“Hay indicios de rebrote paramilitar”: Camilo González Posso

El presidente del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) analiza el creciente clima de amenazas, atentados y asesinatos casi diarios de reclamantes de derechos en las zonas adonde debería estar llegando el Estado con sus programas de implementación del Acuerdo de Paz. Confirma la reaparición de grupos narcoparamilitares con dominio local y, de nuevo, la existencia de alianzas entre ellos y el poder político y económico tradicional.

Cecilia Orozco Tascón / Especial para El Espectador
30 de junio de 2019 - 02:00 a. m.
“En unos sectores privados, especialmente favorables a los terratenientes, se presiona para retornar a modelos de autodefensa con autorización de uso de armas de combate”, advierte González Posso. 
/ Diego Cuevas - El Espectador
“En unos sectores privados, especialmente favorables a los terratenientes, se presiona para retornar a modelos de autodefensa con autorización de uso de armas de combate”, advierte González Posso. / Diego Cuevas - El Espectador

Los panfletos amenazantes que les llegan a líderes de las comunidades a nombre de unas supuestas Águilas Negras o de unas Autodefensas Gaitanistas”, ¿son constancia de que esas organizaciones criminales existen? O, ¿son pantalla para ocultar otros fenómenos?

Las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), llamadas también Clan del Golfo, no son una simple pantalla, sino una poderosa organización narcoparamilitar surgida en 2008 y que ha incursionado, en los dos últimos años, en 255 municipios intentando controlar territorios y poblaciones mediante el terror. Utiliza los panfletos para ejercer dominio y someter o desplazar a quienes choquen con su interés mafioso y sus servicios de seguridad para negociantes y narcopolíticos. En cambio, las Águilas Negras sí son una “razón social” utilizada por personas subordinadas, acostumbradas a la guerra sucia.

¿Cómo se establece, con certeza, que las Autodefensas Gaitanistas sí existen como organización?

Las AGC tienen, incluso, acta de constitución, estatutos, bandera e himno. El narcoparamilitar alias Don Mario, cuyo nombre es Daniel Rendón, fue el líder que inició esa banda en Urabá. Por eso, al principio, se les llamaba los Urabeños.

¿Esa y otras organizaciones criminales son “herederas” directas de las de hace dos o tres décadas?

Las Águilas Negras aparecieron hacia 2006, formadas por grupos no desmovilizados de la Casa Castaño, pero fueron absorbidas por las AGC: desaparecieron como estructura con un mando reconocido para volverse mampara de acciones criminales de varios agentes interesados en negocios y control político. Estas AGC también son herederas directas de los paramilitares y fueron creadas por mandos que no se desmovilizaron, hacia 2005. Han tenido cambios en estos 13 años, se han fraccionado y mantienen disputas con otros grupos ilegales como los Caparrapos, herederos del paramilitar Macaco, que actúan en el Bajo Cauca antioqueño.

¿Quiere decir que no hay unidad de acción y jefes comunes, como solía suceder en época del clan Castaño?

Los grupos armados ilegales que se han reconfigurado no constituyen una organización, sino una maraña de bandas: tienen en común que prestan servicios de seguridad, incluidos los de sicariato. Tras ellos hay unos empresarios del enriquecimiento ilícito y unos políticos y agentes del Estado corruptos. Los grupos más grandes, como el Clan del Golfo, los Caparrapos y los Puntilleros utilizan, ocasionalmente, los servicios de bandas locales. Entre ellos tienen relaciones de colaboración y también disputas armadas por negocios y control de rutas o territorios.

Entonces, ¿lo que estamos presenciando es un rebrote paramilitar?

Hay varios indicios de rebrote del paramilitarismo desde distintos orígenes: dentro de entidades del Estado y la Fuerza Pública, hay gente que quiere volver a esquemas de seguridad que incluyen a miles de civiles subordinados como agentes de inteligencia; se han lanzado alertas sobre el peligro de arreglos con grupos criminales para lograr efectividad en la neutralización de los objetivos de alto valor. En unos sectores privados, especialmente favorables a los terratenientes, se presiona para retornar a modelos de autodefensa con autorización de uso de armas de combate o con la formación de unidades de seguridad privada con capacidad de emprender acciones contrainsurgentes o contra grupos armados.

