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El 6 de julio de 2015, Colombia tipificó el feminicidio como delito autónomo con la promulgación de la Ley 1761, mejor conocida como la Ley Rosa Elvira Cely. Este hito no solo introdujo sanciones penales, sino que reconoció que estos crímenes son fruto de un contexto social que históricamente ha discriminado, subordinado y violentado a las mujeres. Así, la ley subrayó la importancia —y la necesidad— de educar con perspectiva de género para prevenir y fomentar un cambio estructural. Diez años después, esto sigue estando en mora.
El artículo 10 de la ley ordenó al Ministerio de Educación integrar la perspectiva de género en todos los niveles del sistema educativo, desde la primera infancia hasta la adolescencia, centrándose en “la protección de la mujer como base fundamental de la sociedad”. También exigía diseñar mecanismos de monitoreo, presentar informes anuales al Congreso y garantizar que esta incorporación fuera transversal en todas las instituciones educativas del país. Sin embargo, una década después, el mandato sigue sin cumplirse plenamente.
Desde que se promulgó la ley, se han registrado 2.081 casos de feminicidio en Colombia, según datos de la Fiscalía General obtenidos por El Espectador. Esto equivale a un promedio de más de 17 casos al mes durante la última década. Por eso, a pesar del marco legal, estos crímenes, considerados como la máxima expresión de violencia contra las mujeres no ha disminuido y, según las fuentes consultadas, los esfuerzos por prevenirla desde la educación han sido desiguales y fragmentados.
El Ministerio de Educación, en respuesta oficial, afirma haber promovido lineamientos y protocolos, como el Protocolo de Abordaje Pedagógico de las Violencias Basadas en Género y la incorporación del enfoque de género en el Programa Nacional de Educación para la Sexualidad y Construcción de Ciudadanía. Sin embargo, hasta la fecha no existen datos sistematizados sobre cuántas instituciones han implementado el enfoque de género en sus proyectos y programas, ni sobre cuántos docentes han recibido capacitaciones de forma obligatoria y continua.
Aunque una acción judicial del Consejo de Estado declaró como “obligación cumplida” la implementación del artículo de la Ley, también concluyó que el Ministerio incumplió con los mecanismos de monitoreo y la entrega de informes al Congreso, lo que limita la posibilidad de evaluar su impacto y de ajustar las políticas públicas en esta materia.
No obstante, la cartera educativa es enfática al reconocer los retos de la transversalización de esta perspectiva. “Las narrativas socioculturales que normalizan estas violencias son una barrera enorme. Persisten estereotipos de género en los contenidos curriculares y no se reconoce a niños, niñas y adolescentes como sujetos de derechos autónomos”, señaló el Ministerio de Educación a El Espectador.
El miedo a la supuesta “ideología de género”
La inclusión del enfoque de género en la educación no fue un accesorio de la Ley Rosa Elvira Cely. Fue —y sigue siendo— uno de sus pilares fundamentales. Sin embargo, una de las principales razones por las que sigue pendiente hablar de educación con enfoque de género en Colombia es la connotación negativa que algunos sectores sociales le han atribuido a la palabra “género”.
El miedo a la mal llamada “ideología de género” ha obstaculizado este propósito, al igual que todos los esfuerzos por incorporar programas de Educación Sexual Integral (ESI) a nivel nacional. La “ideología de género” no existe: es un concepto que distorsiona el “enfoque de género” y que se utiliza de forma despectiva para negar la desigualdad y oponerse a los avances en derechos para las mujeres y la diversidad sexual y de género.
Vea también:“Ideología de género”: la estrategia contra los derechos de mujeres y diversidades
“Las apuestas feministas han sido tergiversadas, reducidas a caricaturas”, señala Isabel Agatón Santander, jurista feminista y coautora de la Ley, en diálogo con este diario. “La formación en género no es otra cosa que la defensa de los derechos de las mujeres y las niñas en igualdad con los varones. Es educación para la vida. Un niño educado con enfoque de género será un feminicida menos en el futuro”, añade la experta.
Lo mismo opina Iván David Márquez, abogado y uno de los promotores de la ley durante su curso por el legislativo. Márquez señala que la educación es el espacio donde más se reproducen las lógicas patriarcales, pero también donde pueden comenzar a transformarse. “La ley tiene una deuda inmensa en ese sentido. La falta de voluntad política y los temores infundados frente al género han frenado un cambio que es urgente”.
Pero no es que sea imposible. De hecho, una de las experiencias más avanzadas en este campo ha sido la de Bogotá, con su Plan Educativo de Transversalización de la Igualdad de Género (PETIG), que fue referenciado como modelo en la ley de feminicidio. Esta política pública ya cumplió su vigencia de diez años y actualmente se encuentra en proceso de reformulación para asegurar su continuidad.
Edwin Usa, jefe de la Oficina de Convivencia Escolar de la Secretaría de Educación, explica que, gracias a esta política, se crearon programas de formación para más de 35.000 docentes, rutas de atención diferenciadas y protocolos que permiten responder a situaciones de violencia desde las escuelas. Aunque diez años pueden parecer mucho tiempo, la realidad es que estos cambios, que pretenden alcanzar una educación con enfoque de género para prevenir violencias y transformar imaginarios, requieren no de una sino de varias décadas.
Por dar un ejemplo hipotético, un niño o una niña que en 2014 ingresó al preescolar, apenas estaría terminando el bachillerato. Por lo que, solo hasta este año, se estarán graduando las “primeras generaciones” formadas desde la primera infancia bajo el PETIG. El punto es que, a la fecha, no hay una forma cuantitativa de medir el impacto de una educación con perspectiva de género; se trata de una apuesta de transformación y, por consiguiente, de gestar un cambio generacional.
“No se trata solo de clases, sino de transformar patrones culturales que legitiman la violencia. Todos los adultos somos agentes educativos para las infancias y adolescencias: familias, docentes, sociedad. Si un niño valora la diversidad y entiende la igualdad, será menos probable que ejerza violencia en el futuro”, agregó el funcionario.
De lo simbólico a lo real
La Ley Rosa Elvira Cely fue un hito jurídico y simbólico. Representó el reconocimiento de que los asesinatos de mujeres por motivos de su identidad de género no son hechos aislados, sino crímenes que responden a un sistema de desigualdad estructural. Sin embargo, su verdadero impacto no puede medirse sólo en cifras de condenas o tasas de impunidad. Su aporte más transformador está en la prevención, y eso requiere educar para la no repetición.
“Un feminicidio no nace de la nada”, afirma Alejandra Benítez Romero, activista feminista y abogada en formación. “Es la consecuencia última de una sociedad que enseña que las mujeres valen menos, que sus vidas pueden ser controladas, que no tienen autonomía. Por eso la educación con enfoque de género es clave: para que, desde la primera infancia, se aprenda a respetar la vida y la dignidad de las mujeres, no como algo adicional, sino como parte de lo que significa ser ciudadano”.
La clave, como coinciden todas las fuentes consultadas, está en que la educación deje de replicar la desigualdad y comience a cuestionarla. Que no se limite a enseñar conceptos de género en un par de talleres, sino que incorpore a todas las personas. Mientras tanto, es fundamental enfatizar en que las violencias basadas en género, puntualmente los feminicidios, no se resuelven solo en los estrados judiciales, sino en las aulas, en los hogares y en el espacio público. Solo así, en un futuro, ninguna niña crecerá con miedo.

Por Mariana Escobar Bernoske
