Publicidad

El magnicidio de Bernardo Jaramillo

Hoy, 22 años después, el asesinato de Bernardo Jaramillo Ossa sigue en la absoluta impunidad. Pero al menos está claro que fue la organización de los hermanos Fidel, Vicente y Carlos Castaño, la que concretó la acción en el aeropuerto Eldorado

Redacción Ipad
10 de octubre de 2012 - 08:33 a. m.
Orlando Valenzuela interpreta a Bernardo Jaramillo. / Archivo
Orlando Valenzuela interpreta a Bernardo Jaramillo. / Archivo

Eran las 8:05 de la mañana del jueves 22 de marzo de 1990. Con la idea de viajar a Santa Marta para pasar unos días de descanso en compañía de su esposa, el candidato presidencial de la Unión Patriótica, Bernardo Jaramillo Ossa, ingresó al Puente Aéreo del aeropuerto Eldorado. Momentos después, cuando se dirigía hacia la sala de espera, rodeado de su numerosa escolta, un joven que fingía leer una revista se levantó súbitamente de la silla y le descargó una ráfaga de ametralladora.

Mientras la escolta de Jaramillo reaccionaba inmovilizando al joven agresor que portaba una ametralladora Mini-ingram 380, el candidato presidencial constataba cómo se le iba la vida. Después de desplomarse por los impactos de bala, de manera desesperada se aferró a unas cortinas para tratar de ponerse de pie, pero antes de perder el conocimiento resumió en un comentario a uno de sus escoltas y a su esposa la convicción de su muerte: “Me mataron estos hijos de puta, no siento las piernas”.

De alguna manera, se había cumplido el destino que el propio Jaramillo había intuido desde que asumió como presidente de la UP, en medio de otra tragedia para esta colectividad: el asesinato de su primer candidato presidencial, Jaime Pardo Leal, perpetrado el 11 de octubre de 1987. Aquella vez expresó: “Sé perfectamente que mi vida ha adquirido un nuevo peligro, esta posición puede costarme la muerte. Mi sangre, entonces, serán nuevas gotas que segreguen al sacrificio y al holocausto por la causa del pueblo”.

En aquella época, a sus 33 años, después de una exitosa carrera como dirigente sindical en la región del Urabá antioqueño, el abogado manizaleño Bernardo Jaramillo Ossa oficiaba como representante a la Cámara e integrante de la Comisión de Asuntos Laborales del Congreso. Con su designación como presidente de la UP saltó al escenario nacional asumiendo un erguido papel en defensa de su organización, y también denunciando a quienes ya se habían ensañado contra este movimiento político.

Surgida como base esencial de los acuerdos de paz entre el gobierno de Belisario Betancur y las Farc, la Unión Patriótica ya era blanco de innumerables ataques del paramilitarismo, en varias ocasiones asociado con integrantes de las Fuerzas Armadas. La mayoría de sus congresistas, diputados, concejales o alcaldes electos habían sido objeto de atentados, y su máximo jerarca Jaime Pardo Leal cayó abatido por las balas asesinas, en un hecho que tuvo lugar cuando el líder político viajaba con su familia hacia Bogotá.

Ante las evidencias, Jaramillo Ossa no dudó en culpar al militarismo del magnicidio de Pardo Leal y particularmente la emprendió contra el entonces ministro de Defensa, general Rafael Samudio Molina a quien calificó como “el general de la muerte que quiere la guerra”. Como era de esperarse la respuesta de los generales fue contundente y después de recibir el apoyo del presidente Virgilio Barco, calificaron las expresiones de Jaramillo como “inmaduras, mendaces, ligeras e inapropiadas”.

Desde ese momento, las relaciones entre Bernardo Jaramillo y los sectores de derecha fueron tensas. Ni el dirigente de la Unión Patriótica se calló ni tampoco dejaron de fustigarlo los más radicales opositores de cualquier intento de negociación con la guerrilla. Fueron dos años y medio en los que semana tras semana la UP tuvo que asistir a funerales de sus miembros asesinados, tiempo durante el cual su máximo dirigente fue ganando un protagonismo político que lo convirtió en candidato presidencial.

