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La pugna entre lo serio y lo cómico le insufló vitalidad a la ópera durante el período clásico. Como se sabe, en la reforma a la ópera seria del Barroco de finales del siglo XVII, se estableció que el humor era indigno de aparecer en un drama destinado a enaltecer las virtudes más elevadas del ser humano. Tras ser expulsado del paraíso, el espíritu cómico no tuvo más remedio que trazar un camino propio para expresar su derecho a existir.
Comenzó con timidez, encarnado en piezas breves, divertidas y sencillas que se ponían en escena para entretener al público en los intermedios de la ópera seria. Pero esas actuaciones graciosas y sin importancia, toleradas solo en calidad de relleno, calaron tan hondo en el ánimo del público que, poco a poco, se convirtieron en obras autónomas y desarrolladas. Y no solamente eso, en el estilo cómico de las primeras décadas del siglo XVIII se han detectado, de manera embrionaria, elementos fundamentales del lenguaje musical del Clasicismo: texturas simplificadas, y melodías breves, simétricas y expresivas, capaces de sufrir numerosas transformaciones.
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El arte de Pergolesi navegó en las dos corrientes. Su famoso intermedio, La serva padrona, se convirtió en modelo de la ópera cómica del Clasicismo, mientras que La olimpiada, una de sus obras más logradas, fue compuesta según el antiguo modelo de la ópera seria. En ella no hay lugar para los personajes cómicos, el drama transcurre mediante una sucesión de arias y recitativos, escasean las escenas de conjunto, y en su estreno abundaron los castrati.
Además, la historia se basa en un libreto de Pietro Metastasio, el autor que fijó las bases poéticas y dramáticas de la ópera seria. A tal punto, que un texto como La olimpiada, con adaptaciones y modificaciones, sirvió de base a cerca de setenta óperas entre 1733 y 1817. En ese listado figura el nombre de Cimarosa, que abordó La olimpiada en 1784, cuando ya se había realizado la reforma neoclásica a la ópera seria por parte de Gluck. Esta nueva reforma se produjo inicialmente con Orfeo y Eurídice (1762), y se consolidó cinco años después con Alcestes.
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Una de sus banderas consistía en escribir arias sin excesivos ornamentos y dificultades vocales para reducir el lucimiento de los cantantes y poner el énfasis en la acción dramática, que debía ser natural y fluida. Así mismo, se le dio amplio protagonismo al coro, y el tono emocional de la obertura, como ocurre en Alceste, debía estar en sintonía con la historia que se desplegaba en el escenario. Pero la reforma dejó intactos dos elementos de la tradición barroca: el final feliz y la ausencia de caracteres cómicos.
Las reformas de Gluck y de otros compositores, hoy menos reconocidos, significaron un nuevo impulso a la ópera seria, que por entonces daba muestras de anquilosamiento. Pero eso no bastó para que a finales del siglo XVIII la ópera bufa se estableciera como el género predilecto del público.
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Además, si la ópera seria no le abrió las puertas al humor, la ópera bufa, como prueba de su flexibilidad, sí acogió en sus predios algunos tintes de dolor para dar origen al dramma giocoso (drama jocoso), que evolucionó desde mediados de siglo y ejemplificó la convivencia de lo serio y lo cómico en el seno de una misma obra. Así lo demuestran títulos emblemáticos como La Cecchina y Don Giovanni. Entonces, vale decir que, como si fuera el argumento de una ópera bufa, la trayectoria del teatro musical cómico en el siglo XVIII nos habla del triunfo de una criatura de origen humilde contra su rival de cuna aristocrática.