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Thelma Fardin ha ocupado titulares en distintos momentos de su vida. Primero, como la actriz adolescente que marcó a toda una generación en Latinoamérica con aquel personaje amistoso de la serie de Patito Feo, encarnando el personaje de Josefina Beltrán. Ese papel la llevó de gira por varios países, en ese entonces parecía estar viviendo el sueño de cualquier joven artista.
Años después, volvió a ocupar portadas, esta vez por denunciar a su agresor, el actor Juan Darthés, de quien fue víctima de violencia sexual a los 16 años. Más allá de los hechos, Thelma se ha convertido en una de las voces más visibles del #MeToo en América Latina. Hoy habla como una mujer que transformó esa vivencia en un camino de lucha y activismo.
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Cuando nos encontramos con Thelma para hablar de justicia y activismo, apareció alguien más allá de los titulares y la fama. Thelma es amable, sencilla, casi escueta al hablar de sí misma. Como buena argentina, le gusta el fútbol, y se reconoce también en aspectos que poco tienen que ver con lo que muestran las noticias: es amiga, es pareja, está en búsqueda constante de nuevos gustos. Nos contó que creció en una familia poco politizada, por eso el activismo fue también un nuevo comienzo en su vida.
Cuando Thelma habla, se nota esa búsqueda cuidadosa por las palabras justas, no sólo para nombrar lo que vivió, sino para incluir la lucha de muchas otras mujeres que también siguen el camino de combatir las violencias basadas en género. Todo el tiempo, está enlazando su experiencia con los procesos colectivos, con las batallas feministas en la región y con la esperanza de que las nuevas generaciones crezcan con más herramientas para decidir quiénes quieren ser.
En el marco del festival “Son niñas, no madres”, realizado en Bogotá, Thelma nos contó más sobre su vida, el sentir de la justicia y reparación en su caso y el sendero de activismo feminista que ahora la lleva a analizar de forma diferente el panorama en la región.
¿Quién es Thelma Fardín más allá de ser una sobreviviente de violencia sexual?
Soy actriz desde que tengo seis años, así que convive en mí esa identidad desde muy pequeña. Haber hecho novelas que se vieron en todo el mundo me marcó. Estuve en Colombia cuando tenía 14 años haciendo una gira, y tengo ese vínculo muy cercano con la gente de aquella época, en la que, de algún modo, entraba a sus casas por la tele mientras merendaban.
Entonces, en mí conviven el activismo y el ser actriz. Hoy estudio derecho, porque mi proceso legal me llevó a involucrarme mucho. Fue sanador para mí: mis abogados me dieron mucho lugar, y se me dio de manera muy natural algo que, en general, es difícil pensar en una víctima o sobreviviente, y es la posibilidad de transformarse en estratega. A mí me reparó mucho poder participar activamente en el diseño de la estrategia legal.
Este es un breve recorte de quién soy. También soy amiga, soy novia y soy muchas otras cosas.
¿Cómo inició el activismo que vemos hoy?
Soy activista feminista desde hace ocho años, después de la marea verde de 2018, que fue el momento más fuerte. En Argentina, todo empezó en 2015 con el “Ni Una Menos”, un proceso muy potente, y de a poco fuimos despertando. Yo tenía unos 20 años y empecé a tomar conciencia de que algo importante estaba pasando, aunque venía de una familia poco politizada y no era un tema cercano para mí.
De a poco, ese paraguas que se fue abriendo con el movimiento feminista en Argentina me abrazó, como a muchas otras. Ese proceso que yo atravesé lo hicimos varias de mi generación. Hoy tengo 32 años y, en mi caso, me tocó hacerlo de una manera muy pública, porque era actriz y la persona a la que denuncié por abuso sexual también lo era.
Hoy, él está condenado a prisión por abuso sexual en la justicia brasileña, y eso sucedió hace un año, marcando un hito histórico. Pero también fue muy importante lo que ocurrió cuando hice mi denuncia en 2018, justo cuando en mi país se debatía el aborto legal, seguro y gratuito. Eso generó un impacto enorme: las denuncias por violencia sexual aumentaron un 1200 % en solo 48 horas. Ese fenómeno, por supuesto, me excedió a mí y a todas nosotras.
Ya que mencionas la reacción masiva que tuvo tu denuncia, ¿hubo alguna que te marcó?
En la calle, solo una vez una persona me dijo algo un poco violento. Pero todos los días salgo y, al menos una persona, me expresa cariño. Hay épocas en las que estoy más expuesta y otras en las que menos, pero en aquel momento fue algo masivo: recibí muchísimo agradecimiento.
