Charla de hamaca con Adolfo Pacheco

Al borde de los 80 años de edad y pasado medio siglo de su clásico vallenato “La hamaca grande”, revisa su vida caribe y bogotana, y su amplia obra.

José Luis Garcés González * Especial para El Espectador
01 de marzo de 2020 - 02:00 a. m.
Este año Adolfo Pacheco aspira a cumplir 80 años de haber nacido en San Jacinto, departamento de Bolívar, la cuna del célebre compositor de otros clásicos del vallenato como “El mochuelo”, “Mercedes” y “El viejo Migue”. / Cortesía “El Tiempo”
Este año Adolfo Pacheco aspira a cumplir 80 años de haber nacido en San Jacinto, departamento de Bolívar, la cuna del célebre compositor de otros clásicos del vallenato como “El mochuelo”, “Mercedes” y “El viejo Migue”. / Cortesía “El Tiempo”

Es amable, es risueño el hombre. Tiene ojo de águila. Es un ojo alerta. Mira desde el fondo y hacia el fondo. El hombre observa fijo, no despabila. Como indagando. Escuchando e indagando. Véalo bien: es un poseedor del don de la música y de 10 artes más, oriundo de San Jacinto, Bolívar, pueblo con historia recostado en las faldas de los Montes de María, tierra fértil para muchas cosas, universo de gente de mano mágica, que da hasta para organizar un Festival del Pensamiento. Estoy con Adolfo Pacheco Anillo, el autor de La hamaca grande, canción canónica de la música de acordeón que acaba de cumplir 50 años de creada.

En este abril de sol y de amistad, cuando comienzo la primera charla con él, lleva su gorra tradicional: azul bronce, azul un poco indescifrable. Viste una guayabera crema, manga larga, algo arrugada. Y un pantalón también crema, holgado. Bebe, de cuando en cuando, unos tragos de un vino tinto español, que dice gustarle mucho, aunque advierte que por cuestiones de salud no es aficionado al alcohol. En la copa flotan dos terrones de hielo, y alguien le dice que así no se toma el vino. Y él responde que así lo toma él. Y bebe y saborea un trago. Y zanja de manera amable una posible discusión.

Nuestra charla fue zigzagueante, nos acercamos y nos alejamos del tiempo; él recordaba de súbito un episodio, interrumpía la conversación que llevaba y lo contaba; luego retornaba al tema que había abandonado. Su anecdotario es prolífico y había que aprovechar las sorpresivas erupciones de la memoria. Así que no se alarme el lector si detecta sinuosidades en la narración. No olvidemos que ya las tuvo El Quijote.

I.

Al principio hablamos sentados. Pródigo de palabra el hombre. No tiene pose y no se las da de difícil. Fácil de dicción, no escatima respuesta. Adolfo Pachecho es un hombre estructurado, que ha leído, que tiene un título universitario, no es cualquier improvisado. No le cayó de súbito el zarzo de la inspiración. En él se dan la mano la musa y el trabajo creativo. Sonríe. Y mira a fondo, como buscando contestación. Cuando, hablando, codo a codo, le pregunté cómo se definía, quién era, me contestó que era “del viejo y del joven, del ignorante y del sabio, soy del pueblo, de la nación”. No se lo dije, pero esa respuesta me trajo a la memoria algunos versos de Walt Whitman. Del viejo caminante que, mientras se entregaba a los otros, se cantaba a sí mismo.

