“La música de rock fue para mí determinante porque fue la pista sonora de mi generación. Aprendimos a amar, a intoxicarnos, a viajar…”, dijo en una entrevista el escritor mexicano Juan Villoro, quien como aficionado al género lo ha vivido en intensidades distintas.
Los sonidos experimentales, que para algunos fundamentalistas del Festival no deben estar bajo la etiqueta «rock», hicieron del domingo 27 de noviembre un día en que Rock al Parque fue eso: un viaje. Y —con todo lo que implica uno— dio paso a las sorpresas dentro del itinerario de una generación que, como la de Villoro, está encontrando su propia pista sonora.
Melodías alegres, en un punto algo endulzadas, y estribillos pegajosos dominaron la tarima Bio, uno de los tres escenarios dispuestos en el Parque Simón Bolívar y cuyo público mutante mantuvo una sola cosa: hundirse en el barro para acompañar en baile al artista por el que estaba ahí.
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A las dos de la tarde, y por segunda vez en el Festival, la banda tolimense Yooko abrió en medio de una fuerte lluvia con una conversación entre la mandolina, el ukelele, el charango y los solos clásicos de guitarra. Andrés Gálvez en la voz y las cuerdas, Juan Gálvez en la batería y los coros, Andrés Beltrán ‘Cepillo’ en los teclados y Camilo Ferro en el bajo le dieron comienzo a un escenario que transitó entre el rock clásico, el pop latino y sus vertientes.
A ellos le siguió Rá La Culebra, el grupo de caleños con estética tribal que llevó al público del baile al pogo y del pogo al baile en una fusión de ska, reggae, punk, cumbia y pura percusión salsera. Sus cinco integrantes multiinstrumentistas evocaban al sonido de aquellas orquestas de salsa del Valle del Cauca, matizado por riffs de guitarra eléctrica y consignas políticas: “Queremos chicha, queremos maíz, multinacionales fuera del país”. También, hubo tiempo para repartir viche y tomaseca. Su veneno culebrero, como ellos mismos dicen, no tuvo antídoto.
Un viaje mucho más introspectivo y rockero fue liderado por la banda Boca de Serpiente, una de las ganadoras de la convocatoria distrital, que recurriendo solo a un bajo (Juan Carlos Marín) y a una batería (Santiago Torrents) se remontó a la escena bogotana hardcore más tradicional de mediados de los 90. Frente a visuales de animales muertos, moscas traslucidas, cuervos a blanco y negro y geometrías abstractas, le cantaron a esa dualidad humana entre ser absolutamente racional y, al mismo tiempo, visceral. El público apoyó los coros de Primitivo, su más reciente sencillo convertido en un shot de energía y en una especie de abrazo para Marín, quien lloró conmovido por estar en tarima y por celebrar Rock al Parque después de tres años de ausencia.
Con la emocionalidad en su puesto más alto, entró el dúo chileno Frank’s White Canvas, que tuvo a Karin Aguilera en la voz y la guitarra y Francisca ‘Pancha’ Torres en la batería dando todo su poder en una puesta en escena sobria y catártica. Luego de haber sido teloneras de Kiss y Gun’s N’ Roses y haber pisado tarimas en Cali, Ibagué y Pasto, llegaron a decir: “Quedamos muy enamoradas de la energía que tiene el público colombiano y estamos muy felices de estar sobre este escenario para ustedes”. Su repertorio, compuesto únicamente por canciones en inglés, fue un himno de aceptación para todas las versiones de uno mismo y sus respectivas cicatrices.
En esos momentos, ante la tarima Bio, una de las asistentes en primera fila alzaba un cartel azul en marcador que decía: “¡En la lucha! Es mi sueño escucharlas en vivo. Las amo”. Era el turno para las gemelas bogotanas Las Áñez (Valentina y Juanita), las que gozan de uno de los públicos más fieles de la escena local y llenaban a la mitad, a las 5:40 p.m., ese espacio del parque. Embajadoras de la tradición coral, su apuesta por cantar en armónico asemeja a las parejas que rematan la misma frase. Allí, presentaron una propuesta sonora muy pulcra que involucró pedal de loops, beatbox e instrumentos de vientos tradicionales como la ocarina, además de movimientos tímidos y contenidos.
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De Chile también llegó al escenario Francisca Valenzuela, con batería, teclados y un brillante micrófono rosado, para presentar una de las canciones que ella, dice, es de las mejores para cantar en vivo: Vida tan bonita. Con más de 15 años de carrera y un interés en pro de la equidad de las mujeres en la industria musical, esta performer se impuso con una presencia escénica muy versátil —entre canción y canción el público gritaba que la amaba— y temas como Muérdete la lengua y Hola impostora. Francisca pasó de invitar a la argentina Juliana Gattas de Miranda! para acompañarla a cantar Detener el tiempo, a ser invitada por la mexicana Ximena Sariñana a tarima con el fin de compartir en escena Pueblo abandonado.
Por su parte, Ximena Sariñana, primera vez en Rock al Parque llenando la tarima Bio y con un ensamble de cuatro músicos (teclados, guitarra, bajo y batería), estuvo feliz por compartir en el Festival su quinto álbum, Amor adolescente, escrito en un sótano en Bogotá con otras mujeres compositoras. Habló del machismo en la industria musical, de la insistencia de poner a las artistas a competir cuando no hay necesidad, de lo bonito que es poder coincidir gracias a la música. Y, sobre todo, fue atravesada —en letras, acordes y experiencia— por lo que más la mueve: el amor. Un show íntimo para abrirse a la vulnerabilidad en el que el público la acompañó con las linternas de sus celulares y que cerró con sus cumbias Mr. Carisma, Gris y Mis sentimientos y su conocido sencillo Vidas paralelas.
Así, el segundo día del Rock al Parque dejó, entonces, una pista sonora sobre esta generación de músicos y de públicos: lo íntimo, lo experimental y lo transgresor no caben en una sola etiqueta… pero está sonando.