Bogotá es una de las ciudades del mundo que esconde más sabores entre sus calles y avenidas. Cada rincón es un homenaje constante a las regiones de Colombia que han llegado con el territorio guardado en las maletas de quienes decidieron hacer vida en una capital que nunca duerme. La costa se saborea en cada arepa de huevo; el espíritu del Pacífico se siente en los sancochos que hierven al caer la tarde; el Carnaval de Negros y Blancos aparece en la sonrisa cálida de los nariñenses que ofrecen hervidos; la hormiga culona y los dulces de los santandereanos cruzan la ciudad como símbolo de identidad; los chicharrones paisas conquistan aceras y corazones, y las luladas, pandebonos y marranitas vallecaucanas gritan independencia, orgullo y necesidad.
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El escenario está listo, Bogotá es la tarima donde se presentan tradiciones que nacen en el paladar. Y cuando se abre el telón —ese que antes solo se levantaba los viernes entre las cinco y las ocho de la noche—, el “Septimazo” se convierte en un corredor vivo de cultura, entre la calle décima y la veinticuatro, donde el rebusque no solo alimenta estómagos, sino también historias.
Aquí empieza un recorrido por el sabor callejero de una ciudad impredecible y adoptiva, donde la cocina es resistencia, memoria y comunidad. Bienvenidas y bienvenidos a este Street Food Bogotá entre letras: use de brújula los ingredientes y descubra a qué sabe la capital cruzando de calle en calle para probar.
La cocina callejera de Bogotá: un mapa comestible de identidad, patrimonio y turismo
En las esquinas de la capital de Colombia, donde confluyen olores, acentos y costumbres de todo el país, se cocina más que comida callejera. Se prepara en sus fogones, historia, migración, economía y cultura popular. La cocina callejera de Bogotá es, según el investigador gastronómico Ricardo Malagón, un sistema culinario vivo que surge de la intersección entre “tradición, necesidad y creatividad”.
Para Malagón, recorrer las calles de esta ciudad es enfrentarse a un verdadero mosaico gastronómico nacional. “En un mismo espacio conviven recetas ancestrales campesinas con preparaciones llegadas de otras latitudes, tanto de Colombia como del extranjero”, explica. Esa capacidad de integrar lo diverso es, para él, lo que hace única a la cocina callejera bogotana.
Bogotá, como ciudad de migrantes, ha convertido el espacio público en una vitrina donde se cruzan sabores regionales de forma espontánea. “La arepa boyacense se encuentra con la avena valluna, con un tamal, con unas empanadas de pipián, con una butifarra, con un tinto santandereano que se pasa con un buñuelo paisa”, relata. Esta mezcla convierte a la ciudad en “un verdadero mapa comestible de toda Colombia”.
Más allá del sabor, la cocina callejera cumple un papel fundamental en la construcción del imaginario urbano. Comer en la calle no es un “acto marginal”; es una práctica cotidiana profundamente bogotana. “Compartir una empanada en un carrito en la esquina, tomarse un café en un vaso de plástico, comprar una arepa camino al trabajo, o ver cómo en mi negocio se preparan huevos revueltos en múltiples versiones, se ha convertido en parte de un ritual diario”, afirma Malagón.
El investigador sostiene que esos gestos cotidianos, refuerzan la idea de una ciudad donde caben todos, donde cualquier persona, sin importar su origen o estrato social, puede encontrarse alrededor de un mismo bocado. “Esa es la maravilla de la cocina colombiana y de la cocina callejera bogotana. En un mismo lugar podemos encontrar a personas diversas, de distintas etnias y con diferentes interpretaciones sobre lo que significa la alimentación. Son formas distintas de ver el alimento”.
Identidad y reconocimiento citadino
Este vínculo con la identidad cultural es reforzado por Angélica Martínez, directora de la estrategia Sabor Bogotá de la Alcaldía Mayor y vocera de la Secretaría de Cultura, quien señala que “la gastronomía es una representación cultural, sin importar de dónde venga; ese es un principio que rige la estrategia que lidera, en donde el alcalde Carlos Fernando Galán ha pedido fortalecer el orgullo por Bogotá fortaleciendo la identidad cultural gastronómica”. Una iniciativa que ha buscado en estos dos años de gobierno “los mejores sabores de la ciudad”.
Martínez subraya, además, la importancia de reconocer a quienes replican recetas ancestrales en las calles, “una riqueza que se debe reconocer”, y la necesidad de apoyarlos para que puedan formalizar sus negocios, ampliar su clientela y mejorar su calidad de vida.
Angélica también enfatiza en cómo esta comida refleja la diversidad de Bogotá: “Nuestra ciudad recibe personas de todas las regiones y de otros países. La comida callejera es ejemplo de ello. Hay muchas personas que han llegado y muestran su diversidad gastronómica y cultural con los platos que ofrecen”.
Su visión es compartida por el Instituto Distrital de Turismo (IDT), que ha incorporado la comida callejera como un eje central de su estrategia de promoción. “La comida callejera es una de las expresiones más auténticas y democráticas de la cultura bogotana. Permite al visitante vivir una experiencia directa, sensorial y emocional con la ciudad”, afirma Andrés Santamaría, director del IDT.
La visión institucional reconoce la comida callejera no solo como patrimonio sino también como motor económico y cultural. En este sentido, Martínez explica que “desde la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte estamos trabajando con Sabor Bogotá para reconocer los mejores sabores de la ciudad. Así, junto con otras entidades buscamos visibilizar los emprendimientos que han iniciado un proceso de formalización y que están dedicados a nutrir nuestra cultura con su gastronomía”.
Esta articulación apunta a facilitar el acceso a servicios públicos para vendedores ambulantes, “nosotros debemos entrar a fortalecer los procesos para que sean visibles”, añade Martínez.
Dándole paso al “street food”
Como parte de esta apuesta, el IDT desarrolla proyectos concretos para fortalecer la oferta de comida callejera en el ecosistema turístico. Uno de ellos es el Corredor de Street Food, un proyecto en proceso que busca ordenar esta oferta en zonas estratégicas, con condiciones de calidad, higiene y atractivo para locales y visitantes.
Además, el instituto lanzará la publicación Bogotá, entre relatos y recetas, donde la cocina callejera tendrá un capítulo destacado. “Estas acciones hacen parte de nuestra estrategia para consolidar a Bogotá como capital gastronómica de la región”, afirma Santamaría. “La comida callejera ha sido priorizada como un producto turístico con alto valor cultural”.
La ciudad avanza también en rutas turísticas que integran street food con patrimonio local. Un ejemplo es la ruta piloto en la localidad de Chapinero, que conecta puestos de comida con expresiones de arte urbano y relatos comunitarios. La intención es expandir este modelo a otras zonas como el Centro Histórico, Usaquén o los entornos de plazas de mercado.
Un laboratorio de mestizaje culinario
En este proceso, Malagón señala que la migración interna y externa ha sido una fuerza transformadora en las calles de la ciudad, para que se den este tipo de iniciativas. “Los boyacenses con sus arepas, los vallunos con su avena y pan de bono, los costeños con sus butifarras, los llaneros con su carne asada. Toda Colombia está representada en las calles de Bogotá”, explica.
A esta mezcla se suma la también migración venezolana, que ha introducido productos como las arepas y los tequeños. “Bogotá se ha convertido en un laboratorio de mestizaje culinario”, dice el investigador. “Esto confirma que la cocina callejera es también un espacio de integración y de resistencia cultural”.
Pero no todo es celebración. La cocina callejera también enfrenta el olvido. Ricardo recuerda los antiguos “caspetes” donde se vendían caldos y sopas tradicionales. “Esa emblemática sopa de pajarilla, hecha con vísceras y sangre, fue durante décadas el remedio favorito de los amantes de la vida nocturna”, relata.
Estos platos, ofrecidos en plazas, esquinas y carros improvisados, representaban más que un alimento energético, eran un ritual colectivo. “La pajarilla, los caldos de costilla, las changuas a las seis de la mañana o los famosos amanecederos hablaban de la resiliencia y la creatividad popular”, afirma. Hoy, muchos de ellos están al borde del olvido.
El desafío de formalizar sin excluir
Para Malagón, la institucionalidad ha sido ambigua. “Por un lado, ha generado restricciones que invisibilizan a los vendedores. Por otro, ha empezado a reconocer esta gastronomía como patrimonio inmaterial”, afirma. Sin embargo, aún falta “una política pública clara que valore, formalice y, sobre todo, dignifique” a quienes viven de esta actividad.
“El principal desafío es su naturaleza dinámica. Los vendedores cambian constantemente de lugar, los menús se adaptan a las modas, a las migraciones y a los costos, y muchos registros se pierden por falta de documentación. Por otro lado, la informalidad dificulta el acceso a datos precisos sobre la economía y la producción de estas cocinas bogotanas”.