¿De dónde procede una vocación? ¿Cómo se interpreta la decisión de una persona de optar contra viento y marea, de forma empecinada, por una práctica, por un oficio, por una profesión? Le hago la pregunta. Él no demora en responder. “Mi mamá, que le gustaba cantar y que para mí era una cantante sin orquesta, y mi abuelo, me pusieron a aprender poemas y canciones desde muy pequeño. Creo que la primera canción la comencé a componer a los seis años, pero nunca la he terminado. A mí, entre tantas otras cosas, me gustaba la música. Cuando llegaban los conjuntos al pueblo, me iba a verlos tocar. Recuerdo que papá tenía un bar llamado El Gurrufero, y allí muchos músicos, cuando se les agotaba la plata, dejaban empeñados sus instrumentos. Y yo, con permiso de mamá, tocaba el redoblante o la violina. Ah, antes debo decir que fui redoblantero a los seis años, y el hecho se dio porque a la banda de músicos de San Jacinto se le había enfermado el que tocaba ese instrumento, y no encontraban a nadie. Entonces, el alcalde supo que yo, aunque aún pequeño, tocaba el redoblante, y dio la orden: vayan y tráiganlo, y si no viene a las buenas le mando una orden de captura. Imagínense, todos ya adultos y yo pelaíto dándole con fuerza al redoblante. Fue mi primer contacto, digamos oficial, con la música. Pero mamá, que era una mujer blanca de ojos azules, murió y entonces quedé con papá y con su idea de que tenía que ser abogado. Papá, que fue en gran parte papá y mamá, porque yo era el menor”.

“Ahora, esto de la música no fue tan fácil para mí, y eso es lo que alguna gente no sabe. Además del desacuerdo con mi papá, cuando empecé a salir con Andrés Landero por pueblos pequeños y caseríos se burlaban de mí. Mis compañeros de esa época eran, además de Landero, Nasser Sir, Nelson Díaz y el compadre Ramón Vargas, el mismo que menciono en los primeros versos de La hamaca grande. Hasta gente de mi familia se mofaba de mi condición de músico, imagínate. Recuerdo que Dimas Solano, el jefe político de mi papá, hacía sorna conmigo y decía: ‘Ay, Miguel Pacheco, los Beatles triunfando en Londres, en París, en Japón y tu hijo Adolfo tocando en el Algarrobo, ay hombe’. Cuando alguien, que tenía meses de no verme, preguntaba por mí, algunos parientes le respondían: ‘Por ahí anda, oliéndole el trasero a Landero’. Eso a mí me humillaba, lo sentía en el alma, pero no me hacía desistir de la música. Aunque mi papá tocaba la gaita y el tambor e hizo parte del conjunto de Toño Fernández, con quien cultivó una larga amistad, con mi viejo tuve algunas contradicciones por ese tema”.

¿Qué hijo no las ha tenido?

“Él, cuando crecí, quería que fuera un jurista, y ya me imaginaba con un bufete atendiendo clientes o en un buró con una toga dictando sentencias. También quería que fuera congresista, y deliraba escuchándome los discursos que iría a pronunciar en Bogotá. Pero a mí me hervían muchas cosas por dentro, quería abarcar el absoluto. Deseaba ser músico, pero también quería destacarme como futbolista, boxeador, beisbolista, pesista, líder social, jugador de ajedrez...”.

¿Ajedrez?

“Sí, claro, fui campeón de ajedrez en el colegio Fernández Baena, de Cartagena, donde estudié de 1953 a 1958. En fin, quería ser de todo, apresar el mundo en un puño. Y me sentía con voluntad y fuerza. A nada le decía que no. Pero la idea de mi papá era otra, y por eso surgían nuestros choques”.

II

Cuando el joven Pacheco viajó a Bogotá con la idea de ser ingeniero civil, se matriculó en la Universidad Javeriana y se metió de cabeza en la lectura. Pero al lado de esa actividad estaba el béisbol, otra de sus adoraciones, y Adolfo, que ya lo había practicado en el Fernández Baena, a los 19 años llegó a ser el mánager del equipo de la universidad; y jugaba de cátcher, de pítcher, de infield, de outfield. En fin, se desempeñaba en cualquier posición. Y bateaba y lanzaba con ambas manos. Es decir, ambidiestro total. Un huracán el muchacho. El general Juan Salcedo Lora, que fue su condiscípulo, todavía se acuerda de las destrezas del colega deportista.