¿Significa que la desmovilización paramilitar producto de la negociación con el Estado en los años del primer gobierno Uribe fue un fracaso?

Fue una desmovilización parcial que dejó mandos medios y estructuras en reserva. No podemos decir que fue un fracaso total, porque las bandas grandes se desmovilizaron, lo cual produjo la disminución de los indicadores de violencia. Pero, después, la retaguardia se recompuso y se reagrupó mediante fuerzas como los Rastrojos.

¿Por qué aparecen en unas zonas de la geografía nacional y no en otras?

Estos grupos se reproducen en zonas donde hay dinámicas mafiosas y rentas fáciles logradas mediante la corrupción como el narcotráfico, la explotación de oro, la madera y el acaparamiento de tierras. Las zonas estratégicas para sus operaciones abiertas son las “nuevas fronteras” internas y los puertos legales e ilegales; para sus operaciones más encubiertas se prolongan hasta las ciudades en donde tienen alianzas o complicidades con autoridades. Un ejemplo son las redes del oro y lavado de activos que se encadenan desde Chocó, Bajo Cauca hasta Medellín, Cartagena o Panamá.

¿Esas bandas se pueden definir como simples narcotraficantes y no como paramilitares?

Las organizaciones armadas ilegales que llamamos narcoparamilitares o rearmadas después de la dejación de armas de las Farc son estructuras para el lucro, parásitas del narcotráfico y de otros negocios. Son parte de un complejo macrocriminal con prolongaciones políticas y económicas. El Eln sigue siendo un grupo en rebelión, aunque líderes sociales de Chocó y otras partes indican que algunos frentes están cada vez más acomodados con el narcotráfico. Y la disidencia de las Farc, articulada por el frente 1, de Gentil Duarte, que no entró al Acuerdo de Paz, parece tener un pie en el narcotráfico y otro en el viejo programa de la guerrilla.

¿Tales bandas tienen algún tipo de ideología política?

Se dicen protectores de las comunidades, pero en realidad son un eslabón de grandes negocios y de mafias. Y, en ocasiones, utilizan discursos políticos y prestan servicios de seguridad a aliados en posiciones de gobierno o de la Fuerza Pública.

Cuando usted habla de autoridades de gobierno y de Fuerza Pública, ¿se refiere a funcionarios locales -como alcaldes y secretarios de poblaciones y a unidades uniformadas en esos sitios-, o a altos servidores del Estado en el gobierno central?

Las conexiones se dan sobre todo a niveles local y regional. Pero también se ha advertido complicidad en altas esferas por parte de algunas autoridades. Sin embargo, a diferencia del período anterior en que había un plan central, ahora se trata de un fenómeno que corresponde a dinámicas dispersas.

En el pasado hubo alianzas importantes de agentes del Estado y de empresarios privados con las bandas paramilitares. ¿Hoy se puede hablar de un fenómeno parecido?

Los grupos narcoparamilitares, llamados GAO por las Fuerzas Armadas y el Gobierno, persisten, se reproducen y mutan porque tienen alianzas múltiples con negociantes mayores que son quienes se quedan con la mayor tajada del lavado de activos, de las rentas del narcotráfico y de otros negocios basados en la corrupción y apropiación de los recursos públicos, vía contratos. Sin la complicidad o entronques con agentes del Estado, estos grupos no tienen posibilidad de reproducirse y crecer.

Existe la impresión de que la persecución y las amenazas a los líderes de las comunidades se han acentuado con el cambio de gobierno y con el énfasis ideológico de la administración Duque y de su partido, contrario al Acuerdo de Paz con las Farc. ¿Hay algún tipo de relación entre el poder político antiacuerdo de paz y el crecimiento de violencia, sin caer en una exageración o en una falsedad?