Hasta hoy, sigo recibiendo todos los días un “gracias”, un “sos lo más”. Creo que la violencia hace mucho ruido porque es ruidosa, y porque quien tiene violencia para dar se toma el tiempo de agredirte en redes sociales. Aun así, recibo mucho cariño en la calle. Hace ocho años, desde muy chica, siempre recibí afecto, pero en relación con este tema es distinto. Incluso en las redes, aunque de repente aparezcan hashtags tratando de difamarme, siempre termina ganando el cariño.
Más allá de lo que viviste, ¿qué ha significado para ti esa búsqueda de justicia?
Bueno, hubo algo en ese proceso en el que pude hacer un pasaje de víctima a sobreviviente. Es difícil; no somos muchas las que tenemos la posibilidad de hacerlo. Porque, aunque en principio fui víctima, también soy una mujer con privilegios, que con los años entendí que está muy mal decirles privilegios a lo que en realidad son derechos. Decimos privilegios a tener la panza llena, a estar acá sentadas, a tener un techo y las necesidades básicas cubiertas. Es decir, no es que nosotras tengamos privilegios, sino que gozamos de los derechos que deberían gozar todas las mujeres.
Así que, en esa búsqueda de justicia, con los matices particulares, entendí que no me imagino la vida sin esto. Porque, al leer a las históricas, como Simone de Beauvoir, o a autoras contemporáneas como Judith Butler, todas llegan a la misma reflexión: esto no termina. Aunque quisiéramos, no podemos dejar de luchar, porque cada retroceso afecta primero a las mujeres, a las infancias, a los cuerpos feminizados, a las disidencias y a la población LGBTIQ+. Así fue como se me empezó a construir un camino y una forma de vida en esa búsqueda justicia.
Además, terminé estudiando derecho. Y en ese proceso también tuve discusiones con mis abogados, en donde yo les insistía en que teníamos que poder decir que la violencia sexual era, en sí misma, violencia física. Porque en Brasil, hasta 2010, para que se reconociera un abuso sexual debía probarse la violencia física en términos de golpes o de estar atada.
Gracias a esa insistencia, logramos que, en el fallo de mi causa, en la Justicia Federal de Brasil, se reconociera que la violencia física no tiene que ser un golpe. Que la violencia sexual es en sí misma violencia física, por esa disparidad de poder. Y eso sentó un precedente muy importante: fue la primera vez que la Justicia Federal de Brasil juzgó un caso de violencia sexual en este contexto de hiperglobalización, donde el hecho sucede en un país, la víctima es de otro y el victimario de otro distinto.
Ese fallo dejó un hito en la justicia, que hoy facilita litigar otros casos similares en la región. Para mí y para muchas, eso fue muy reparador.
Cuando haces esa búsqueda de justicia, no es solo para ti sino también para quienes vienen detrás. ¿Qué te hace sentir eso?
No vivo pensando en eso porque es muy fuerte, pero cuando lo hago, y escucho a tantas mujeres que me dicen “gracias a vos”, entiendo que no es gracias a mí. Lo que pasa es que a mí me tocó encarnarlo. Mi historia no es distinta a la de la mayoría de las mujeres, lamentablemente.
Encarnarlo significó recibir ataques y violencia, pero también algo muy especial: mucho amor. A mí me tocó un protagonismo enorme y eso hace que reciba mucho cariño. Aunque todas andamos por la vida con esa herida, más abierta o más cicatrizada según el momento. Yo hoy la siento cicatrizada, y no solo por el proceso judicial.
Porque si yo solo hubiese ganado en la justicia, pero no hubiese podido construir vínculos sanos o seguir adelante con mi profesión, aunque la justicia hubiese dicho “culpable”, no me hubiese sentido reparada. Tengo la fortuna de haber tenido ambas cosas. Además, que la justicia repare ya es algo excepcional: en términos estadísticos, las que conseguimos justicia somos muy pocas. En Argentina es solo el 15 %. En Brasil, donde fue mi causa, apenas el 1 %.
Por eso digo que es una batalla que hay que dar, aunque la reparación no siempre esté ahí. En mi caso sí lo estuvo, y eso es muy particular. Yo también ando con la misma herida cicatrizada que muchas, y a mí me agradecen por lo que hice.
¿Cómo fue ese camino de reparación en Thelma Fardin, mirando tu yo del pasado y la mujer que eres hoy?
A mí me pasó algo muy particular: yo tenía 16 años en el momento del hecho que denuncié. Y cuando una es adolescente, se siente grande, porque nunca antes fue tan grande. Sos lo más grande que fuiste en toda tu vida. Cuando tuve 25 —y hoy, con 32, me miro hacia atrás— digo: “Igual eras muy joven a los 25 cuando hiciste la denuncia”. A esa edad sentí que tenía que ir a rescatar y cuidar a la niña de 16 que fui. Y hoy, al mirar a la de 25, pienso: “Wow, qué ovarios que tuviste”. Porque igual eras chica, y no sé si hoy tengo los mismos ovarios que tuve a los 25.