En el abordaje a los libros leyó, entre muchos otros, dos contrastes: a Federico García Lorca y a José Antonio Primo de Rivera, a los grandes autores de la economía política y de la ideología marxista. Conoció a Julio Verne y de él, aún se acuerda, leyó el texto “El matrimonio del marqués Anselme de los Tilos”. Asumió un libro que le estremecería los cimientos de su vida: la autobiografía del ajedrecista Emmanuel Lasker, y uno de sus pensamientos se le convirtió en aforismo conductor: “La vida es demasiado corta para dedicársela a una sola cosa”.

Y fue en Bogotá, precisamente, cuando un episodio algo pintoresco lo hizo reflexionar sobre su condición racial y social. El asunto se dio porque un mediodía decidió ir a almorzar a un restaurante de la avenida Jiménez, varias cuadras arriba del diario El Espectador. El hambre que produce el frío le hizo sentir un banquete delicioso, lo que no era más que un almuerzo corriente. Todo marchaba bien hasta el momento en que le tocó cancelar la cuenta. Sacó varios billetes y contó. Le faltaban algunos centavos. Así se lo dijo al chino administrador del local y prometió pagar el saldo al otro día. La deuda era ínfima, pero el tipo no se transaba. Ningún trato: el tipo quería plata en efectivo. Viendo que las cosas se iban tornando malucas, el joven Adolfo decidió partir a las volandas del local. Cuando el oriental vio que el muchacho iba retrocediendo en búsqueda de la puerta de salida, llamó a gritos al celador del negocio, que era un negro grandote que se aproximaba a los dos metros de altura.

Imaginación, señores y señoras. Pacheco dio una rauda media vuelta y empezó a correr bajando la avenida. De inmediato el negro se le fue atrás. El sanjacintero corría y miraba a ver si el tipo lo perseguía. Y preciso: ahí seguía el celador, con su zancada grande, tratando de darle alcance. El joven corría y corría, pero el negro no se le despegaba. ¿Serían 15 metros la distancia? Al poco tiempo sintió que el oxígeno le escaseaba, que la comida se le agitaba en el estómago y sospechó que el momento de la captura estaba cerca. De pronto le llegó la ráfaga de que podía salvarse metiéndose a las oficinas de El Espectador, que a esa hora deberían estar casi solas y en donde tenía algunas amistades. Al doblar la esquina hizo el último esfuerzo, se introdujo y empezó, con las energías restantes, a subir las escaleras, lo cual medio despistó al negro. Como conocía el lugar, se encaminó hacia los baños. Abrió una de las puertas y, acezante, se acurrucó en un rincón manchado de sombra. A los pocos segundos, a toda prisa, entró una joven, se levantó la falda y cuando ya iba a inclinarse sobre el inodoro, vio a Adolfo escondido. La sorpresa fue mayúscula. “Negro malparido, qué hace aquí”, le gritó. Pacheco se puso el dedo índice sobre los labios y en voz bajísima le dijo que se calmara, que lo estaban buscando para maltratarlo porque le faltaron algunos centavos para pagar el almuerzo.

El derrotado perseguidor, maldiciéndolo y desgraciándolo, les preguntó a tres de los empleados y pidió permiso para requisar el lugar. En verdad, nadie, a excepción de la muchacha, había visto nada. Escrutó por varios sitios, pero no se le ocurrió indagar en el baño de damas. El negro se retiró no sin antes decir: “No lo encontré, pero aquí está escondido, yo lo conozco”. Allí el flamante deudor del restaurante demoró acurrucado más de una hora. Se había salvado, por lo menos, de un par de trompadas o de algunas horas de calabozo en la Estación Cien. Pero, pese a esa agonizante victoria, al joven Adolfo le quedaron gravitando las palabras de la mujer. ¿Él era negro? ¿Y no solo era negro, sino negro malparido? En ese instante, narra el hoy músico consagrado, se dio cuenta de quién era y comenzó a tener conciencia de su condición racial y social. Entonces se acordó de su trayecto ancestral, de los miembros de la familia, de ese mestizaje que lo acosaba por todos los flancos de la herencia. Empezó a autoidentificarse. Se tocó la cabeza y captó que el pelo lo tenía ensortijado. Se tanteó los pómulos y la nariz y no los sintió nada helénicos. Por allí andaban las claves.

