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Creemos que a mi mamá le preocupaba que pensaran que su esposo era marica. Regañó a mi papá por, en plena Avenida del Poblado, en Medellín, bailar sin ritmo, pero sonriente, la música de Lady Gaga que a todo volumen emitía un camión donde unas travestis rumbeaban. Le decía que esa era una marcha por los derechos y la memoria de las víctimas de la homofobia, y que nuestra actitud debía ser solemne. Sin embargo, la solemnidad no parecía coherente con ese desfile de maricones, marimachas, pop, pelucas, tacones, labiales, plumas, arcoíris, encajes y látex.
Era junio de 2021 y éramos una familia heteronormada: papá, mamá, hijo mayor, hija menor, en medio de ese montón de colores. Llevábamos un pasacalles más alto que nosotros, que decía “Que nuestrxs hijxs amen libremente”. Para los cuatro era nuestro primer pride. Ir fue idea de mi papá, que dijo que nos debíamos solidarizar con la causa luego de ver un documental sobre el origen del movimiento LGBTQ+, que lo dejó más conmovido que cuando vio el final de la película Spirit: el corcel indomable (suele llorar cuando el caballo salvaje salta al otro lado de un abismo en el cañón del Colorado y el coronel que lo persigue reconoce la proeza y lo deja libre). Mi mamá dudaba de ir, pero mi hermana y yo la chantajeamos con que no hacerlo sería una traición directa al corazón, similar a la que ella afirmaba sentir cuando, de niños, no queríamos comernos la ensalada rusa que nos preparaba.
Para mi mamá era difícil estar en las calles. Nunca había marchado por ninguna causa ni se había atrevido a ir a multitudes en pleno COVID. Nos puso queja del mensaje del pasacalles; no quería que nadie dijera que ella estaba invitando al libertinaje. Pero los manifestantes lo entendieron de la manera correcta. “Ojalá yo hubiera tenido unos papás así”, le decía una mujer a su novia en medio de aplausos y chiflidos por el cartel. Un fisicoculturista venezolano con arneses de cuero le dijo a mi mamá que a él su mamá lo había echado de la casa por ser gay y le pidió permiso para abrazarla. Ella accedió.
El miedo de ella era la mirada juzgadora de los otros. Yo la entiendo y no la critico, porque tenía ese miedo también y por eso no me había atrevido a ir antes a una marcha del Orgullo LGBTIQ o Pride. Aunque hacía más de un año me había abierto con mis papás y mis amigos, ese día de junio estaba en alerta otro José que habita en mi interior y seguía en el clóset, el José que quería encajar y cuando le decían “no se te nota que eres gay” respondía “gracias”. Ese José temeroso vacila para publicar este artículo que están leyendo. Él era el que por años me había cuidado y que había sobrevivido a un colegio católico de Medellín en el que no ser un macho y no hacer deportes siempre fue un riesgo. Y es que aun saliendo del clóset, y siendo la nuestra una comunidad segura para ser gay, para mí, y creo que todavía más para mi mamá, es difícil deshacerse de miedos que por años me inculcaron.
Para salir del clóset con mi mamá me encerré en un cuarto sin luz, donde la oscuridad nos impedía mirarnos a los ojos. Decía que nunca me iba a discriminar, pero que no le contara a mi hermanita, quien ella aspiraba a que fuera “normal”. Mi hermana se sorprendió de que yo hubiera hecho caso de la petición de mi mamá por un par de años. Para que se hagan una idea de cómo es mi hermana: un man de su colegio, cuando tenían 13 años, difundió las fotos íntimas que su novia, otra compañera, le había confiado. Todo el mundo juzgó de puta a la dueña de las fotos. Mi hermana fue la única que le dijo a la nena que ella tenía derecho a gozar de su cuerpo y que su novio, que traicionó la confianza, era un imbécil.
Mi mamá me sacó del clóset con mi papá casi un año después de contarle a ella, aunque inicialmente le pedí que no lo hiciera, hoy le agradezco que me hubiera quitado ese peso de encima pues tenía miedo de abrirme con él. Ella pensó que así dejaríamos de pelear cada vez que yo le reprochaba a mi papá que se refiriera a Brigitte Baptiste, mujer trans, como un hombre. Pero él resultó más gay friendly de lo que yo esperaba. Solo me dijo que quería que yo hiciera con mi vida lo que quisiera. Un día, con genuina curiosidad, él le preguntó a un amigo de la universidad por qué tenía las uñas pintadas. Mi amigo le respondió explicándole qué es que un hombre deconstruya su masculinidad y mi papá resultó pintándose las uñas también. Él no permite que le digan cómo llevar su vida. Por eso hizo caso omiso de los regaños y ni siquiera pensaba en miradas ajenas cuando bailaba “Born this way” agitando un brazo en el aire. Para él las marchas no eran novedad. Marchó por primera vez a finales de los 90, contra el asesinato del profesor Jesús María Valle, a quien él conoció, y luego participó en muchas otras protestas.
“Sí, yo no discrimino a los gais, ¿pero por qué necesitan hacer alarde de la sexualidad?”, le había escuchado antes varias veces a mi papá, y también le peleé por eso. Pues ese día él mismo lo hizo, junto a mi mamá, con orgullo y con un letrero gigante. Yo estoy muy agradecido con mis padres por esto. Dos amigos coinciden en que sus hermanos intentaron “curarles la maricada” a golpes. Esto por instrucción de sus padres, a quienes les preocupaba más complacer las miradas de sus vecinos homofóbicos. Afortunadamente, las miradas que en ese pride recibíamos eran amorosas.
En la noche de nuestro primer Pride en las calles y en familia, mi mamá recordaba entre lágrimas al musculoso de arnés de cuero que le pidió un abrazo, y dijo que era hermoso ver tanta gente feliz en una sociedad que tira a la vergüenza. “Qué bien”, le dije, “el otro año subiré de nivel y me iré vestido queer”. Frunció sus cejas y exclamó “¡no empiece!”.

Por José David Escobar Franco
