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Las huellas de una familia musical

La vida de los Zuleta Díaz está precedida de cantos, dedicados a varias musas, entre ellas, su mamá Carmen.

Félix Carrillo Hinojosa*
26 de abril de 2024 - 02:53 p. m.
Las huellas de una familia musical

La fugaz historia de amor, que vivió Cristóbal Zuleta Bermúdez y Sara María Baquero Salas, de la que nació Emiliano Antonio, nos lleva de la mano para conocer que, su padre un músico reconocido en Valledupar y ella, una bailadora y versificadora insigne en el Plan, un caserío en lo más alto de la Sierra, que bajo el llamado imperante de la cumbiamba, se conocieron y sin pedirse nada, se entregaron a vivir el momento que el amor impuso. Ambos cogieron distintos caminos, sin decirse nada. Él, entregado al llamado de esa música que le hervía la sangre y ella, acariciando el vientre que contenía el fruto de esa noche de amor. No se volvieron a ver. Ella dedicada en cuerpo y alma, a la crianza del muchachito que nació un 11 de enero de 1912, en la Jagua del Pedregal o del Pilar como ahora se le conoce, un caserío de la Guajira, en donde nació y vivió por mucho tiempo, en busca de poder darle una mejor vida.

El niño creció entre el ruido atrayente de los acordeones, los diversos cantos de los cogedores de café y aquellos nacientes conjuntos de hojita, que marcaron la senda que debía seguir, los cuales le acompañó hasta el final de sus días, al tiempo que su vida estaba dedicada a hacer los mandados, recoger el agua, cortar y cargar la leña, llevar las provisiones del pueblo a la finca donde vivía. Así se hizo un muchacho, el mismo que volvió a estar pegado a la falda de su madre regañona y de temple fuerte, que lo llenaba de ejemplos bondadosos, cuyo sendero humilde siempre estuvo en su vida.

Fueron muchos los amores que se cruzaron en su vida y esa fama de músico crecía, al tiempo que su temperamento creativo frente al verso y la parranda, lo convirtieron en un caminante eterno lleno de música, el cual se expandía de la mano de los diversos comentarios, que sin estar en esos lugares, se hablaba de él como si lo tuvieran al frente. Ese joven menudito, con un acordeón de una hilera y cuatro bajos, comprado con el sudor de su frente, decidió por la naturaleza misma de lo que llevaba por dentro, ser músico y nada más que eso. Él no tenía porque buscar en otros lugares, lo que estaba en su entorno. Los motivos para su creación estaban plegados a su vida cotidiana, en la que la cantaleta eterna de su mamá, los cuentos narrados por sus tíos, decían sin preguntársele, los amores que nacían o morían, lo bueno o malo de la cosecha, el olvido en que se encontraban o la férrea fortaleza de un mejor mañana.

En ese viento alcahuete que lleva y trae noticias, supo de alguien que en un lugar cualquiera, ejercía sus mismas habilidades y que mandaba mensajes, que a manera de recados groseros, fueron nutriendo todo ese camino, en los que la píqueria empezó a darle su mayor grado de madurez. Entrelazados en esos dimes y diretes contestatarios, que hicieron de Emiliano Antonio y Lorenzo Miguel, dos oponentes cuya fuerza no se medía por su estatura ni por la corpulencia de sus cuerpos, sino por la directa comunicación que ejercían sus versos, lograron conocerse, hacer un vínculo territorial y estrechar dos visiones que se unían por la fuerza del verso. Esas crónicas que iban y venían, reporteaban la fisonomía de cada uno de ellos, qué hacían, fueron dando nociones certeras de cómo era el temperamento de cada uno de ellos. Por eso no les fue extraño, abrazarse el día en que se vieron, ya que hacía mucho tiempo, ellos eran el uno para el otro. Así nacieron muchos cantos, de gran repercusión para nuestra música, entre ellas, “la gota fría”, un paseo en tonalidad menor y mayor, que le ha permitido no solo a su creador y personaje central, ser lo que son, sino a nuestra música vallenata, tenerla como a la joya más representativa en el orden nacional e internacional.