Y sí, recordó que su bisabuela, Crucita Estrada, fue una negra que tuvo que sufrir la esclavitud, y que se juntó con su bisabuelo paterno, Silverio Pacheco, que era un ocañero blanco y pecoso, a quien en San Jacinto le decían Ojo de grillo, y que había aparecido cuando en los Montes de María se dio el cultivo y la comercialización del tabaco. De esa yunta derivaba el colorcito de su piel y el enredo de su cabello. Su abuelo, Laureano Pacheco, era de piel negra, pelo liso y facciones blancas, y resultó gaitero y tamborero, y con su ojo afilado fue el primero que se dio cuenta de que el joven Adolfo estaba poseído por el duende de la música. Más clara no podía estar la mezcla.

Cuando las circunstancias económicas de su padre se tornaron adversas, pues tenía la responsabilidad de mantener a 17 hijos, y no pudo sostenerlo en Bogotá, le tocó a Adolfo regresar a San Jacinto. Como se sabe, volvió sin el título ingenieril, pues no alcanzó a cursar toda la carrera, pero trajo una fuerte influencia ideológica que lo condujo a cuestionar el conservatismo que le habían incrustado por la vena familiar. Era un joven mulato de anchas espaldas, osado, forzudo, atrevido y bien plantado. Él, entre sonrisas, dice: “Regresé revolucionario y quería cambiar el mundo”. Quizá por ello se vinculó durante un año con el MRL, pero lo abandonó cuando López Michelsen traicionó el ideario radical del movimiento.

Lo de la política también tuvo que lucharlo. Penduló buscando el acomodo a su concepción del mundo. Estuvo en varios movimientos y, al no sentirse bien en ellos, se salía. Por haber cambiado tanto de grupo le aplicaron la desconfianza y el ostracismo. Ninguna agrupación lo quería, nadie lo recomendaba y le tocó estar desempleado de 1966 a 1969. Entonces la necesidad lo obligó a poner una cantina y a ser mánager del equipo de béisbol Las Panteras, de San Jacinto, donde había tres gringos de los Cuerpos de Paz. Incluso tuvo que coger la guitarra y salir a tocar por las noches a domicilio para conseguir algún dinero. “Solo me faltó montarme a cantar en los buses”, dice sin aguantar la sonrisa. Como el hombre era bueno con los números, y para enfrentar la adversidad que lo acosaba aceptó un puesto de profesor de matemáticas en el colegio Pío XII de San Jacinto, oficio que le gustaba; en esa institución se convirtió en un líder cultural y organizó diversos actos entre los cuales sobresalían las intervenciones musicales. Estimuló, además, las actividades deportivas en el pueblo y lo llamaron a trabajar con la Cooperativa Artesanal. Como buen discípulo de Lasker, era incansable. Durante varios años también participó del movimiento de Acción Comunal del municipio.

Cuando, buscando mejorar de estatus, lo iban a nombrar como secretario de la Licorera de Bolívar, y pensó que su situación cambiaría, se interpuso su condición académica. Le dijeron: el problema estriba en que no eres profesional, no tienes un título que te respalde. El joven Adolfo experimentó un estremecimiento en las entrañas. ¿Eso quizá quería decir que no era apto, que era un incapaz, que era un don nadie? Carajo, el gobierno exigía, no que fuera honesto sino que fuera profesional. ¿No sería mejor al revés?

