El Magazín Cultural
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Sesenta y dos días de quietud

Visita a una de las más polémicas exposiciones: ‘The Artist Is Present’, de la artista performática serbia que empuja el cuerpo al límite.

Angélica Gallón Salazar / Enviada especial a Nueva York
13 de mayo de 2010 - 10:01 p. m.

Han pasado 62 días desde el primer momento en el que la artista del performance Marina Abramovic (Serbia, 1946) se sentó sobre una pálida silla de madera enfrentada a otra igual, vacía, en la que se han sentado cientos de mortales que han visitado el segundo piso del Museum of Modern Arte (MoMa), en Nueva York.

Han pasado 62 días... y ella sigue ahí sentada agolpando a curiosos, expertos, periodistas que la observan en silencio, perdiendo en ocasiones y casi inevitablemente la atención en su acto quieto. Unos vienen y van, casi todos regresan, otros simplemente se sientan en los bordes que dibujan un cuadrilátero y son testigos durante horas de su inmovilidad, de su trenza que se impone sobre su hombro izquierdo y su vestido que se despliega sobre el piso. Cuando son las 2 de la tarde, y la artista completa ya tres horas de pasmosa rigidez, es imposible no percatarse de sus ojos cansados que a veces cierra con intensidad por intervalos más largos que los de un parpadeo normal, de sus manos que puestas sobre las piernas se mueven minúsculamente agotadas quizá de estar obligadas, día a día, a no moverse hasta que el museo cierra sus puertas a las 8:45 p.m.

En este performance, que apenas anticipa lo que en el sexto piso del museo se muestra con brutalidad y que forma parte de la retrospectiva The Artist Is Present, Abramovic confiesa: “Busco una conexión emocional con cualquiera que quiera mirarme por un período indefinido de tiempo”.

La gente es tímida, la mujeres parecen titubear menos al momento de decidir sentarse en frente a esta implacable mujer que ha se ha aventurado durante más de cuatro décadas a explorar los límites del cuerpo, del dolor, que ha tentado a la voz, la piel, el cabello, sus senos, su barriga a la flagelación, a desconocer sus funciones orgánicas y convertirse en plataformas del arte.

El acto de sostenerle la mirada y ver cómo emerge una relación entre los dos cuerpos que se conectan, es como asistir a un cuadro vivo, una pintura que en cada instante es a la vez la misma pero cambia con las pulsiones incontrolables de los cuerpos, en donde el no-tiempo empuja las funciones y posiciones naturales a unos estados extraños.

Arriba, en el lugar en donde se despliegan más de 50 piezas de la artista, el piso se bifurca en dos entradas: el fotógrafo Henri Cartier-Bresson en una y Marina Abramovic en otra, pero los gemidos, unos gritos que se repiten sin cesar casi que intuitivamente llevan al turista a tomar una decisión.

La primera imagen, proyectada sobre una pantalla, muestra esa misma Marina inmóvil que vimos abajo, pero esta vez algo más joven azotando su cabello desesperadamente con un cepillo (Art Must Be Beautiful, Artist Must Be Beautiful, 1975).  Proyectadas sobre otra de las paredes de la sala blanca, otro video, Feeling the voice (1975), presenta a la artista acostaba boca arriba gritando. La leyenda que acompaña la imagen de la que se desprende la algarabía sentencia que la mujer gritó hasta que se quedó sin voz. Y cuando la sala amenaza con acabarse, dos artistas de los 40 que Abramovic ha invitado a recrear sus actos en esta retrospectiva, están desnudos uno frente al otro invitando al espectador a pasar por el medio y restregar toda su humanidad con esas dos pieles, esos dos sexos expuestos.

En 1977 Marina Abramovic y su entonces compañero, el artista alemán Frank Uwe Laysiepen, reconocido como Ulay, realizaron este mismo performance bautizado Imponderabilia. Entonces, la gente pasó una vez tras otra entre ese estrecho espacio que dejaban los dos cuerpos. Ahora, en esta sala del MoMa, pocos se atreven a pasar, y más bien se ven las caras burlonas o compungidas de un público que no sabe qué hacer con tanto cuerpo a la vista.

En la sala contigua el silencio se impone. Una mujer desnuda sobre la que se proyecta una luz azul mira a los espectadores mientras es sostenida por cuatro soportes metálicos (dos en los pies y dos en las manos) y una silla de bicicleta sobre la que reposa su pubis, a una altura considerable del suelo (Luminosity, 1997). Son 45 minutos en el que la artista debe permanecer en esa posición y la presencia incómoda parece impartir  miradas que imploran. Es ese el lugar que Abramovic ha elegido para que la artista colombiana, reconocida también por sus performance, María José Arjona explore lo que ella se aventuró a explorar por dos horas seguidas en 1997.

Abramovic, pionera del performance, hija de unos revolucionarios durante la tiranía de Tito, arroja a los que visitan las salas de la retrospectiva a un escalofrío que no da tregua, una fascinación incomprensible no se sabe si por su valentía cuando se arroja desnuda una y otra vez contra una columna de concreto, con los gritos conmocionados de una audiencia que incluso quiere retenerla de seguir cometiendo semejante acto de dolor, por su fragilidad, sus masoquismos, o por el contenido político de sus actos cuando canta canciones de cuna serbias, mientras desgarra la carne de cientos de pedazos de terneras puestas sobre el suelo que ensangrentan su vestido (Balkan Baroque).

Después de tanto aturdimiento corporal, de ver desmayos, sangre correr, cuchillos convertirse en escalera, volver a ver a Abramovic en el piso de abajo, en esa paz, en esa calma quieta es un alivio. Y es sobre todo un momento para ratificar  que en esta serie de acciones algo absurdas muchas cosas pasan, por lo menos dentro de uno.

Por Angélica Gallón Salazar / Enviada especial a Nueva York

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