Con esos cantos a cuesta, Emiliano Antonio Zuleta Baquero adquirió su cédula artística. No tenía porque pedirle permiso a nadie, para hacer su gusto. Así como se enamoraba, a la vuelta de la esquina, lo reemplazaba por otro amor. Su vida hedónica, era la herramienta especial con que contaba ese juglar de mil caminos. Se enredaba y luego saltaba como si nada, por la fuerza natural de su música. Todo ese mundo que rodeaba al creador, tenía que dar un giro, el cual lo conduciría a los brazos de la musa eterna, al amor único, así estuviera comprometido hasta el tuétano. En ese caminar llevando música, se detuvo una madrugada cualquiera, por invitación de un parrandero que como él, no tenía otra manera de cantarle a quien había visto, para dejarle en un requiebro musical, lo que sentía su alma enamorada. Manaure, una especie de ascensor frío, en donde estaba construida una aldea musical, era el sitio indicado. Durante varias horas su acordeón imploró que ella saliera, pero todo estaba servido en bandeja para que el músico, que no sabía quién era la dama serenateada, pudiera inquietarse por quien no respondió al llamado.

Al día siguiente, por esas señas que hace el corazón, que no dice nada pero que jala, él se enrutó, a lo que sería el final de una vida de trashumante amoroso. Llegó y tocó como cualquier valiente que va en busca de su amada, cuyo único instrumento que valida esa acción es lo que empezó a sentir en el mismo momento, en que abrió su acordeón y supo su nombre.

Le abrieron la puerta y solo atinó a decir: está Carmen Díaz. Siéntese y ya se la llamo- le respondió la misma mujer que lo hizo entrar. Duró veinte minutos esperándola. Fue un tiempo eterno para él. Pensó que se estaba negando. No era raro en ella, que sin conocerla ya había dado muestras de su imponencia, al no atenderle la serenata a su amigo. Ella bajó. Era una mujer esbelta, de pocos años, que le caía el pelo a la cintura. De mirada fija y tierna. Pintada con un colorete que contrastaba con sus cejas coposas. –Usted es Emiliano, el que tocó anoche. Lo hace bien. Le dijo ella. Él, impactado con tanta belleza, le dijo: si.

Esa aceptación mutua, que la hizo su musa filial y él, su compañero de siempre, pese a haber vivido juntos nada más, menos de tres décadas, fue el principio de un camino amoroso que dio para la música, unos hijos que fueron hechos con el sonido imperante de un acordeón y apadrinados por las voces de tantos anónimos juglares, que llegaron a bautizar el sendero que terminó arropando a los Zuleta Díaz de manera tal, que ellos no pudieron soltarse por mucho que lo intentaron. Unos, queriendo ser doctores por un lado y la música diciéndoles al oído, vengan para acá que le necesitamos. Esos hermanos, llenos de música, versos, decires y saberes que inundó a cada uno de los lugares, en donde ellos vivieron, unas veces en las sierras o rosas, especies de fincas, otras en los pueblos, pero siempre con el imperativo llamado de la música como única herramienta comunicacional. Los Zuleta Díaz eran llamados por sus padres, con el poder de la música. Cuando no se portaba bien, eran regañados a punta de versos y esto hizo, que la vida de ellos, se hiciera solo para la música, con los que aprendieron a defenderse y hacerse conocer.

Ese privilegio de tocar un acordeón, hacer versos, crear una obra musical, se volvió una constante en la vida de los Zuleta Díaz, quienes por estar en la miel, algo se les pegó y creo, sin lugar a dudas, que se llevaron todo el panal. Ellos traían en la mano un arma que los hacia indestronables. Eran los hijos del creador de “la gota fría” y por parte de la línea materna, los actos musicales que Tomás Daza había construido en su breve paso por la vida. Con ese pasaporte podían llegar a cualquier sitio de la región vallenata o de Colombia. Ante todo, su padre Emiliano Antonio Zuleta Baquero, los había graduado antes de tiempo, en el mundo de la música. La tarea que venía a continuación, era más dura que la vivida por su juglar padre. Ellos cargaban con los versos de los Salas y los Zuleta, que a manera de referentes especiales, indicaban senderos de responsabilidad, los cuales comprometían cada intento, por mostrar lo que cada uno de ellos tenía.

