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Edelmira Massa Zapata: una danza comunitaria propia

La maestra tejió una historia de resistencia y amor por la danza y la enseñanza que la mantendrá como un faro de la preservación del patrimonio cultural colombiano y de la formación de las nuevas generaciones de artistas.

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Lina Forero Suescún
31 de enero de 2025 - 05:07 p. m.
Edelmira Massa Zapata.
Edelmira Massa Zapata.
Foto: Cortesía
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Edelmira nació en la calle del Espíritu Santo en el barrio Getsemaní de Cartagena en 1953, desde su niñez hizo parte de montajes y bailes, si le decían que bailara como un sapo, lo hacía, si le decían que bailara como un diablito lo hacía, como si llevara una biblioteca genética dentro de ella con los movimientos del mundo animal y del mundo espiritual, de su familia y sus ancestros.

A los cuatro años le leía en voz alta a su abuelo, no sabemos si entendía en ese momento sobre qué leían, pero Edelmira ha navegado el mundo de los saberes y las ideas los caminos de la reivindicación de los pueblos negros y, sobre todo, las remembranzas del origen; una búsqueda incansable, para ella “la danza une el espíritu con el cuerpo, cuando estamos con otra persona danzando creamos una condición de comunidad”.

Cuando rememora su infancia, rememora la infancia de su madre. Era la más necia. Ambas estuvieron castigadas, ambas incomprendidas por un esquema educativo que se queda corto en la formación para las artes, en el que los oficios no tienen cabida. Ambas rompieron esquemas educativos y terminaron enseñando por décadas. Su mayor maestra fue su madre y a su vez, ella llegó a ser su mejor estudiante, su compañera y su cómplice.

Su madre la llevaba a conocer habitantes de las selvas y las montañas colombianas y le delegaba tareas fundamentales: aprender a tejer un canasto, pintar máscaras, tejer mochilas, hacer vasijas u ocupar las manos y cultivar el espíritu a través de los oficios, tareas que siempre le han traído satisfacción y beneficios, pues es a través de los oficios y las herramientas “es que creas una escenografía, que elaboras un vestido y mantienes las tradiciones populares vivas” dice Edelmira.

Cuando no estaban aprendiendo y bailando en una comunidad, Edelmira y su madre remaban por algún brazo de un río colombiano. Recorriendo el territorio tomaron fuerza, movieron las aguas por las que viajaban, compartían silencios cómplices y juntas se guiaban y se dirigían a buen puerto, juntas de la mano de Oshún y Yemayá.

Esa misma corporalidad las unió toda la vida, las llevó a presentarse en muchos países, a enseñar en estudios de danza y a alzar los brazos en agradecimiento, con esa clase de fuerzas que tienen una madre y una hija. Con ires y venires, Edelmira se hizo bachiller en 1970 y en seguida empezó a impartir clases desde las seis de la mañana en el SENA, hasta altas horas de la noche en los enclaves artísticos de la ciudad.

Quizás uno de los legados más grandes de la gran familia a la que pertenece ha sido hermanar a la gente de las dos costas colombianas, darles a conocer la importancia de su identidad para el país. Su tarea tenía como objetivo difundir y construir junto con la comunidad un legado inmaterial indiscutible que le adjudica al saber artístico la afirmación de la nacionalidad. En el acto de encontrarse a sí misma en los bailes y las tradiciones populares es donde radica la capacidad de encontrarse con las demás personas. Tal es el poder de la danza, tal es el poder de juntar los cuerpos al ritmo de la música.

Su casa en Bogotá se fue levantando de las ruinas no solo a punta de baile, teatralidad y música. Sus investigaciones fueron claves. La casa se las vendió Clementina Muñoz en 1970, lograron adquirirla con el fruto de una investigación auspiciada por ColCultura, en la que describieron e ilustraron una veintena de danzas de las costas colombianas. Después de 30 años, el Patronato Colombiano de Artes y Ciencias publicó los manuales de danzas de la costa pacífica y atlántica, un tesoro incalculable para el país y un refugio para Edelmira, Delia y su palenque.

En un acto de rebeldía inversa Edelmira optó por estudiar ballet clásico al terminar Bellas Artes, quería explorar y expandir su trabajo artístico y se encontró con Prisilla Welton, quien le animó y le potenció técnicamente durante nueve años. En enero de 1986 decidió radicarse en Cartagena y conformar un grupo de danzas denominado Calenda. Quienes tuvieron la oportunidad de bailar allí aprendieron la rigurosidad de las rutinas y la disciplina del ballet también se encargaron de representar al país en la visita del Papa Juan Pablo II y junto al Palenque de Delia renovar los bailes y las tradiciones populares en aquel momento histórico, sin perder de vista que el saber cultural, originalmente triétnico, es un bien popular.

La primera vez en su vida que sintió pánico fue cuando tuvo que quedarse quieta, inmóvil. Tuvo un accidente en los tendones de su pierna derecha y quizás la paralizaba más el miedo de no volver a bailar. Sus estudiantes la sacaban a la brava y la llevaban a la fuerza al salón de práctica, buscaban a su maestra con ansias, querían aprender todo lo que pudieran de ella. “Si crees que porque te quedaste sin pierna no nos vas a enseñar, estás muy equivocada”. Al mes claudicó de aburrimiento y empezó a enseñarles con las manos, con esa práctica se presentaron en escenarios nacionales e internacionales y eventualmente su pierna sanó.

Sin duda su verdadera vocación es la enseñanza, bailar y enseñar a bailar le han permitido construir comunidad y al tiempo desentrañar los misterios de la condición humana. La conexión que comparten entre danzantes es profunda, por temporadas conviven, cosen, trastean, se coordinan, se agitan, se abrazan, se exigen, se ríen, se calman, se regalan aplausos y palabras. Quizás uno de nuestros grandes misterios sea bailar, y convivir. Seguimos desvelándolos y Edelmira es una de nuestras guías.

Un hasta siempre para la Maestra Edelmira

“La fuerza de nuestra madre y maestra Edelmira continúa de forma plena en sus estudiantes quienes recrean en sus prácticas y expresiones ese amor a la enseñanza y el empoderamiento del ser humano, desde las voces vivas de nuestros territorios y sus expresiones culturales enraizadas en la ancestralidad y nutridas de la creatividad y sentido, iluminando los desafíos de nuestro tiempo. Caminemos, poniendo en práctica sus enseñanzas, viviendo intensamente la vida y luchando por darle a las tradiciones el lugar que se merecen”, dice su hijo Ian Betancourt Massa, y sus estudiantes Julián David Mora, Felipe Guerra y Andrea Solano.

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Por Lina Forero Suescún

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