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Michael Jackson: fundido a negro

Sandro Romero hace un balance de una vida de claroscuro que marcó a varias generaciones en todo el mundo.

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Sandro Romero Rey * / Especial para El Espectador
27 de junio de 2009 - 04:02 a. m.
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Michael Jackson estaba preparando su entierro de primera para el verano de 2009 en Londres, cuando la vida se le atravesó en el camino. Con las boletas compradas, los fans y los curiosos, los críticos y los aduladores nos quedamos con los crespos deshechos. Ahora ya nadie quiere que le devuelvan el dinero de los tiquetes para los conciertos en la Arena 02 de la capital inglesa. Pero la situación con el regreso de Jackson al mundo de los mortales no era fácil. El show inaugural, programado para el 8 de julio, ya había sido aplazado para el 13 del mismo mes. Y los conciertos del 10, 12 y 14 de julio se estaban reprogramando para marzo de 2010. Es decir, el asunto, al contrario que la piel de Michael, viraba de castaño a oscuro. No es muy difícil imaginar lo que estaba pasando por el cerebro de algodón de azúcar del intérprete de Beat it. Convertido en una leyenda viva, aplastado por su propio genio, intimidado por sus infantiles debilidades, el héroe de los Jackson Five debería estar viviendo un infierno interior de múltiples connotaciones, teniendo en cuenta que no se enfrentaba como solista a un tour de grandes dimensiones desde 1997. Bueno, en realidad ya lo había hecho, sin tener que esforzarse con sus pasos sobrenaturales, durante todo el juicio por pedofilia en California, en el que la presión lo obligó a asistir a la corte en pijama.

La noticia de la muerte de Michael Jackson cayó como un baldado de silicona blanca en el cerebro de nosotros, sus admiradores incondicionales. Hay muchos todavía, y no precisamente sus fans, que se niegan a creer que Michael haya subido al cielo en cuerpo y alma. “Es una estrategia para resucitarlo en Londres dentro de quince días”, me dijo mi primo, el Duque de Kent. La verdad, no sería mala idea. Todos los que hemos tenido ídolos muertos alguna vez hemos anhelado que nuestros héroes resuciten y soñamos con que anden por ahí, en alguna isla misteriosa, Jim Morrison con Carlos Gardel, Jimi Hendrix con Andrés Caicedo, Kurt Cobain con Javier Solís, qué se yo. Sería estupendo ver a Michael Jackson descender de los cielos al circo londinense, en dirección inversa a como salía volando, al final del Dangerous Tour, en 1992. Por aquellos días, los alelados testigos del genio de Michael Jackson no sospechábamos que ese dios desvergonzado estaba condenado a morirse. Yo tuve el gusto de ver un concierto de Michael Jackson en París, como un caballo sin riendas en el Hipódromo de Vincennes y, la verdad, siempre sospechaba que Michael, como las Torres Gemelas, era eterno. Ni lo iban a sentar en la silla eléctrica por dormir con infantes, ni le iban a derretir su máscara tragicómica luego del estupendo documental en el que contó todos sus secretos como comprador compulsivo. No. Michael Jackson era una divinidad demasiado frecuente como para ponernos a pensar en su incómodo deceso.

Atrás quedaron los días en los que la familia Jackson se conformaba como un férreo internado concebido para la celebración de la música. Empezando por las cabezas del clan, el señor Joseph Walter Jackson, casado con Katherine Scurse. Ellos, testigos de Jehová, comprendieron desde un principio que había que superar las mieles de la tragedia de ser negros y pobres, con lo que mejor hacen los negros pobres en los Estados Unidos: haciendo música. Y música hicieron todos los hijos del señor Jackson, una vez se instalaron en el pueblo de Gary (Indiana) en una casa, situada en una calle, que, para colmo de las premoniciones, se llamaba, se llama, Jackson Street, antes de que a Michael le diese por inmortalizar todo lo que tocase.