Hay una correlación entre el desconocimiento y la oposición al Acuerdo de Paz, y la persistencia de violencias armadas y agresión a comunidades y líderes. Por ejemplo, dejar entre la espada y la pared a más de 400 mil familias de las zonas de influencia cocalera que quieren entrar en los pactos de sustitución; descalificar radicalmente el Acuerdo de Paz que se negoció en La Habana, y afirmar que la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), es impunidad y que los excombatientes solo merecen cárcel y ser llamados criminales, violadores y cosas parecidas propicia un ambiente para que se mantengan, en muchos sectores y territorios, conductas violentas y justicia privada. El énfasis en la estigmatización del Acuerdo viene más del partido de gobierno que del mismo Gobierno. Pero este es empujado por los fanáticos de ultraderecha a frenar o a congelar la implementación del Acuerdo y a recurrir a mayor estigmatización.

Para usted, entonces, ¿sí hay responsabilidad política del Gobierno, del Centro Democrático y de los sectores de ultraderecha en el recrudecimiento de la violencia social en las regiones?

Sí, porque la falta de implementación de los Acuerdos facilita la acción de mafias y grupos ilegales, y la recomposición de grupos violentos. Además, los discursos de odio que se proclaman desde las esferas más altas del partido de gobierno tienen repercusión en las base de la sociedad y refuerzan la persistencia de la cultura de la violencia y de la guerra.

Las directrices militares que denunció The New York Times, para elevar los resultados operacionales de los cuerpos armados del Estado que podrían conducir a nuevos falsos positivos, ¿tienen conexión con el rebrote paramilitar?

Cuando hay presión para dar resultados fatales se abre la puerta a tratos con grupos delictivos, como ocurrió en el pasado.

Según una cifra publicada hace poco, las víctimas de asesinatos entre los excombatientes de las Farc ascienden a un número mayor a 100. Según los análisis de Indepaz, ¿quiénes pueden ser los victimarios y a quiénes representan estos?

Desde cuando se firmó el Acuerdo de Paz, en noviembre de 2016, a junio de 2019 se han presentado 135 homicidios de excombatientes y 35 de familiares de exintegrantes de la guerrilla. En la mayoría de los casos los victimarios no han sido identificados, pero la hipótesis más probable es que buena parte de esos homicidios han sido ordenados por negociantes y políticos de las zonas en donde estuvieron las Farc y quienes, ahora, se oponen a que el partido FARC ejerza algún liderazgo. También hay casos de venganza por deudas de guerra. Un número tan elevado de homicidios de integrantes del nuevo partido indica que están fallando las garantías que debe ofrecer el Estado.

¿La reintegración de las Farc a la sociedad y su entrega de armas tampoco sirvieron para nada?

No hay que exagerar. El número de municipios que estos grupos llamados residuales ocupan solo llega al 35 % del que controlaban las Farc antes del Acuerdo. Los que se reorganizaron después cuentan con alrededor de mil reincidentes, y entre estos y nuevos reclutas pueden llegar a un total de 2.500 hombres. Pero no conforman una organización político-militar, no enfrentan al Estado y no tienen posibilidades de desarrollar un proyecto insurgente como el de las décadas pasadas.

Los programas de restitución de tierras a los despojados de ellas parecen ser uno de los motivos de las nuevas guerras regionales. ¿Indepaz tiene algún tipo de estudio que refleje esta realidad?

Indepaz tiene varios estudios que permiten una conclusión general: las disputas territoriales en Colombia no son solo por las tierras que están en los registros de reclamantes. La mayoría de los 7,5 millones de desplazados por la fuerza de sus predios ni siquiera han tenido oportunidad o facilidad para el retorno y la recuperación de sus bienes. Más de 9 millones de hectáreas abandonadas en las últimas cuatro décadas siguen siendo escenario de conflictos y disputas violentas. Hay muchos interesados en desconocer los derechos territoriales étnicos en el Andén Pacífico, la Amazonia, la Sierra Nevada, La Guajira, Cauca, Nariño y otras regiones, porque quieren desarrollar minería, talar bosques o ejecutar megaproyectos de diverso tipo.

