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Retrato de Brasilia a los 50

El 19 de septiembre de 1956 se aprobó el proyecto en el que la ciudad de la esperanza y del cielo se convirtió en la capital de Brasil.

Henry Mance / Especial para El Espectador,Brasilia
20 de abril de 2010 - 11:46 p. m.

“Hoy es el día más feliz de mi vida. El Congreso acaba de aprobar el proyecto para la construcción de Brasilia”, proclamó el presidente brasileño Juscelino Kubitschek, el día 19 de septiembre de 1956. “¿Sabe por qué el proyecto fue aprobado? Ellos piensan que no voy a conseguir ejecutarlo”. “Ellos”, esos congresistas escépticos, se equivocaron. Menos de cuatro años después, Río de Janeiro dejó de ser la capital de Brasil. En su lugar, el 21 de abril de 1960 se inauguró Brasilia, la ciudad de la esperanza, la ciudad del cielo. Juscelino afirmó que ése fue el día más feliz de su vida. El presidente bossa-nova, conocido por su sonrisa lloró con emoción durante la misa de inauguración.

¿Por qué tanta emoción? Porque la construcción de Brasilia justificó no sólo a Juscelino, sino a los innumerables brasileños que desde el siglo XIX soñaron con una capital central. Una capital costera como Río, argumentaban, nunca podría ni estar segura frente a un eventual ataque extranjero ni gobernar un país del tamaño de un continente.

Realizar este sueño fue casi un accidente. Juscelino no lo había pensado en serio hasta que un día, durante la campaña presidencial, un miembro del público le preguntó: ¿y usted va a cambiar la capital? El candidato vaciló un segundo, antes de comprometerse: sí, mudaría la capital. De ahí en adelante la construcción de una nueva capital llegó a simbolizar el optimismo de Brasil durante el final de los años cincuenta: el optimismo de un país que acababa de ganar el Mundial, que se estaba industrializando y que todavía no había caído en la dictadura militar.

El optimismo se concretó en la arquitectura, gracias a Oscar Niemeyer, comunista convencido que buscó que las ciudades desmontaran la estructura de clases. Niemeyer había trabajado con Juscelino en otra obra estatal en los años cuarenta, por esto el presidente le pidió liderar el proyecto. “Sabía que sólo teníamos un tiempo breve, pero eso no influyó para que diseñara una arquitectura más sencilla”, dijo. De hecho, escogió una arquitectura modernista, compuesta de curvas y con todo a gran escala. Fue su obra maestra y, en 1987, fue declarada patrimonio mundial de la humanidad. Ahora es la ciudad planeada más famosa del mundo.

Exceso de orden

Este miércoles, cincuenta años después de la inauguración de Brasilia, admirar la arquitectura es el primer deber de un visitante. El segundo deber es perderse. ¿Dónde está la dirección 703 Sul, bloco A, casa 97? La última vez que yo estuve tan confundido fue en Managua, Nicaragua; una ciudad donde las calles no tienen ni nombre ni número. Pero, si en Managua el problema es la falta de orden, en Brasilia el problema es el exceso de éste. Las direcciones se basan en un sistema de cuadras y vías arterias, lejos de la imaginación de cualquier visitante.

Los habitantes de la ciudad ya conocen el sistema; para ellos Brasilia es una ciudad sumamente fácil de navegar. Pero tienen otras críticas a la capital. “Es parada”, dice Junior, militar que lleva ocho años viviendo en Brasilia. Aficionado a la samba, le cuesta vivir en una ciudad donde el Carnaval sólo se vive por televisión. Según otro residente de Brasilia, Fernando, “como es una ciudad planeada, todo está lejos. Si vas a un bar y no te gusta, no puedes simplemente ir a otro, por la distancia. Es muy diferente a Washington D.C. (otra capital administrativa), donde hay mucha vida”.

Y es cierto: el visitante aprende rápido que los edificios están más lejos de lo que parece. Como el politólogo norteamericano James C. Scott dijo sobre la plaza central de Brasilia, la Plaza de los Tres Poderes: “Si uno hiciera una cita con un amigo allí, sería como tratar de encontrarte con alguien en el centro del desierto Gobi. Y si uno se encontrara allí con el amigo, no habría nada que hacer… La plaza es un centro simbólico para el Estado; la única actividad que acontece en ella es el trabajo de los ministerios…”.

Los diseños de Niemeyer —tan aplaudidos por otros arquitectos— han sofocado la cultura urbana. Esta es una ciudad con poco movimiento callejero, poco grafiti y poca espontaneidad. En el concreto de los edificios de Niemeyer es difícil que la vida humana se implante.

Uno de los pocos lugares de Brasilia que sí se ha logrado implantar es la Pizzaría Dom Bosco, fundada en 1960. Es un restaurante apremiado, a pesar de no tener ni mesas ni sillas y de sólo ofrecer un sabor de pizza. El hoy dueño, Ely Verissimo Gomes, 62 años, explica el porqué del éxito: “Los brasilenses (personas de Brasilia) son muy cerradas. Esta es la única esquina en Brasilia donde la gente charla”.

A los ojos del resto del país, Brasilia simboliza la política y la corrupción. El Congreso lleva meses inundado de alegatos por gastos irregulares. En febrero pasado el gobernador del Distrito Federal mismo, José Roberto Arruda, fue encarcelado por captación ilegal. No obstante, la corrupción es el negocio de pocos brasilenses. Para la mayoría, el trabajo es más ordinario y más honesto.

A la ciudad seguirán llegando de todas las regiones para concursar por puestos públicos. Pero, ¿qué pasará cuando dejen de trabajar? Niemeyer lo anticipó: “Hay personas que no se adaptan y para quienes es mejor salir de Brasilia”, dijo en 1964. La ironía es que Niemeyer no vive en Brasilia: se fue para Río, donde sigue trabajando a sus 102 años de edad. En cambio para Brasil, como país, volver a Río ya no es una opción.

Por Henry Mance / Especial para El Espectador,Brasilia

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