No obstante, en medio de la violencia circundante por la guerra entre el Estado y la mafia de Pablo Escobar Gaviria, en el río revuelto empezaron a aprovechar otros grupos armados que le daban fuerza al paramilitarismo en auge. En particular, después de sucesivas matanzas para diezmar las bases políticas de la UP, especialmente en la región de Urabá, el departamento de Córdoba y el nordeste antioqueño, desataron su violencia los paramilitares de Fidel, Vicente y Carlos Castaño Gil.

En temas de narcotráfico, en especial Fidel y Vicente Castaño compartían negocios con el Cartel de Medellín. El menor de los tres hermanos, Carlos, no simpatizaba mucho con Pablo Escobar, pero cumplía una labor que de alguna manera le era útil: asesinatos a diestra y siniestra en Medellín que aumentaban el clima de terror existente. En la parte culminante de la sangrienta campaña presidencial de 1989-1990, los Castaño aprovecharon la crisis para cometer sus propios magnicidios.

Esta racha de crímenes políticos de alto impacto se inició el viernes 27 de octubre de 1989, cuando cuatro individuos asesinaron en su propia oficina al segundo vicepresidente de la Asamblea de Antioquia y miembro principal de la UP, Gabriel Jaime Santamaría Montoya. Nunca se le explicó al país cómo los sicarios se abrieron paso a través del Centro Administrativo La Alpujarra, en Medellín, sede de los gobiernos departamental y municipal, para cometer el asesinato en medio de un gran despliegue de Fuerza Pública.

No hubo custodia alguna. Los asesinos pasaron con sus armas por los detectores de metales, eludieron las imágenes del circuito cerrado de televisión y utilizando una subametralladora, asesinaron a Santamaría Montoya en su oficina. A sabiendas de que se trataba de un crimen con inocultable complicidad oficial, la Unión Patriótica, en cabeza de sus principales dirigentes, entre ellos Jaramillo Ossa, no dudaron en acusar al paramilitarismo. Con un detalle adicional, en ese momento, además de los nexos con algunas unidades de la Fuerza Pública, ya lo asociaban a Fidel Castaño Gil.

El segundo episodio sucedió cuatro meses después. Una de las personas más cercanas a Bernardo Jaramillo era la alcaldesa de Apartadó (Antioquia), Diana Cardona Saldarriaga. De hecho, en la región de Urabá, ambos habían liderado importantes procesos de recuperación de tierras y defensa sindical. La alcaldesa Cardona fue asesinada el lunes 26 de febrero de 1990, y una vez más quedó claro que, por el modus operandi de la acción, al parecer el asesinato había pasado por complicidad de agentes del Estado.

El crimen ocurrió de una manera insólita. Hacia las 5:15 de la mañana, como era su costumbre, a su casa situada en el barrio Altamira de Medellín, llegaron a recogerla supuestos agentes del DAS para escoltarla hasta el aeropuerto Olaya Herrera. Ella abordó sin prevenciones un vehículo Monza con los supuestos escoltas, y minutos después, cuando llegaron los verdaderos, ya Diana Cardona estaba en manos de sus asesinos. A las afueras de Medellín, con siete impactos de bala fue encontrada acribillada al interior del mismo vehículo en las horas de la tarde.

El primero en reaccionar fue Bernardo Jaramillo, quien no dudó en culpar al paramilitarismo y de manera particular volver a exigirle al Estado que le hiciera frente a la organización de Fidel Castaño. Además recordó que en apenas 57 días de 1990, ya habían sido asesinados 66 integrantes de la Unión Patriótica. La guerra sucia estaba en pleno furor y en la medida en que se avanzaba hacia las elecciones legislativas del 11 de marzo fue peor. La voz de Bernardo Jaramillo retumbaba por sus acusaciones.

A dos días de los comicios, en el periódico La Vanguardia de España, el presidente de la Unión Patriótica fue más allá. Acusó al gobierno de promoverse como campeón de la paz mientras cargaba sobre sus espaldas el peso de más de 5000 asesinatos políticos y, en particular, la emprendió contra el presidente Virgilio Barco, de quien dijo que se había hecho el de la vista gorda ante el vínculo abierto que existía entre militares y narcotraficantes para sostener e impulsar a los grupos paramilitares en Colombia.