La familia, fuera de padre y madre, estaba compuesta por Maureen Reilette (o Rebbie), Sigmund Esco (o Jackie), Toriano Adaryll (o Tito), Jermaine Lajuan, La Toya Ivonne, Marlon David (quien tuvo un hermano gemelo que se llamó, háganme el padrino favor, Brando, que murió poco tiempo después de nacer), Michael (nuestro héroe), Steve Randall (o Randy) y Janet Damita Jo. Los Jackson estudiaron, no al ritmo de un metrónomo, sino al ritmo de un látigo. Con la fiera fortaleza que su padre quería para sus hijos, los niños se convirtieron en virtuosos, por físico miedo, por el terror de ser golpeados. Y se saltaron la enojosa época de la infancia, trabajando como estrellas del pop, cuando todos deberían estar estrellados en la escuela. Especialmente Michael, el menor de la primera camada de hombrecitos, de eso que poco tiempo después llegarían a ser los Jackson Five.


¿Por qué no fueron los Jackson Nine? Vaya usted a preguntárselo al señor Joseph Jackson. Pero cuando el nombre se acuñó y las niñas también querían ser cantantes, ya era demasiado tarde, puesto que los derechos del nombre le pertenecían a la Motown y al gran jefe Berry Gordy Jr. Hasta aquí, los recuerdos.

Los años pasaron llenos de mentiras y maravillas. Poco a poco, Michael Jackson consolidó su niñez hasta los 50 años y 10 meses, cuando su infancia extraviada terminó en la asfixia de un infarto final. O al menos eso rezan los periódicos. No quiero, sin embargo, regodearme en el fácil cliché de desmitificar a Michael Jackson. Ya lo hizo mucho mejor el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, al decir que preocuparse por la situación en Honduras era mucho más importante que dar la noticia de “la muerte de ese representante del Imperio”. Prefiero recordar lo importante, lo determinante que fue Michael Jackson en nuestro paso por esta Tierra inmisericorde. No puedo dejar de pensar en mis primeros besos con la canción Ben como telón de fondo; pienso en el video celestial de Off the wall, mucho antes de que existieran los videos; en la estupenda coreografía de Beat it; en el making of de Thriller y en la voz temible de Vincent Price; en la mirada maestra de Martin Scorsese para la coreografía de Bad; en el movimiento de péndulo y en el bajo inimitable de Smooth criminal; en la mirada gélida de Iman y de Eddie Murphy ante un Michael dorado. En fin: pienso en Michael Jackson en las favelas de Río; en Michael Jackson inspirando a su compañerito de lecho, el temible McCaulay Culkin, para el viaje universal de Black or white; pienso en Michael Jackson y sus constelaciones cantando We are the world; en Michael Jackson acompañando a Mick Jagger en State of shock; en Michael Jackson haciéndole coros paranoicos a Rockwell en Somebody’s watching me. Y no sigo, porque nunca estuve preparado para la ocasión.

El 10 de septiembre de 2001, pocas horas antes de que las Torres Gemelas se convirtieran en un horror de cenizas y humillación, Michael cantó para y con sus hermanos, en lo que sería una de sus últimas apariciones musicales. Dos años después, lo veríamos en el documental en el que devela parte de su misterio. Cinco más y volvería a juicio por sus inclinaciones menores y hace pocas semanas nos preparábamos para su resurrección londinense. Pero el pasado jueves 25 de junio de 2009 a las 2:26, hora de Los Ángeles, el cuerpo sin vida de Michael Jackson pasó a la eternidad. En ese momento, la Tierra se detuvo. Sus hijos, Prince Michael (12), Paris Michael (11) y el enigmático y enmascarado Prince Michael II (7) comenzaron a entender, a ciencia cierta, lo que representa ser los hijos de una de las pocas maravillas del mundo que se mantenían en pie. Michael Jackson está muerto. Uf. La evidencia es devastadora. En 1992, cuando logré llegar sin aliento al borde de la tarima del Dangerous Tour parisino, aplastado por miles de fanáticos que para mí eran millones, pensé que me iba a morir. Hoy, doblegado por la evidencia de mis 50 años, me doy cuenta de que, por una única vez, tengo algo más que Michael Jackson. Pero no canto victoria, Michael. Pronto nos veremos. 

 Escritor. En su libro ‘Rock around the clock’ publica la crónica del concierto de Michael Jackson.

Por Sandro Romero Rey * / Especial para El Espectador

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