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La crueldad de pasar hambre

Aunque las cifras han bajado, esta semana ya se conocieron los primeros seis casos de niños muertos por desnutrición en el país. Tres de ellos ni siquiera habían cumplido un año de vida.

Diana Carolina Durán Núñez
25 de enero de 2015 - 03:23 a. m.
Los menores indígenas son particularmente vulnerables al drama de la desnutrición. En la foto, dos niños emberas de Nariño sentados sobre ayuda humanitaria. / Nelson Sierra G.
Los menores indígenas son particularmente vulnerables al drama de la desnutrición. En la foto, dos niños emberas de Nariño sentados sobre ayuda humanitaria. / Nelson Sierra G.

Colombia es un país que nada entre oleadas de paradojas: mientras aspira a ingresar al club de los países ricos, OCDE, cuya misión es “promover políticas que mejoren el bienestar económico y social de las personas alrededor del mundo”, en su territorio muere cada 33 horas un menor de cinco años por hambre. La cifra es del Instituto Nacional de Salud, pero hay otras más osadas, como la de las investigadoras del Externado Magda y Nubia Ruiz: tres niños mueren cada día por esta causa. El término oficial y políticamente correcto es “desnutrición”, que, a fin de cuentas, no es otra cosa que el hambre oculta en un disfraz que tiene que ver con la cantidad o calidad de los alimentos que se comen. Aun así, el resultado final es el mismo: el cuerpo simplemente no da más.

Es una tragedia sin fin. Esta semana el Instituto Nacional de Salud reportó que, en lo corrido del año, seis familias han enterrado a sus pequeños por hambre. Tres de ellos ni siquiera habían cumplido su primer año de vida y los otros tres estaban entre los 12 y los 15 años. De ese grupo, tres murieron el mismo día que fueron internados. Sucedió en Córdoba y en Magdalena, como recordatorio de que el año pasado en la región Caribe se presentó el 45% de los 240 casos registrados en el país. Sucedió en La Guajira, departamento que el año pasado dio sepultura a 43 de sus chiquitos porque no se alimentaban como debían. Sucedió en Risaralda, en Meta, en Nariño. El último cálculo de la ONU es que en el mundo un 26% de los niños sufren de desnutrición crónica.

Y usted, ¿sabe qué pasa en el cuerpo de un pequeño al que la pobreza no le permite alimentarse como necesita, al punto de llegar a desnutrición crónica y morir por ello? Fernando Sarmiento Quintero, coordinador de la Unidad Gastroenterológica y Nutrición de la Fundación Hospital de La Misericordia, el hospital pediátrico más grande del país, nos explicó en detalle.

“Existen tres tipos de desnutrición desde el punto de vista de la gravedad: riesgo nutricional, moderada y severa. La severa es la que presenta menor número de casos, pero es la más grave porque los niños mueren y porque deja ver que el hambre es una condición social. En el hospital la vemos principalmente como producto del desplazamiento, de la gente que se viene de las zonas rurales a engrosar los cinturones de miseria de las ciudades”. La introducción del doctor Sarmiento va en línea con una realidad que ya han denunciado organismos como el Programa Mundial de Alimentos: el destierro por la violencia afecta la seguridad alimentaria de las víctimas, pues su principal sustento eran su tierra y los animales. Los alimentos dejaron de estar al alcance de la mano.

Quien pasa hambre vive pobreza, pero en la mayoría de casos no se trata de niños que llevan un tiempo prolongado sin probar bocado: se trata de menores que llevan meses —y hasta años— alimentándose de la peor forma posible. “Sus familias no tienen con qué comprar nutrientes de calidad. Los alimentos con proteínas y ricos en calcio y hierro, (carnes, huevo y leche) y los que concentran las vitaminas y minerales (frutas y verduras) son muy costosos, , por eso, si es que pueden, compran lo más barato, carbohidratos: papa, arroz, pasta, yuca, plátano. La gente calma el hambre pero no se alimenta, y ese es el origen de los problemas”, explica Sarmiento.

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Si los niños comen muy poco, o reciben una alimentación de mala calidad con componentes desequilibrados, el resultado son las deficiencias: el organismo se resiente. Se disminuyen los niveles de calcio, de hierro y de vitamina A, principalmente. Y ese déficit, mezclado con cantidades desproporcionadas de carbohidratos que intentan sin éxito reemplazar a las proteínas, trae consecuencias.

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Se llama catabolismo: el cuerpo empieza a sacar de sus propios depósitos lo que usualmente le brinda la comida. Si el niño está comiendo de todo, pero en porciones mínimas, va a alcanzar un tipo de desnutrición conocida como “marasmo”. “Se ven con los huesitos forrados”, señala el doctor Sarmiento. La marca más común es la reducción de la talla, y lo que un niño pierde en crecimiento de esa forma no lo recupera nunca. La última Encuesta Nacional de la Situación Nutricional en Colombia (Ensin), hecha por el ICBF en 2010 —este año viene otra—, muestra que los departamentos más afectados por este tipo de hambre infame son Vaupés, Amazonas, La Guajira, Guainía y Cauca. En todos hay un buen número de comunidades indígenas.

El cuerpo es una máquina potente que no se apaga sin dar la batalla, pero es una batalla perdida si no tiene nutrientes con qué darla. El hierro es indispensable para la formación de la hemoglobina, una proteína especializada en transportar oxígeno a todos los tejidos del cuerpo. Por esa razón, los niños que pasan hambre suelen presentar anemia y la formación de sus tejidos se ve afectada. Igual pasa con la formación ósea, que se ve seriamente comprometida por la ausencia de calcio —por eso son niños más pequeños—. La falta de vitamina A compromete la integridad de la piel y de las mucosas, lo que incluye una pobre lubricación en los ojos con riesgo de lesión en la córnea: un niño que sufre de hambre puede llegar a quedar ciego.

Cuando en su alimentación predominan los carbohidratos, explica el doctor Sarmiento, la apariencia física del pequeño cambia en comparación con quienes sufren de marasmo. No están “forrados en los huesos”, al contrario, se hinchan. La causa: los líquidos que normalmente van al sistema vascular se filtran en los tejidos. Su hígado se llena de grasa y crece también. Esta condición se llama “kwashiorkor”. “Los padres, al ver a los niños ‘rellenitos’, piensan que están bien. Pero no lo están. Así como se pierde tejido muscular y desaparece el tejido graso, su potencial de crecimiento e intelecto se van a ver afectados si no se detecta a tiempo”, señala el médico.

Un niño con marasmo —que a duras penas tiene qué comer— cuenta con menos probabilidades de sobrevivir que un pequeño que sí come, pero lo incorrecto. En ambos casos, sin embargo, el hambre se vuelve un motor de estragos porque los niños necesitan tres veces más nutrientes que los adultos. Morir de hambre, como morir de sida, no es posible: lo posible es sucumbir ante alguna enfermedad que a cualquier mortal bien alimentado no tumbaría. El hambre, como el sida, afecta el sistema inmunológico y, por lo general, los niños mueren por infecciones pulmonares o gastrointestinales. Neumonía y diarrea. La diferencia entre el hambre y el sida es que sólo la última no tiene remedio hasta ahora.

—¿A los niños con hambre les duele algo, doctor Sarmiento?

—No les duele nada. Pero sufren de hambre. Y todos sabemos lo cruel que es sentir hambre.

El daño es mental también

El Espectador consultó a Jacqueline Londoño, subdirectora de la dirección de nutrición de Bienestar Familiar, quien explicó las repercusiones que el hambre tiene sobre las mentes de los pequeños que soportan este calvario: “La desnutrición produce daño a nivel cerebral y neuronal. Las dendritas, conectoras del sistema nervioso, dejan de multiplicarse. En la foto de una neurona de un niño desnutrido versus la de un niño normal se nota que la del desnutrido es poco ramificada. (El hambre) no permite que el cerebro crezca y se desarrolle normalmente”. ¿Qué quiere decir esto? “Que el niño pierde su capacidad de interrelacionarse con el mundo”, asevera Londoño. “Ni siquiera juega porque su organismo está ahorrando energías”.