¿La sensación general y triste de que el país está volviendo a la confrontación armada tiene asidero?

La realidad es que no hay vuelta al pasado a pesar de los deseos de algunos de volver a las guerras del siglo XX.

Pero no estamos viviendo el mejor presente. ¿Qué futuro nos espera?

Hay muchos indicadores que señalan que después de la firma de los Acuerdos ha bajado la intensidad de las violencias en contra de la población civil y contra el derecho humanitario. Le doy unos ejemplos: el promedio anual de desplazamiento en los últimos tres años es menos de la mitad del promedio del período anterior; hay una caída drástica en cifras de secuestros, desapariciones forzadas, casos de tortura e, incluso, de falsos positivos. Estamos en la etapa de las dificultades de la transición. La tendencia no es a que se reinicie un nuevo ciclo de guerras. Tampoco a que reaparezca el peligro de las confrontaciones de final del siglo pasado. Repito, estamos en la etapa de las dificultades de un alumbramiento, en particular, porque no ha habido unidad en las élites del poder sobre los propósitos de paz. Pero el sentimiento mayoritario, ante todo en la gente joven, es el de no repetición del pasado violento.

El asesinato de María del Pilar no fue el primero

El asesinato, en Tierralta, Córdoba, de María del Pilar Hurtado, madre de cuatro menores y ocupante junto con otras 200 personas, de cinco lotes que tenían propietario, conmovió a Colombia, no obstante la anestesia social producida por las noticias diarias sobre homicidios de líderes comunitarios en todo el país. La conciencia nacional despertó por un video difundido en las redes en que  se veía a uno de los niños que presenció el ataque, dando gritos de dolor. Con la llegada de los periodistas al sitio, se descubrió que María del Pilar no era la primera víctima del grupo de “invasores”. Días antes, tres vecinos de su misma condición habían sido asesinados en forma similar. Pero ni las autoridades ni los medios se enteraron de la grave situación por el aislamiento de la zona y por el silencio que impera  en las poblaciones cordobesas: sus habitantes saben que quien denuncie, se va de huida o se muere. Poco después también se supo que el alcalde de Tierralta es el hijo del dueño de uno de los lotes ocupados y que sobre su padre y otros, pesa una sentencia que anula la “compra” de predios a despojados de la guerra. La escena, con todas sus aristas, es la misma de décadas de dominio paramilitar y ausencia estatal en esa región olvidada de los gobiernos centrales.

Neoparamilitares, copando los espacios vacíos

En los estudios que ha hecho recientemente Indepaz, ¿se ha podido establecer crecimiento numérico y el incremento en el control armado de estas organizaciones ilegales, de las poblaciones en donde hacen presencia?

 Después del desmonte de las Farc y de la dejación de las armas, grupos como las Autodefensa Gaitanistas y Los Caparrapos han entrado en disputas y han ampliado sus áreas de acción para copar los vacíos dejados. Esto se ha dado principalmente en Chocó, Córdoba, y Bajo Cauca antioqueño. El ELN ha ampliado también sus áreas de movilidad en esos departamentos y, además, en Nariño, Magdalena Medio, Arauca y Catatumbo. El EPL o “Pelusos”, se disputa zonas con el ELN en Catatumbo. Y, de otra parte, se encuentran los grupos llamados residuales de las Farc que no están interconectados entre sí. Estos últimos han reclutado nuevos efectivos y operan como bandas al servicio del narcotráfico y otros negocios. Todo ese conjunto, más la disidencia de las Farc, suman 8 mil efectivos armados a los que se les deben añadir sus redes de apoyo que también se  imponen por las armas en  las veredas de cerca de 300 municipios del país.

Por Cecilia Orozco Tascón / Especial para El Espectador

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