El hielo lo rompe Emiliano Alcides, quien despierta su infancia con el llamado que le hizo un acordeón, especie de su doble, plegado a sus entrañas, quien lo sonsaca de manera natural, a tomar las riendas de algo ya construido, pero que debía ser diferente a esos sonidos que traían sus abuelos y padres. Él tiene algo de todos ellos, pero logró ser con el pasar del tiempo, una identidad cuyo nombre solido es Emiliano. Creador de un estilo que sigue teniendo el hilo conductor de la música serrana, trasladada a los pueblos y luego a las ciudades, pero que no por ello, ha dejado de ser, un identificador especial del vallenato de avanzada. Con nuevos sonidos, logró Emiliano Alcides, poner el punto alto de la revolución acordeonera, sin dejar de exaltar a los anteriores y posteriores a él. Su labor se pone a manera de punto de encuentro, entre los diversos tiempos de nuestra música vallenata, que sin restarle o ponerle a quienes le antecedieron, saben y valoran el aporte que le ha hecho, a todo el camino constructor de ese instrumento, en la vida musical de la Patria, cuyas manos del músico Zuleta Díaz han tenido mucho que ver en ese natural propósito. Si por el lado de la ejecución del acordeón, Emiliano Alcides ha sido un adelantado, no lo es menos, en su tarea de ponerle melodías a sus versos o de responder en reñidas píquerias, al adversario que quiera hacer un enfrentamiento a versos con él. Sin lugar a dudas, el soporte folclórico de los Zuleta Díaz es el afamado creador. Esa labor de recoger herencias musicales, no es tarea fácil ni podía estar en un solo sitio y con un solo personaje abanderado, ante tanta tradición cultural, cuyo sustento oral es la base para comentarla. Él viene precedido de haber construido, con tan solo siete años, unos versos indicadores de lo que podía ser el rumbo de su vida. De ese muchachito que solo atinó a decir, porque no podía bajar a una hermana de donde estaba subida, “Díganle a Emiliano que corra y q venga acá, que aquí está Carmen Emilia que no se puede bajá”, se puede concluir que ese biodetermismo cultural, si que en ellos ha sido determinante. Hoy de ese niño abierto al verso, del joven tímido para el canto, que luego resultó ser un verdadero cantor del verso, son muchos los detalles, que sirven para mostrar con orgullo, toda esa obra hecha por Tomás Alfonso, para que nos siga como siempre, alegrando el alma. Todo ese cantar moderno que encierra su voz, que canta bien lo primitivo y lo raizal, que contribuyó con su aporte, a sacar muchos cantos de su estado feudal a las grandes ciudades. Su tarea de leyenda urbana, ha puesto un punto especial, para la masificación del vallenato en lo atinente a su música. Su canto tiene mucho del pasado, pero no se parece a los cantores anteriores a él. Él contribuyó a sentar las bases, para que una nueva generación de cantores, pudieran expresar los diversos tiempos, que ha vivido la composición vallenata. Si su canto se ha hecho sentir, su pluma de creador, ha dejado varias obras para destacar, al tiempo que el verso compañero, inseparable de ellos, tiene un puesto destacado en la vida de Zuleta Díaz.

La vida de los Zuleta Díaz está precedida de cantos, dedicados a varias musas, entre ellas, su mamá Carmen, al tiempo que les tocó divulgar, las hechas a otras damas, que pasaron por la vida de su padre Emiliano. Pero ellos, que son música y que tienen un torrente río de recuerdos, por lo vivido, saben que su obra sabe a mujer, al fraterno saludo del campesino labrador de la tierra, al ilustrado hombre que se interesa en sus creaciones musicales y ante todo, a la musa que sostiene la alegría de lo que hacen. Ellos sin mujeres, son como una bonita música sin quien la toque. Sus vidas se parten en dos frentes, con relación a las mujeres. Una, a las que aman como parte de su existencia, de las que son protagonistas su mamá, hermanas e hijas y aquellas, que les hacen desbordar su mundo artístico. Las primeras, son plegadas a ellos, de tal manera, que por mucho que se alejen, están en lo íntimo de sus vidas. María, una musa inspiradora en sus años juveniles, quien a manera de mama grande, regaña, ordena y se hace sentir ante los suyos, seguida de Carmen Emilia y Carmen Sara, que junto a ella, son el cántaro lleno de recuerdos, al que no todo el mundo puede llegar, pero que saben lo mínimo de su familia y nutren la vida con hermosos pasajes que saben a Zuleta Díaz, en especial a Emiliano Alcides y Tomás Alfonso.

Es tan privilegiado el mundo de los Zuleta Díaz, que el chiste, el cuento bien narrado, no podía estar en mejores manos, que en las de alguien, que lo ha sabido manejar y exponer de agradable manera. Él es un creador, cuya obra tiene diversos matices, que en ellos, es una poderosa herramienta. Se trata de Fabio, el hermanito inseparable y personaje central de un canto de Tomás Alfonso, que narra la manera dialéctica como avizoró la vida y su entorno. Este otro Zuleta Díaz, tiene activa a toda la provincia, con las narraciones de sus invenciones y reproducciones de hablas diversas, que ponen un punto bien alto, de lo que pueden hacer ellos, en las diversas manifestaciones del folclor vallenato. Esa es la forma, que él encontró para tocar su acordeón, componer sus versos y versificar la vida. Vaya forma de reírse, haciendo reír.

Si por el lado de la alegría, los Zuleta Díaz tiene su protagonismo, no lo es menos, la manera como uno de ellos, se mete en el mundo de la tristeza, le pone música, hace sus versos y les dice a todos, que su presencia es para analizar. Se trata de Mario José, un talentoso que nunca hizo bulla por lo que hacía. Si entramos al mundo de su composición, donde aflora la tristeza, la imposibilidad de todo lo que anhela un ser como él o nosotros, se refleja en esa creación distinta, que está lejos de estar, en el camino que todos siguen. A él, se le dio por decirle al mundo, lo que sienten, los que sufren como él. Lo tuvo todo, pero no tenía nada y eso, está ahí en sus versos.

En contraste a todos esos mundos, que los Zuleta Díaz viven, aparece el distinto en todo y a todos. Es la última flor del romance de Carmen con Emiliano. Es Héctor Arturo, el cierre colosal de los genes, que esa familia nos ha dado. Virtuoso en lo que hacía. Era una ráfaga genial para tocar el acordeón, componer y versear. Era simpar. Hizo en tres producciones musicales, lo que sería su impronta musical eterna.

Tenía todo el influjo de los Zuleta Díaz, era algo de Carmen, Emiliano y sus hermanos, pero era distinto a todos, ante todo, en esa manera pasional como afrontaba la creación. Si se trataba de tocar el acordeón, no le tenía miedo a ninguno de los de su generación y a los anteriores. Siempre en las parrandas decía: “échenmelos para penquearlos”. En la composición gozaba de una creatividad inusitada. Y en el verso, ahí si que había que alquilar balcón, “no había otro igual”.

Todo esto, tiene nombre propio, no es más que el transito terrenal de una familia, que llena de luces musicales el firmamento del País Vallenato, que tiene en los Zuleta Díaz y en especial a Tomás Alfonso y Emiliano Alcides, a unos grandes forjadores de todo un mundo creativo, que le ha servido de carta de presentación, a la música vallenata, en cualquier parte del mundo, a donde llegue las notas de un acordeón, una canción bien hecha y un canto que represente a nuestro mundo musical.

*Escritor, periodista, compositor y gestor cultural para que el vallenato tenga una categoría dentro de los Premios Grammy Latino.

Por Félix Carrillo Hinojosa*

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