Esto se suma al desafío académico que ha encontrado el investigador durante años, donde es vital “reconocer el valor científico y cultural de un tema que muchas veces es subestimado. No se entiende, no se comprende, no se le da el valor ni la dignificación que merece, a pesar de que constituye una de las expresiones más auténticas de la vida urbana".
Angélica Martínez coincide en que uno de los retos está en “reconocer el patrimonio gastronómico y cultural de la ciudad” y en facilitar la formalización de estos emprendimientos. Como ejemplo, mencionó el reciente Festival del Pan y el Postre, donde “incluimos en ese espacio a emprendimientos que están en ese camino”.
Martínez subraya la importancia de la colaboración institucional: “Si existen entidades dedicadas a atender a la población que trabaja en la venta ambulante, nosotros debemos entrar a fortalecer los procesos para que sean visibles”, haciendo un llamado a la formalización inclusiva. “Debemos lograr que esa riqueza, ese aporte que se está haciendo desde las calles, se formalice y cumpla con todas las normas que regulan al sector”.
El director del IDT coincide en que uno de los retos está en “seguir profundizando en el conocimiento del sector, conectando datos, territorio y estrategia, para consolidar la oferta como producto turístico formal y valorado internacionalmente”.
Ambos están de acuerdo en que el enfoque no puede ser disciplinario. “Muchos vendedores carecen de los recursos para cumplir con todas las exigencias del INVIMA y se ven empujados a la invisibilidad”, dice Malagón. En su lugar, propone un modelo pedagógico: capacitación, acceso a insumos seguros y regulaciones flexibles que no borren el carácter popular de estas cocinas.
El plato como relato: gastronomía, memoria y territorio
La visión institucional también reconoce el valor simbólico de esta cocina. “La calle es escenario, y el plato callejero es parte del relato”, afirma Santamaría. En espacios como el Centro Histórico o las plazas de mercado de La Perseverancia y La Concordia, los sabores se combinan con relatos locales y expresiones artísticas.
“La comida callejera representa una mezcla de saberes ancestrales y creatividad urbana contemporánea”, explica. Por eso, el IDT la entiende como “una práctica social y cultural que construye memoria colectiva, cohesiona comunidades y democratiza el acceso al patrimonio gastronómico”.
Mientras tanto, para Martínez, esta gastronomía en la calle es una muestra de innovación y diversidad cultural. “Lo que uno encuentra en la calle es innovación, diversidad cultural y sabores distintos. Eso significa que hoy nuestra ciudad es más rica en cuanto a propuestas”.
Bogotá quiere comerse el mundo
La capital colombiana no quiere quedarse atrás frente a ciudades como Bangkok, Ciudad de México o Estambul, donde el street food se ha convertido en marca ciudad. “Queremos que los visitantes vengan no solo a conocer nuestra historia y cultura, sino también a vivir la experiencia de comer la ciudad en la calle”, concluye Santamaría.
Para Malagón, la clave está en el reconocimiento cultural, afirmando que tenemos que dignificar la cocina colombiana y la bogotana, las cuales representan la fuerza culinaria de todo país y por qué no, también algunas extranjeras”.
En este sentido, Martínez hace un llamado a la colaboración de todos los actores: “Este es un trabajo de todos, de quienes desde las entidades públicas, impulsamos programas para fortalecer la gastronomía; de quienes están apoyando la formalización de los informales; de quienes emprenden, para que crean en su oferta y apliquen a los beneficios disponibles; y de los comensales, que debemos ser conscientes de que esas personas que han dado el paso necesitan que los apoyemos con la compra de sus productos”.
La comida callejera en Bogotá es mucho más que una opción gastronómica; es una propuesta que busca destacar no solo por sus sabores, sino también por el deseo de quienes la preparan de acceder a oportunidades de formalización. Esta práctica no solo satisface el apetito de quienes transitan por la ciudad, sino que también representa una expresión auténtica de los territorios y sus culturas.
En este contexto, los sabores locales, accesibles y llenos de tradición, deben convertirse en la carta de presentación para apoyar a los vendedores ambulantes. Más allá del gusto, se trata de un acto de reconocimiento hacia estos actores y su importante papel en la economía popular.
¿Debería el Distrito invertir más en la formalización y promoción de la comida callejera como parte del patrimonio cultural y económico de Bogotá? Los leemos en los comentarios
Si te gusta la cocina y eres de los que crea recetas en busca de nuevos sabores, escríbenos al correo de Tatiana Gómez Fuentes (tgomez@elespectador.com) o al de Edwin Bohórquez Aya (ebohorquez@elespectador.com) para conocer tu propuesta gastronómica. 😊🥦🥩🥧