Estudios recientes en Brasil, Guatemala, India y Sudáfrica lo confirman: quien pasa hambre sufre un daño irreversible en su cerebro. “Es una injusticia que a menudo se transmite de generación en generación”, ha señalado la Unicef, evidenciando así un círculo espantosamente vicioso: quien vive en la pobreza no tiene cómo acceder a alimentos que lo nutran; la desnutrición reduce las capacidades de aprendizaje; alguien sin educación sólida no tiene otro camino —aparte de la ilegalidad— para salir de la pobreza. El hambre “puede eliminar oportunidades en la vida de un niño y también oportunidades de desarrollo de una nación”, dijo alguna vez Anthony Lake, director Ejecutivo de Unicef.

Reducir significativamente la desnutrición es un propósito de Colombia y todos miembros de la ONU para 2015. El Conpes 140 de 2011 indica que la meta para este año es que la prevalencia de desnutrición crónica sea del 8%, cuando hace 25 años era del 26%. Ese Conpes enuncia también que la problemática del hambre exige “acciones estructurales que pongan fin a la inseguridad alimentaria, en coordinación con Bienestar Familiar, alcaldes y gobernadores, el sector educativo, la salud y la sociedad en general”. La sociedad en general, sí. Porque el hambre —que como cuenta el periodista Martín Caparrós afecta a 900 millones de personas en el mundo— es un crimen colectivo en el que todos, hasta los bienintencionados, somos cómplices.

Estado colombiano: tomando correctivos

El país lleva un tiempo largo intentando fortalecer los derechos de los menores. El primer paso fue adherir la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño en 1990. No obstante, pasarían 20 años antes de que se contara con un primer diagnóstico de la situación de la atención a la primera infancia.

En 2011 se creó la Comisión Intersectorial para la Atención Integral a la Primera Infancia, la cual integran la Presidencia, los ministerios de Salud, Educación y Cultura, el Departamento para la Prosperidad y el ICBF. Este grupo ha desarrollado protocolos y tomado medidas para combatir la grave problemática de la desnutrición. La Unicef señala que “los países que han demostrado voluntad y compromiso político para hacer frente a la desnutrición han tenido gran éxito a la hora de reducir la prevalencia de desnutrición crónica”, y muestra como ejemplos de esa reducción significativa a Perú, Ruanda, Etiopía, Haití y dos estados de la India: Nepal y Maharashtra.

 

75 por ciento de los niños que presentan desnutrición y reciben tratamiento pueden recuperarse, dice la ONU.

 

Al mundo no le falta comida sino corazón

¿Por qué en un mundo de 7.000 millones de habitantes, que produce alimentos para 12.000 millones, 900 millones de seres humanos mueren de hambre? Esa fue la pregunta en la que se basó el periodista argentino Martín Caparrós para salir al mundo, recorrer ocho países (Níger, Bangladesh, Sudán, Madagascar, India, Kenia, Estados Unidos y Argentina) e intentar ponerle rostro a esta gravísima problemática. La conclusión del reconocido reportero es que a este mundo no le faltan alimentos, sino corazón. “Entre ese hambre repetido, cotidiano, repetida y cotidianamente saciado que vivimos, y el hambre desesperante de quienes no pueden con él, hay un mundo de diferencias y desigualdades”, señala el autor. “El primer problema es de desigualdad en la distribución. En los países del primer mundo se tira entre el 30 y 50% de la comida”, explicó Caparrós en una entrevista con el diario El Tiempo en agosto del año pasado.

Por Diana Carolina Durán Núñez

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