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Día Internacional de las Manos Rojas: “Las cicatrices de la guerra y la esperanza”

*Jesús, quien vivió desde pequeño los horrores del conflicto, nos abre su corazón y revela las huellas que el reclutamiento infantil deja, mientras insta a redoblar esfuerzos para proteger a los niños, brindarles oportunidades y construir un futuro sin menores en la guerra.

Cristian Camilo Perico Mariño
12 de febrero de 2025 - 03:13 p. m.
Para *Jesús la educación puede rescatar a cientos de niños del conflicto armado interno. / Jonathan Bejarano
Para *Jesús la educación puede rescatar a cientos de niños del conflicto armado interno. / Jonathan Bejarano
Foto: Jonathan Bejarano
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El Día Internacional de las Manos Rojas, celebrado cada 12 de febrero, es un llamado global a la acción para erradicar el reclutamiento y la utilización de niños y niñas en el conflicto armado. Reclamo que cobra especial relevancia en un contexto como el colombiano, donde durante décadas cientos de familias han vivido los horrores de la guerra e incluso sus hijos les han sido arrebatados.

De acuerdo con las métricas de la Defensoría del Pueblo, solo el año pasado, hasta el 5 de noviembre de 2024, se registraron 282 casos oficiales de reclutamiento de niños, niñas y adolescentes, a quienes sus infancias y juventudes les fueron despojadas y reemplazadas arbitrariamente por armamento bélico y uniformes de combate. Número que solo corresponde a los reportes realizados, pues hay un subregistro de quienes no fueron notificados ante entes de control, como denuncian desde la Alianza por la Niñez Colombiana.

Uno de ellos fue *Jesús, quien creció en el corazón de Antioquia, donde la tierra fértil se encuentra con las cicatrices de años de conflicto y cientos de infancias son moldeadas por la sombra del narcotráfico, la minería ilegal y agentes armados como las extintas FARC, el ELN y grupos paramilitares.

“Vivía en un pueblito donde se movía mucho la coca. Había mucho narcotráfico y siembra de cultivos ilícitos en ese entonces y era un pueblo con muy pocas oportunidades”, recuerda. De manera que a sus cortos 11 años sus opciones eran pocas: sucumbir al atractivo de los cultivos de coca, aventurarse en las minas artesanales de la región o vincularse a los grupos alzados en armas, que su madre siempre le aconsejaba evitar.

Fue así como mientras pasaba sus días cerniendo arena, ya extraída por las retroexcavadoras, fue secuestrado, torturado y acusado falsamente por un frente paramilitar de ser un “informante de los grupos guerrilleros”:

“Me llevaron debajo del puente del pueblo y empezaron a hacerme preguntas sobre un amigo que se había enfilado a las FARC. Me golpearon y me amenazaron de muerte, así que me fui a las minas y no pude regresar a casa porque me intimidaron con matar a mi familia”, narra mientras en su voz resuenan los ecos del pasado.

Tras este incidente le propusieron unirse a las extintas FARC bajo la promesa de que le darían protección y amparo. Ofrecimiento que para un menor intimidado puede volverse una tabla de salvación en medio de un panorama desolador.

A partir de ese momento, durante casi dos años se vio envuelto en un mundo de violencia y engaño del que quiso salirse, aunque arriesgarse siquiera a hacerlo podría costarle la vida, como fue testigo en varias ocasiones en los consejos de guerra que les hicieron a varios de sus compañeros que fueron capturados y asesinados por intentar huir: “El sonido de los fusilamientos era lo único que sonaba en medio del silencio de quienes estábamos en el campamento cuando los acribillaban amarrados en los árboles”, describe.

Con la convicción de querer una mejor vida, y a pesar de los peligros en los que podría incurrir, eligió romper con el ciclo de violencia y forjarse un nuevo camino gracias al apoyo de una familia que le ayudó a escapar de noche.

Sin embargo, de acuerdo con su relato, pocos meses trascurrieron para que fuese reclutado de nuevo —ya con 14 años— por un frente del ELN mientras trabajaba raspando coca y se mantenía en la clandestinidad para no ser encontrado. “Siempre mantuve un perfil bajo y me mantenía callado, pero en ocasiones se me salían términos que utilizábamos en medio de los campamentos. Fueron pocas palabras; pero ellos se dieron cuenta. De manera que me dijeron que era más fácil que ellos sumaran uno a sus listas, porque necesitaban gente, que darme de baja”, explica.

Su historia, marcada por la violencia y la falta de oportunidades, lo había convertido en un objetivo fácil para el reclutamiento. Bajo la presión en la que estaba, inició de nuevo un capítulo en su vida marcado por la guerra y la incertidumbre que tanto había intentado dejar atrás.

“Empezaron a explicarme cómo era la dinámica y la ideología revolucionaria, pero yo no podía olvidarme del dolor que causa la guerra, porque yo mismo lo viví desde mucho antes. A mi papá y a uno de mis hermanos los mataron los paramilitares, yo ya tenía aversión a las masacres, a toda la violencia que podía generar un grupo armado; pero aun así no tenía otra opción en aquel momento”, menciona al evocar aquellos años.

No obstante, lo cierto es que la chispa de la esperanza de una vida civil lejos de las armas seguía encendida en su interior. De manera que, con el paso de los meses, al completar cerca de dos años incorporado a ese nuevo grupo armado, urdió un plan de deserción con un compañero que también quería abandonar la vida en la selva.

Bajo la oscuridad de la noche, *Jesús y su compañero de libertad abandonaron, un memorable 9 de junio, sus puestos de centinelas, dejando atrás el conflicto que los había obligado a ser actores y tomar bandos en medio de una disputa que ni ellos mismos entendían a ciencia cierta. Su huida fue una carrera contra el tiempo y la geografía, sorteando peligros y confiando en su instinto de supervivencia.

Tras días de penurias y hambre, lograron alcanzar una zona segura y se comunicaron —mediante el teléfono de un campesino— con una línea del Ministerio de Defensa y el Ejército Nacional. Ese fue el primer paso que dieron para encontrar apoyo e iniciar una nueva vida lejos de los dolores de la guerra y sus historias en las trincheras.

Hoy *Jesús , a sus 30 años, es un hombre en calma, que mientras nos brinda esta entrevista abre su corazón y revela las cicatrices que el conflicto armado dejó en él. Ha logrado avanzar en su proceso de vinculación a la vida civil y, contrario a lo que muchos creerían, siente gratitud; no por lo que vivió, sino porque esas experiencias que marcaron su infancia hacen que enfoque su energía en la educación y el desarrollo de las comunidades.

“Siempre he querido estudiar, pero el camino de mi reparación y el cumplimiento de mis derechos como víctima ha sido lento. Han pasado años y no me ha llegado nada, a pesar de que el caso está escalado en la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas. Espero que finalmente ocurra para poder estudiar una licenciatura en Educación Infantil y así ayudar para que en las comunidades apartadas se defiendan los derechos de los niños y puedan vivir una vida en paz”, puntualiza.

*Jesús no es su nombre; lo cambiamos por seguridad de la fuente.

Cristian Camilo Perico Mariño

Por Cristian Camilo Perico Mariño

Comunicador social y periodista egresado de la Universidad de Manizales. Interesado en género y diversidad.@cristian_pericocperico@elespectador.com

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