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Compartir para alimentar
Adrián Cassiani conoce de primera mano lo que significa pasar hambre. Lo vivió en su propia infancia en San Basilio de Palenque, donde la desnutrición era una sombra que rondaba las mesas vacías. Tal vez por eso, hoy, ya como estudiante de cocina y habitante de Cartagena, trabaja todos los días para que otros niños no padezcan lo que él sufrió. “A mí me inspira mi familia y ver el don de servicio que hay en ellos. A mí me duele ver a un niño aguantar hambre”, dice. Ese dolor es el motor que lo impulsa a caminar, día tras día, por las calles polvorientas de la capital de Bolívar, acompañado por un pequeño grupo de voluntarios. Juntos recorren plazas, mercados y tiendas buscando frutas y verduras que van a ser desechadas, pero que todavía son aptas para el consumo. Alimentos que, de otro modo, terminarían en la basura. Adrián aprendió pronto que compartir es un don que se trae desde la cuna, pero también que la voluntad debe traducirse en acción. Tras ver de cerca cómo toneladas de comida se desperdician mientras miles padecen hambre, decidió crear una alternativa que respondiera a ambas problemáticas. Así nació Re-Kupera, una iniciativa que recupera alimentos descartados para transformarlos en sopas nutritivas destinadas a comunidades vulnerables. Lo que comenzó como un intento personal por ayudar, hoy es una fundación que alimenta, cuida y dignifica. Re-Kupera entrega comida a niños de barrios marginales de Cartagena, pero también ofrece algo más profundo: un mensaje de esperanza, educación y sostenibilidad. Adrián se esfuerza por enseñar a las comunidades la importancia de reducir el desperdicio, de aprovechar mejor los recursos y de cuidar el entorno. Su trabajo combina nutrición y conciencia ambiental, pero, sobre todo, una enorme cantidad de amor. En cada plato de sopa que entrega, Adrián deposita algo de su propia historia: el hambre que vivió, la fuerza que lo levantó y la convicción de que nadie, mucho menos un niño, debería quedarse sin comer. Su trayectoria es un recordatorio de que las soluciones pueden nacer desde lo cotidiano, desde un gesto tan simple y a la vez tan profundo como rescatar lo que otros desechan para devolverle vida y dignidad a una comunidad.
Ríos que tejen futuro
Los ríos comunican y cuentan historias. A veces hay que vivir las dificultades en carne propia para tomar acción. Siendo residente, vecino del río Fucha y docente del Colegio Técnico José Félix Restrepo en Bogotá, Hammes Garavito notó que el río se convertía en un caño más de la ciudad y no como parte de un ecosistema importante para la preservación de la naturaleza. Con la determinación de actuar, esa que traen de forma innata los líderes, convocó a vecinos de varios barrios para recuperar el cauce del río. Desde entonces, Hammes ha encabezado jornadas que han permitido rehabilitar cerca de 2,2 kilómetros, transformándolos en un espacio para la recreación, la educación, las caminatas y el redescubrimiento de la biodiversidad capitalina. Y como no hay mejor forma de enseñanza que el ejemplo, poco a poco, estas actividades fueron sumado estudiantes de colegios y habitantes de la zona, quienes hoy, tras arduas jornadas, se sienten parte de la recuperación del río. “Fucha es una palabra múisca, que signfica piedra que habla o piedra que llora”, explica una alumna de Hammes. Este proyecto nació hace más de una década. Jornada a jornada, ya van más de cinco mil toneladas de residuos sólidos que han sido recogidos. Tantos pasos que han servido para que hoy quienes los acompañan sepan que una simple colilla de cigarro puede contaminar un litro de agua, o que sembrar un árbol marca y marcará la diferencia para la salud del río y de la comunidad. Guardianes del Fucha hoy es proyecto ejemplo, porque esa limpieza les ha permitido tener jardines, huertas de polinización, que garantizan la presencia de colibríes a lo largo del Fucha. Este río de 17 kilómetros, con más de dos en recuperación, busca ser testigo de que cuando un líder y amantes de la naturaleza y la sostenibilidad se unen, toda esa labor titánica rendirá sus frutos, así sea, gota a gota.