El Ejecutivo dejó pasar el episodio porque en ese momento era más importante alentar la euforia desatada a raíz de la Séptima Papeleta que abrió el camino a la convocatoria de una Asamblea Constituyente. Pero una semana después del debate legislativo, el ministro de Gobierno, Carlos Lemos, con una encendida declaración devolvió los señalamientos de Jaramillo, al manifestar que el país estaba cansado de la violencia y que la prueba era cómo en las urnas había salido derrotado el brazo político de las Farc, según él, la Unión Patriótica.

Las declaraciones del ministro Lemos atizaron el fuego de la controversia con la Unión Patriótica. Y una vez más, Bernardo Jaramillo Ossa salió a responder. Calificó de “injuriosas e irresponsables” las declaraciones del alto funcionario y añadió que no tenía ningún derecho a condenarlos a muerte, pues con lo que había dicho, le había puesto una lápida en el cuello. Esta intervención motivó una caricatura de Ari, en el periódico La Patria de Manizales, donde aparecía la figura de Jaramillo, con una lápida colgada en su cuello y un letrero que decía: “La UP es el brazo político de las Farc”.

En este contexto, a las 24 horas, se produjo el atentado contra Bernardo Jaramillo Ossa. Según el reporte del Hospital Central de la Policía, a donde fue conducido en estado de inconciencia, cuatro heridas de bala en la región toráxica y el hipocondrio izquierdo, acabaron con su vida. El asesinato de Jaramillo Ossa le dio un golpe mortal a la Unión Patriótica. Pero lo que vino después del crimen fue la demostración de que como en el caso Galán, Guillermo Cano o tantos otros magnicidios, lo siguiente iba a ser la impunidad.

El asesino de Bernardo Jaramillo fue un muchacho de 16 años llamado Andrés Arturo Gutiérrez Maya. Trabajaba en una fábrica para elaboración de tizas de tacos de billar, y fue reclutado en las comunas de Medellín para perpetrar el crimen. Quienes lo hicieron le dieron una cédula falsa y hasta momentos antes de perpetrar el asesinato lo acompañaron en el aeropuerto Eldorado. El joven asesino fue capturado, pero como era menor de edad no fue a la cárcel sino a un centro de reclusión de menores infractores.

Entre tanto, el director del DAS, general Miguel Maza Márquez, sin muchos elementos de juicio, acusó al Cartel de Medellín de ser el autor intelectual del crimen de Jaramillo Ossa. Y dijo saberlo porque supuestamente el organismo había obtenido una interceptación telefónica en la que Pablo Escobar le reclamaba a uno de sus sicarios cómo iba esa vuelta. Casi de inmediato, Escobar, desde la clandestinidad negó la autoría del asesinato, se declaró admirador de Jaramillo y dijo que, por el contrario, él había mediado varias veces para que socios suyos no lo mataran.

Lo paradójico es que el mismo día, desconocidos se comunicaron a varias estaciones radiales para decir que el promotor del asesinato había sido Fidel Castaño y que ahora este coloso de la guerra era el reemplazo de Rodríguez Gacha, abatido por la Policía en diciembre de 1989. No obstante, esta hipótesis fue poco investigada. Además, el joven sicario fue asesinado junto a su padre semanas después del crimen, cuando hacía uso de un permiso para salir de su sitio reclusión. Una década después, el jefe paramilitar Carlos Castaño, admitió que un frente de antisubversión civil perpetró el crimen.

Hoy, 22 años después, el asesinato de Bernardo Jaramillo Ossa sigue en la absoluta impunidad. Pero al menos está claro que fue la organización de los hermanos Fidel, Vicente y Carlos Castaño, la que concretó la acción en el aeropuerto Eldorado. Días después también lo hizo con el candidato presidencial del M-19, Carlos Pizarro Leongómez. Los nexos entre Escobar y los Castaño siguen insuficientemente documentados. Y los de ambos frentes de violencia con agentes del Estado, también son un vacío histórico que la justicia aún podría entrar a llenar.
 

Por Redacción Ipad

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar