante en su proceso de recuperación.
Esa madrugada del 18 de septiembre, su cuerpo no aguantó más. Así, falleció, a la una de la mañana, uno de los pilares que contribuyó a la inmortalidad del vallenato, rodeado de sus hijos y compañera.
Su cuerpo fue trasladado a la tierra donde él vivió por más tiempo, la misma a la que le hizo sus cantos más trascendentales y velado en la plaza Simón Bolívar, cuya tarima Tierra de Cantores, en honor a una de sus obras emblemáticas, recibió su cuerpo que luego fue sepultado en el cementerio San Agustín, de una Fonseca que supo de sus 200 canciones creadas y de la sonoridad con que acarició sus instrumentos predilectos, que viajaron desde su guitarra consentida, incluyendo tiple, cuatro llanero, trompeta, bajo, piano y acordeón, en las tantas amanecidas en que se deleitaron sus paisanos y los transeúntes que llegaron atraídos por su música.
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Desde niño, Carlos Enrique Huertas vio instrumentos musicales. Por un lado, su abuelo Actinio lo impulsaba a la música y cuando empezó a acompañar a su padre, lo hizo con una guitarra en la mano, instrumento que se convirtió en su colegio y universidad al tiempo. Su virtud de caminante se fortaleció en su adolescencia, pues siempre quiso tragarse el mundo. Andar fue su motivo, por lo que se movió sin importar el camino que tomaba, sin dejar de leer, otra de sus pasiones, que lo convirtió en autodidacta.
En 1950 viajó a Maracaibo (Venezuela), donde realizó estudios de solfeo y escritura musical, aprendizaje que se incrementó a través de los libros que compró para conocer más de ese mundo extraño de las partituras y de las enseñanzas que recibió del músico Faustino Pitre, hijo del juglar Luis Pitre, reconocido acordeonero. Al estar en esa tierra, se interesó por los ritmos del pasaje, joropo y gaita, los cuales logró dominar a la perfección y producir destacadas obras que fueron grabadas por artistas de ese país. Igual lo pudo hacer con aires de la región andina, entre ellos, el bambuco, vals y pasillo y del Caribe colombiano como el paseo, merengue y varios sones.
Cada canción de este cantor de la nostalgia provinciana tiene su historia, que por muy alegre que esta sea, hay en lo profundo del alma del insigne creador una carga adolorida que vuelve creíble lo que narra. Él es de esos creadores que interioriza texto y melodía, y los amarra de tal forma, que termina su obra siendo un cuento cantado. Sus recuerdos son unas preciosas imágenes, que a manera de bellos microrrelatos, traslucen su impecable lenguaje, que va impregnado en cada línea de su narrativa textual, que vuelve ese hecho pasado en una evocación que invoca su repetición.
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La mayoría de la obra de Carlos Enrique Huertas permanece inédita. Solo sesenta de las doscientas obras que compuso han sido grabadas, como por ejemplo el paseo “El cantor de Fonseca”, que tiene 50 versiones. “Hermosos tiempos”, “La casa”, “Orgullo guajiro”, “Tierra de cantores”, “Abrazo guajiro”, “Que vaina las mujeres”, “Al compás de una guitarra”, la gaita “La chinca”, y el son cubano “Canto a La Guaira”, estas dos últimas grabadas en Venezuela por Betulio Medina y Canelita Medina, en 1979. Varias de sus canciones han sido grabadas en países como Colombia, Venezuela, Puerto Rico, Estados Unidos, Ecuador, Perú y México, entre otros.
Mientras se revive, por acción pasional del sentir humano, una carta, que fue escrita hace más de cuatro décadas, su realidad nunca cambió frente a su contenido y por ese lapidario verso que, a manera de SOS, es la mejor despedida rebelde que haya podido hacer un hombre como él, que fue engañado, vilipendiado, subvalorado, incomprendido y resistido desde niño hasta los 64 que vivió: “Y de usted se despide un buen amigo / este compositor decepcionado / que tiene que acudir a los amigos / que quieran y puedan darle la mano”.
*Escritor, periodista, compositor, productor musical y gestor cultural.