Con el caminar del tiempo, apoyado por su amigo Rodrigo Barraza Salcedo, fue elegido dos veces diputado a la Asamblea de Bolívar, de 1972 a 1976. Sin embargo, en la misma Duma, varios contradictores intentaron hacer mofa de él, tildándolo de “músico de burla”. “Es que todavía hay gente medio ignorante que cree que la música no es una profesión sino una perdición”, dice el maestro y mueve la cabeza, dubitativo, hacia ambos lados. Todas estas dificultades lo acicatearon para ingresar a estudiar derecho a la Universidad de Cartagena. Inició la carrera en 1976. Fue serio con sus estudios y se graduó en 1981. Obtuvo el primer puesto de su promoción. Llegó el desquite. Nadie podría decirle ahora que no tenía un título profesional. Nadie le echaría en la cara el falso estigma de que era un “simple músico”.

III

Ahora el maestro Adolfo Pacheco dirige en Barranquilla la Fundación El Viejo Bolívar, cuyos objetivos se relacionan con la toma de conciencia de la unidad cultural e histórica de la costa y con la promoción de la música sabanera y caribeña. Sigue presentándose en público. Sigue componiendo. Le siguen grabando sus canciones. Lo siguen homenajeando. Cuando le pregunto cuántas canciones ha creado, me contesta que como 165, de las cuales le han grabado, y el dato no lo tiene tan exacto, entre 125 y 135. “Solo Andrés Landero me grabó más de 50, imagínate”. Sus creaciones han sido musicalizadas y cantadas por Nelson Henríquez, Los Melódicos, Daniel Santos, Diomedes Díaz, Johnny Ventura, Otto Serje y Rafael Ricardo, Carlos Vives, los Hermanos Zuleta, entre otros, y se escuchan en gran parte del mundo. Si no lo cree, pregúnteles a Augusto Beltrán Pareja y a Humberto Rodríguez, exgobernadores de Bolívar, cuando, por molestar al mesero, pidieron en un bar de Estocolmo La hamaca grande, y de inmediato el pianista la interpretó en sueco.

Como hombre de pensamiento, el maestro Adolfo Pacheco continúa reflexionando en torno a la música vernácula. Sostiene debates cuando lo invitan a conferencias o mesas redondas, y destaca, para recalcar la producción cultural de su región, la existencia, además de la cumbia, de la gaita, de la décima y de la danza, la presencia antiquísima de dos palenques negros cerca de San Jacinto: El Paraíso y El Trozo, lo cual permea y particulariza todo el entorno. Para apuntalar esto escribió un ensayo en donde señala que en el Caribe colombiano se dan, al menos, 12 ritmos musicales, y allí establece la diferencia entre el paseo del Valle de Upar y el paseo de los Montes de María y sus alrededores sabaneros. Los musicólogos, los estudiosos y los aficionados a esta temática se han hecho eco de esos planteamientos.

Sus composiciones y estas reflexiones músico-sociológicas han motivado para que en el Festival de 2005 le fuera conferido, junto a otros grandes de la música, el título de Rey Vitalicio de la Canción Inédita Vallenata y Sabanera, y para que la Universidad Popular del Cesar le haya otorgado el doctorado Honoris Causa por sus estudios y creaciones musicales en acto de gala y reconocimiento. Sin embargo, él, después de los viajes, con su sencillez y su ojo vigilante, retorna a su buhardilla, y acostado en una amplia hamaca sanjacintera continúa gestando canciones.

* Escritor y catedrático universitario. Dirige el periódico cultural “El Túnel”, de Montería, Colombia. Ha publicado cuentos, novelas, poemarios, monografías, ensayos y crónicas. Cuentos suyos han sido traducidos a diversos idiomas. Su libro más reciente es “Banquete sagrado”. E. mail: jlgarces2@yahoo.es

Por José Luis Garcés González * Especial para El Espectador

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