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Tarde de hueso

Fue la del domingo una buena tarde de toros. Apacible el clima, noble el encierro, poco cemento en la gradería, toreros ganosos y antitaurinos alejados.

Alfredo Molano Bravo
30 de enero de 2017 - 11:51 p. m.
El torero Manuel Libardo sufre una caída durante la segunda jornada de la temporada taurina de Bogotá. / Mauricio Alvarado - El Espectador
El torero Manuel Libardo sufre una caída durante la segunda jornada de la temporada taurina de Bogotá. / Mauricio Alvarado - El Espectador

Pero los aceros dieron en hueso, salvo el de Pablo Hermoso de Mendoza, que corrigió por fin la caída a la que parecía arrastrado sin caballos como Patanegra, Pirata, Saramago, Chenel, que le dieron tanta gloria. Hizo una bella faena: templada, arriesgada, alegre, que dedicó a la Policía representada por un agente joven que seguramente nunca había asistido a una corrida y por lo tanto no supo qué estaba pasando. Rejones precisos, banderillas ajustadas, piruetas festivas y comprometidas; y con el de muerte, fulminante. Una oreja. De todas maneras, qué lejano apareció aquel rabo de hace unos años cuando cortaba al filo de las tablas con un viraje formidable la carrera del toro. Y lo repetía.

Manuel Libardo es un torero equilibrado y sereno, pero el domingo parecía desganado con su primero –que no entusiasmó al público– y asustado con su segundo, el más bello y poderoso ejemplar del encierro: un castaño oscuro de lámina con 517 kilos. Aplaudido desde el principio y al final. Dio el juego que el torero no supo aprovechar a pesar de que por instantes toreó como con la mano y mostró que es capaz de profundizar con la izquierda. Dio en hueso dos veces y salió del embroque sin saber dónde habían quedado ni el toro ni él.

Perera es un torero que salió del frío en que lo dejó una cornada brutal en Salamanca. En Manizales no se pudo ver, pero ayer en Bogotá, sobre todo en su primero, volvió a ser el triunfador de San Isidro con la capa y con la muleta. Lances con mano baja y pies de plomo; suertes templadas, lentas, suaves. Entregado también en su segundo, cargando la suerte en naturales profundos. Un torero que buscó entrar al fondo con la espada, pero pinchó una y otra vez. Salió de la plaza mirando la arena. Fue una tarde que mereció llamarse bella. Los ganaderos se acercaron a felicitar a César Rincón por el encierro.

A la salida y pese al gigantesco anillo de la Policía, los antitaurinos se colaron por La Macarena y volvieron al grito de asesino a todo el que llevara una bota y un sombrero. Cosa de nunca acabar.

Por Alfredo Molano Bravo

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