Construyendo narrativas desde la semilla
Para Neila Preciado, la cultura no es una idea abstracta ni un concepto reservado a los libros: es aquello que se transmite, lo que se crea día a día y, sobre todo, lo que permanece en los saberes que pasan de mano en mano. “Nuestro trabajo son gritos para que esta cultura no se deje perder, porque la cultura también es lo que se transforma y se muestra. Desde el Putumayo protegemos la memoria, los usos y costumbres a través de una moda andante”, dice, con una sonrisa amplia y luminosa, esa que la caracteriza y que refleja la fuerza de toda una región acostumbrada a resistir.
Neila es, sin proponérselo, el motor de una red que empezó pequeña y hoy reúne a mujeres que han hecho de la recolección de semillas un acto de identidad y de agradecimiento con la tierra. Bombonas, açaí y decenas de semillas que antes pasaban desapercibidas se han convertido en los insumos de un oficio que mezcla tradición, paciencia y una forma profunda de leer el territorio. Quien las recoge piensa primero en la vida que contienen, luego en la historia que guardan y, finalmente, en cómo quedarán transformadas, poco a poco, en un collar capaz de narrar un fragmento del Putumayo.
Los colores y texturas de cada pieza son testigos silenciosos de años de lucha colectiva. Una biojoya de SHUSKA —la marca que Neila fundó en 2022 en Puerto Asís— no es solo un accesorio: es una declaración de pertenencia y un homenaje a las mujeres que sostienen la memoria del Amazonas y el Pacífico colombiano. Este proyecto nació como una apuesta ambiciosa: crear una marca de etnomoda sostenible que integrara a comunidades vulnerables en toda la cadena de producción. En un territorio donde la riqueza natural convive con historias de despojo y violencia, Neila ha logrado tejer otra narrativa. A través de SHUSKA, impulsa el desarrollo económico de su comunidad mientras protege la biodiversidad que la rodea. Sus creaciones, hechas de semillas que algún día cayeron al suelo como un gesto natural del bosque, hoy viajan lejos, llevando consigo la voz de un Putumayo que se niega a olvidar sus raíces. Neila no solo diseña moda: diseñó una manera de sanar. Y lo hizo con aquello que la tierra misma le ofreció.
El plástico, una base como escuela de vida
Cuando Jesús María Rey Peña recorre las carreteras del Magdalena, sabe que cada bolsa atrapada en los arbustos y cada botella al borde del camino cuentan una historia incómoda: la de un territorio que convive con la contaminación como si fuera parte natural del paisaje. Esa imagen, repetida una y otra vez, fue el punto de partida para un proyecto que hoy transforma no solo los residuos, sino también la forma en que las comunidades se relacionan con el ambiente. “La razón de ser son nuestros estudiantes”, afirma Jesús con convicción. Y es precisamente en ellos donde comenzó a gestarse la idea de mitigar el impacto de los plásticos en ríos, mares y ciénagas. No era suficiente con hablar de reciclaje en los salones de clase, tocaba convertirlo en una experiencia práctica, tangible, productiva. El proyecto nació sencillo: estudiantes llevando desde sus casas todo tipo de residuos plásticos, desde envolturas y empaques vacíos hasta botellas y envases. Pero la idea creció rápidamente. Con el material recolectado empezaron a fabricar muebles, canastas y canecas ecológicas, piezas que luego se cubren con telas amigables con el medio ambiente. Lo que antes terminaba en el fondo del mar, ahora se convierte en artículos que decoran y dan funcionalidad a muebles de cientos hogares de la región. Algunos incluso se venden, generando ingresos adicionales para las familias. Pero quizá el producto más innovador del proyecto son los ladrillos ecológicos, elaborados a partir de la trituración del plástico recolectado por los estudiantes en sus casas, en las calles e incluso en las playas. Su composición, 60 % plástico, 20 % cemento y 20 % arena, los convierte en una alternativa resistente, económica y sostenible. Una muestra palpable de cómo la basura, cuando se procesa con conocimiento y propósito, puede transformarse en construcción de futuro. La iniciativa no se quedó solo en un aula. Jesús tocó las puertas de la Cooperativa de Educadores del Magdalena, con la idea de escalar la propuesta. La alianza permitió capacitar a todas las instituciones educativas asociadas para recoger, reutilizar y reciclar plástico, ampliando el impacto y convirtiendo el proyecto en una red regional de educación ambiental y producción sostenible. Hoy, cuando Jesús mira aquellos muebles o ladrillos que nacen de manos estudiantiles, entiende que está sembrando algo más profundo que un hábito: está formando ciudadanos. Personas capaces de reconocer un problema, trabajar en comunidad y convertir lo que contamina en lo que construye.