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El Día Mundial del Corazón se ha convertido en un espacio para reflexionar sobre un fenómeno que sigue ocupando el primer lugar en las estadísticas de mortalidad: las enfermedades cardiovasculares (ECV). De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización Panamericana de la Salud (OPS), en 2022 se registraron 19,8 millones de muertes asociadas a estas patologías. Este dato exige que la prevención y la detección temprana se entiendan como un asunto de salud pública de primer orden.
La literatura médica clasifica los factores de riesgo en modificables y no modificables. Esta diferenciación es relevante porque permite identificar los campos de acción en los que los individuos, las familias y los sistemas de salud pueden intervenir de manera más eficaz.
Los factores modificables incluyen el tabaquismo, los niveles elevados de colesterol y triglicéridos, la hipertensión arterial, la diabetes, el sobrepeso, la obesidad y la inactividad física. Cada uno de ellos cuenta con evidencia clínica que sustenta su impacto en la incidencia de infartos de miocardio, accidentes cerebrovasculares y otras complicaciones cardiovasculares.
El tabaquismo, por ejemplo, incrementa el riesgo de manera significativa, aunque estudios como los de la Clínica Mayo señalan que este comienza a disminuir en cuestión de días tras abandonar el consumo. En cuanto al colesterol, se ha establecido que un nivel de LDL inferior a 100 mg/dl (2,6 mmol/l) reduce la posibilidad de acumulación de placa arterial, mientras que en pacientes de alto riesgo el umbral se sitúa en 70 mg/dl (1,8 mmol/l). La hipertensión arterial, cuya referencia en adultos sanos es de 120/80 mmHg, se reconoce como un determinante de primer nivel para el desarrollo de eventos cardiovasculares mayores.
Otros factores, como la diabetes, duplican o triplican el riesgo de enfermedad cardiovascular, razón por la cual el control glicémico se considera un objetivo prioritario. En el mismo sentido, la obesidad y el sobrepeso, que afectan actualmente a más de mil millones de personas en el mundo, se asocian con alteraciones metabólicas que aumentan la probabilidad de hipertensión y dislipidemias. La inactividad física, por su parte, sigue siendo un desafío en entornos urbanos y laborales; de ahí la recomendación de la OMS de al menos 150 minutos de actividad aeróbica moderada por semana.
En la categoría de factores no modificables se incluyen la edad y los antecedentes familiares. Estos parámetros, aunque inevitables, orientan la vigilancia y la periodicidad de los chequeos clínicos.
Detección temprana y vigilancia clínica
El seguimiento médico periódico constituye la primera línea de defensa frente a las enfermedades cardiovasculares. El dolor o molestia en el pecho que se irradia hacia la mandíbula, el cuello o la espalda se reconoce como un síntoma cardinal de infarto de miocardio. No obstante, muchos casos no presentan señales evidentes, lo que refuerza la importancia de las evaluaciones de rutina.
Los exámenes de laboratorio, en particular el perfil lipídico, permiten establecer el estado de riesgo mediante la medición de colesterol total, HDL, LDL y triglicéridos. En paralelo, pruebas como el electrocardiograma o la prueba de esfuerzo facilitan la identificación de alteraciones funcionales que no siempre se manifiestan en reposo.
La incorporación de tecnologías más recientes, como el Score de Calcio coronario, amplía la capacidad predictiva, ofreciendo una visión del grado de aterosclerosis subclínica. Este tipo de herramientas, sumadas a guías de práctica clínica como el “Life’s Simple 7” de la Asociación Americana del Corazón, proporcionan criterios medibles y estandarizados para evaluar la salud cardiovascular en la población general.
La prevención como decisión estructural
El sistema cardiovascular no se deteriora de manera repentina. La progresión hacia un infarto o un accidente cerebrovascular responde a procesos acumulativos que se gestan durante años. En este sentido, la prevención no puede limitarse a acciones esporádicas, sino que debe asumirse como una estrategia estructural que combine hábitos saludables, controles clínicos periódicos y políticas de salud pública orientadas a la educación, la regulación del consumo de tabaco y alimentos ultraprocesados, así como la promoción de la actividad física.
Desde la formación en Medicina, la responsabilidad no se reduce a transmitir información, sino a transformar la manera en que las personas entienden la relación entre sus decisiones cotidianas y su futuro cardiovascular.
El Día Mundial del Corazón es una oportunidad para reiterar que la prevención y el diagnóstico temprano son recursos disponibles, efectivos y al alcance de la población si se articulan de manera correcta con los servicios de salud. Reducir la carga global de mortalidad cardiovascular depende de esa primera línea de defensa: la conciencia del riesgo y la acción preventiva.
*Médico, coordinador académico del programa de Medicina Areandina, sede Valledupar.