Fito Páez: la nostalgia festiva
El rosarino tendrá este fin de semana en el Movistar Arena de Bogotá dos conciertos por la gira de los 30 años de “El amor después del amor”, su octavo álbum y uno de los más icónicos del rock argentino.
Andrés Osorio Guillott
Escribe Fito Páez en su libro Infancia y juventud: “Mis cosas eran un bolsito con un walkman, algunos casetes, un calzoncillo, un pulóver, algún libro, un pantalón y mi campera de cuero negro adquirida en un antro del Greenwich Village. Volví, por inercia, al primer lugar que había conocido en Buenos Aires: a Corrientes y Montevideo. Mi primer viaje siendo muy niño fue con mi padre, Belia y Pepa al departamento del tío Lito. En esa esquina. El olor a subte de la infancia seguía allí. El bar Ramos, el bar La Paz. El Palacio de la Papa Frita, Pippo, Chiquilín, el Teatro San Martín. El ruido de la metrópoli porteña que no paraba de rugir en madrugada. Buenos Aires bombeando vida. Y yo perdido en el medio de aquella urbe del demonio. El dolor crecía por todos los costados. Era una enredadera que asfixiaba. ¿Dónde estaba? ¿Qué era todo ese espectáculo de luces y colores que desfilaba frente a mí? ¿Dónde estaban mi papá, Belia y Pepa? ¿Esto pasaba cuando alguien era despojado de sus pertenencias más preciadas? ¿Dónde estaba el amor? ¿Existía el amor?”.
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Escribe Fito Páez en su libro Infancia y juventud: “Mis cosas eran un bolsito con un walkman, algunos casetes, un calzoncillo, un pulóver, algún libro, un pantalón y mi campera de cuero negro adquirida en un antro del Greenwich Village. Volví, por inercia, al primer lugar que había conocido en Buenos Aires: a Corrientes y Montevideo. Mi primer viaje siendo muy niño fue con mi padre, Belia y Pepa al departamento del tío Lito. En esa esquina. El olor a subte de la infancia seguía allí. El bar Ramos, el bar La Paz. El Palacio de la Papa Frita, Pippo, Chiquilín, el Teatro San Martín. El ruido de la metrópoli porteña que no paraba de rugir en madrugada. Buenos Aires bombeando vida. Y yo perdido en el medio de aquella urbe del demonio. El dolor crecía por todos los costados. Era una enredadera que asfixiaba. ¿Dónde estaba? ¿Qué era todo ese espectáculo de luces y colores que desfilaba frente a mí? ¿Dónde estaban mi papá, Belia y Pepa? ¿Esto pasaba cuando alguien era despojado de sus pertenencias más preciadas? ¿Dónde estaba el amor? ¿Existía el amor?”.
Y el amor apareció después del amor. El amor en todas sus formas, en el amor de la amistad, el abrazo y la complicidad, en su caso de los arreglos y las canciones con Charly García, el maestro al que se le arrodilló en el Teatro Coliseo a principios de los años 80. El amor apareció también cuando él no buscaba a nadie y vio a Cecilia Roth en 1988, en “el cine que quedaba en calle Corrientes al lado del bar La Paz”. Páez escribe también en sus memorias que esa vez fue con Guille Vadalá. Allí, el rosarino recuerda: “Cuando salimos de la proyección le dije a mi nuevo amigo estas textuales palabras: ‘Hay algunas cosas que nunca van a suceder. Una de ellas es que una mujer como Cecilia se enamore de mí’. Todo indicaba que aquellas palabras podrían haber sido dictadas por un implacable oráculo griego. Por suerte, la vida es más insólita y no respeta destinos marcados”.
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Fito Páez le propuso a Roth, en una noche de disgustos, que si lograba componer una canción en el piano que tenía en la casa —recuerdo materializado de su amistad con Charly García— que la conmoviera, debía perdonarlo. Y así surgió “Un vestido y un amor”, que le recuerda que la conoció cuando ella estaba casada.
Dice el poeta Juan Mosquera que “todos somos, también, nuestras ausencias”, y el amor que llegó después del amor llegó precisamente en una época de esas en las que la vida nos indica con cierta inclemencia que la plenitud no es propia de nuestra condición, y que entonces la felicidad es esa utopía que se persigue y se persigue. Y en el caso de Fito Páez, aunque su carrera iba en ascenso, su vida privada venía a pique. Un oxímoron que terminó luego en un estado de gracia, en la creación del álbum más vendido en la historia del rock argentino, con más de un millón de copias. El número es un dato, pero detrás de eso están las voces de Charly García, Luis Alberto Spinetta, Mercedes Sosa y Andrés Calamaro, entre otros, y la guitarra de Gustavo Cerati.
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Fueron esas presencias sumadas a la de Cecilia Roth las que le devolvieron a Fito Páez el sentido de locura que le heredó a Charly García, que sirvió en su momento para escabullirse ante el acecho del miedo que provocaba la dictadura, época en la que empezó su carrera musical. “Tengo el recuerdo del miedo y del terror. Fue tarea de muchos años pelearle al miedo y luchar contra él, no te digo que hasta desaparecerlo totalmente, pero sí darle una pelea brutal en favor de la libertad”, dijo en una entrevista para la revista Rolling Stone.
Hablé de las ausencias porque son estas las que más espacio ocupan, y porque en su momento, por las tristezas que provocaron, también por la ira en el caso del asesinato de sus abuelas, por la culpa de lo que no se hizo y la melancolía de lo no dado o lo no dicho, fue que Fito Páez encontró o supo más bien que el anhelo de cubrir esos vacíos que intentaba olvidar con grandes ingestas de alcohol se convierten luego de la crisis en la razón más poderosa para soñar y encontrar el sentido de lo que hacemos junto a quienes más queremos: “Tu madre muerta, las tragedias, tu padre muerto, a los 26 años ya estás a la deriva, sin nadie en tu vida, eso es algo que te va a marcar a fuego. La muerte está presente desde los ocho meses de mi vida, cuando fallece mi madre. Eso, quieras o no, el cuerpo lo registra. Supongo que ahí hay algo que va a quedarse en el tiempo, que está sedimentado, y va a avanzar bajo la forma de un montón de problemáticas que en general desconocemos, y vamos investigando, haciendo análisis, viviendo solamente, o expresándonos a través de lo que coño sea; escribiendo, cantando, haciendo música, pintando, eso siempre es liberador”.
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Hay una escena de la serie El amor después del amor que cuenta también parte de la infancia y adolescencia de Fito Páez, en la que Fabiana Cantilo, también cantante, quien fue su novia en sus primeros años de carrera, le dice que los rosarinos se caracterizan por ser los más nostálgicos. Ficción o no, parece que Fito es el más rosarino, y también el más rosarista —hincha de Rosario Central—, pues estos últimos años hicieron parte de un ejercicio por construir una nostalgia festiva, no de la tristeza o la añoranza del pasado, sino de un sentimiento propio de la alegría de rememorar los años maravillosos, que llegaron con El amor después del amor.