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Tenía 16 años cuando me acerqué por primera vez a un plantón gay. Fue en la carrera Séptima de Bogotá y me recuerdo detrás de ese árbol con vergüenza y miedo, pero también con curiosidad y admiración a toda esa fuerza, color y resistencia que solo sienten quienes han asistido a una marcha del Orgullo LGBTIQ+.
En el camino me encontré muchas veces sola, sin poder ponerle nombre a lo que sentía, sin referentes. Los ejemplos de vidas como las mías los tuve que buscar afuera y sé que he sido afortunada, porque mi vida no ha terminado en muerte por esta causa, como muchas otras que acaban por el bullying y la discriminación. Sé que lo que he podido ser en sociedad reconociéndome como mujer lesbiana se ha dado también gracias a las luchas de miles antes de mí, desde todas las orillas. Sin embargo, hay dos que considero como las más poderosas porque transforman de raíz: las calles y el hogar.
Poner el cuerpo en las calles en la marcha del Orgullo LGBTIQ+ es un acto de amor, valentía y esperanza. Es creer que un mundo diferente es posible para todos, todas y todes. Es ver cómo somos un entretejido donde la diversidad es la norma. Es trabajar la humildad: mi forma de ver el mundo es única y mía, y al mismo tiempo todas las formas de ver el mundo son posibles cuando el centro es la vida y la dignidad para todes.
Si el movimiento social me mostró que no era la única, mi madre me dio la vida y a su vez me salvó de la crueldad, el rechazo y abandono que puede venir con ella. Fue en el año 2022 cuando ella decidió llegar de sorpresa a Bogotá desde nuestra ciudad de origen para marchar conmigo en el Pride.
Recuerdo haberle expresado mi deseo de que en algún momento mi familia me acompañara en este día que año tras año había sido tan importante, algo que quería compartir con ella, mostrarle como era pertenecer y ser desde este lugar. Para mi sorpresa accedió, a pesar de que no había asistido antes a ninguna marcha, que nadie en mi familia ha tenido acercamiento a ningún movimiento social, y que podía tener miedo a la multitud.
Allí estaba ella, pintándose la cara de los colores de la bandera, muy orgullosa y dispuesta a vivir ese momento juntas. Estaba sorprendida por la gran cantidad de gente, los colores, la música, la alegría. Veía a través de sus ojos ese deseo de absorber todo lo que pasaba. La recuerdo con curiosidad preguntándome por cada cartel que le llamaba la atención: “¿Esto qué significa?”, decía. Eso es estar abierta a leer y a querer entender el mundo de otras formas, es ver con curiosidad y querer ampliar la mirada a través de otras miradas. Y para mí no hay mayor muestra de amor que esa. La caminata, así como estuvo extensa y exigente físicamente, adentrarse más en ella era un nuevo aprendizaje para mamá.
Ese día no sólo abrazó a esa adolescente que estaba sola y con miedo, también le mostró a otras madres y padres una forma diferente de hacerlo. No solo sané yo al marchar con mi mamá, su presencia también abrazó a otros adolescentes que caminaron con nosotras, porque para ellos también hubo esperanza. La saludaban todo el tiempo y en la calle le gritaron “¡la amamos, señora!” porque ellos sabían tanto como yo la importancia de que una mujer como ella pusiera su presencia y energía en medio de ese río de gente que resignifica su existencia, identidades y cuerpos en este mundo aún violento con nosotres.
Gracias, madre por permitirme vivir las dos fuerzas más transformadoras: por tu presencia poderosa el día de la marcha, tu interés de entender el mundo de forma diferente, y gracias por el hogar, por abrazar quien soy, y por la transformación del mundo a través del amor que sientes por tus hijos. Eso es revolución.
Por Carolina Ferro Mendez / Especial para El Espectador