Ahí hay algo de responsabilidad y también de reparación propia. No por egoísmo, pero sí hay algo muy reparador en estar haciendo algo que es sanador y, al mismo tiempo, preventivo para quienes vienen detrás. Porque la reparación es difícil de conseguir y cada quien la busca y la llena a su manera.
Yo creo que hablarlo entre nosotras ha hecho una gran diferencia. Poder ponerlo en palabras y no sentirnos solas en un sistema que justamente nos quiere solas. Y qué sucede justamente en el aislamiento generado por las redes sociales, porque en la medida que crece la conectividad, crece también la soledad.
¿Cuál ha sido el mayor aprendizaje en todo este proceso?
Con el tiempo y con tanta exposición, entendí que es fundamental lo que hacemos en términos comunicacionales hacia afuera: dar esas batallas culturales y no bajar la voz. Hoy, en Argentina, y en muchos países de la región, estamos en medio de una profunda batalla cultural.
Aprendí que los feminismos somos el mayor bastión de resistencia y, por eso mismo, también el principal blanco de ataques. No son los partidos políticos los que incomodan más al poder: somos nosotras, porque somos transversales, atravesamos las fronteras ideológicas y proponemos una contracultura frente a la cultura de la crueldad.
En ese contexto, es clave seguir sembrando en las niñas y en quienes crecen hoy. Aunque vivimos rodeados de discursos de odio, misóginos y violentos, que muchas veces vienen de las más altas autoridades, yo creo que hemos logrado un cambio: hay generaciones de niñas y niños que ya están creciendo con más herramientas para elegir quiénes quieren ser, cómo vincularse, cómo vivir su identidad de género o su sexualidad. Cuando yo era chica, esos debates no existían con tanta fuerza ni masividad.
También aprendí que la pandemia dejó marcas profundas: menos contacto, más encierro en las redes sociales, menos corporalidad. Eso generó una sensibilidad distinta en los adolescentes y se cruzó con discursos violentos que buscan retrocesos. Ahí es donde se vuelve más importante que nunca mantener viva la empatía y la humanización, porque si no la batalla cultural la gana el odio.
Tú que trabajas no solo en derechos sexuales y reproductivos, sino también en derechos humanos en general. ¿Qué te da esperanza hoy en la región?
Es un momento muy convulsionado en mi país, y se me hace difícil no hablar de lo que estamos viviendo acá. En un momento pensé que el debate estaba perdido, me sentía cansada, exhausta y triste. Pero frente a ciertas cosas la gente volvió a salir a la calle.
Por ejemplo, cuando se intentó desfinanciar la educación pública, que para nosotros es una bandera enorme, la gente salió a decir: “No, eso es parte de nuestra identidad”. Y lo mismo con la salud pública, que, junto con la educación, son bastiones de cómo Argentina piensa los derechos humanos.
Eso, en el último tiempo, me dio mucha esperanza. Es como un faro que nos recuerda que seguimos armando esta nueva sociedad, con jóvenes que están creciendo e insertándose en el mundo adulto y en los debates públicos.
Todavía hay ciertos consensos que me parecen esperanzadores. Más allá de las diferencias en políticas económicas, de género o de política exterior, hay algo que no queremos que toquen: la educación y la salud pública. Y ver que existe ese acuerdo social me parece un punto de esperanza en medio de tanta convulsión.
¿Cómo transformas esa esperanza de la que hablas en fuerza para seguir adelante con tu activismo? ¿Qué es lo que más te mueve?
Creo que hay algo fundamental que necesitamos retomar, y que hemos ido perdiendo en los últimos años: la conciencia de región, la conciencia de una América Latina unida. Porque al final compartimos luchas, dolores y debates comunes. No es casual que, desde afuera, Estados Unidos nos nombre como su “patio trasero”. De México para abajo somos tratados como ese patio.
Y justamente, lo que más me moviliza es pensar qué pasaría si ese “patio trasero” que nos nombran se uniera. Seríamos una potencia gigante. En un mundo en el que la única manera de dejar de mirar con desprecio al otro es entendiendo que la diversidad unida es mucho más poderosa, ahí encuentro fuerza.
También me mueve lo que sucede cuando voy invitada a hablar. Sé que me invitan para contar mi historia, pero para mí el momento más enriquecedor es cuando escucho las preguntas, porque ahí entiendo qué se está pensando y sintiendo. Eso me impregna, me conecta, me da nuevas ganas.
Con los años, la vida tiende a volverse más individualista: formar una familia, tener tus propias responsabilidades. Y yo siento que para mí es fundamental no cerrarme, seguir abierta a ese mundo, escuchando y aportando lo que tenga para dar. Incluso cuando me digo: “Bueno, ya está, estoy cansada”, aparece de nuevo esa fuerza. Y pienso: tengo que estar a la altura y honrar eso.
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