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Cuando Camila Cooper habla, su voz tiembla como si cada palabra cargara el peso de un viaje largo, íntimo. Aún con el brillo húmedo en los ojos, recuerda los años en los que su propia maternidad la puso frente a miedos que no sabía nombrar y a una fuerza que no sabía que tenía. De esa mezcla de fragilidad y lucidez, en medio de noches sin sueño, hospitales, dudas y un compromiso con la salud mental, tomó la decisión que transformaría su vida: si había logrado atravesar su propio laberinto, dedicaría el resto de sus días a que otras madres y sus bebés no caminaran solos los primeros mil días de vida. Así nació Fruto Bendito.
Desde entonces, Camila dedica su vida a proteger a madres y bebés en esa primera etapa de vida, tan importante en el futuro de cada persona. Inspirada en la tradición finlandesa, creó Cunas con Amor, un programa que adapta ese modelo al contexto colombiano con un diseño sostenible y un enfoque integral de educación en sueño seguro, lactancia, parto humanizado y crianza positiva. Funciona bajo un modelo 1x1: cada familia que compra una cuna permite que otra sea donada a un hogar en situación de vulnerabilidad. A través de alianzas, telemedicina, prácticas universitarias y contenido digital, la fundación ha fortalecido la salud materno-infantil, la empleabilidad femenina y la conversación sobre salud mental, impactando ya a más de 50.000 familias.
Para Camila, el impacto de su trabajo son las huellas que han quedado en los caminos del Vichada, en Guérima, en Inírida o en el barrio Nelson Mandela de Cartagena. En cada lugar repite la misma metodología: entrar con amor, escuchar, trabajar con los líderes locales y sembrar oportunidades donde antes solo había carencias. Las cunas, dice, no son objetos, sino contenedores de posibilidades. Con ellas guía a las comunidades para proteger el sueño seguro, promover la lactancia materna y fortalecer desde la gestación la crianza basada en el ejemplo, la empatía y el vínculo familiar. “Colombia nació desde la violencia, por eso la única forma de transformarnos es el amor”.
Pero el camino no siempre ha sido luminoso. Hace apenas un año estuvo a punto de renunciar. En marzo de 2024, varias empresas retiraron simultáneamente los fondos que sostenían la fundación. Ella y su esposo —compañeros de trabajo desde 2019— tuvieron que vivir de los ahorros personales. “Tienes que buscar trabajo, no sé de qué vamos a vivir”, le dijo él. Para Camila fue devastador. Sentía que abandonar Fruto Bendito era como renunciar a un hijo: después de Gabriel y Pedro, la fundación era como su tercer bebé. Resistieron como pudieron hasta noviembre, cuando ya no quedaba nada, cuando su esposo encontró empleo, Camila pudo respirar de nuevo.
Hoy que es la ganadora en la Categoría de Salud y Bienestar de Titanes Caracol, el premio le dio lo que llevaba años necesitando: validación. Justo cuando la fundación cumple una década, este reconocimiento se convirtió en un renacer, en la oportunidad de creerse el cuento. Desde entonces habla sin reservas de su visión: construir un “imperio del amor”. En su mirada, ese imperio incluye no solo la protección de la primera infancia, sino la educación para la niñez, el fortalecimiento familiar y la construcción de semilleros de emprendimiento dentro de las comunidades. En esa búsqueda de soluciones integrales, la fundación creó Pitpát, una empresa social de alimentos que promueve la nutrición consciente y conecta a productores rurales con consumidores urbanos, garantizando a la vez sostenibilidad para la organización. Camila lo explica con claridad: “cada programa de Fruto Bendito nace de un dolor social —desde la muerte súbita hasta el abandono del campo— y responde con una estrategia que integra salud, educación, empleabilidad y sostenibilidad”.
Su trabajo la ha llevado a comprender que Colombia no es un país homogéneo. Cada comunidad tiene su cosmovisión, sus heridas, sus tiempos y su manera de entender el mundo. Por eso insiste en que no se trata de imponer verdades, sino de construir desde lo que ya existe. La noche antes de recibir el premio, Camila se miró al espejo y tuvo una revelación: si el amor es su herramienta de transformación, entonces ese será su legado. “Voy a ser la diosa del amor en Colombia”, se dijo asimisma, no con soberbia sino con convicción. Porque su misión no ha sido simbólica; es concreta, territorial y urgente. Hoy sigue llorando cuando cuenta su historia, pero esas lágrimas ya no son de agotamiento, sino de alivio, gratitud y certeza. Después de haber estado al borde de abandonar su sueño, ahora está convencida de algo: el amor sí transforma, y lo seguirá haciendo.