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25 años buscando verdad para llorar a sus muertos

La fatídica jornada en la que la insensatez y los excesos redujeron a cenizas el ímpetu de la Justicia y los sueños de decenas de familias.

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Giovanni González Arango
06 de noviembre de 2010 - 09:00 a. m.
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Una ráfaga estruendosa e interminable arrasaba con fiereza la inmaculada figura de una Justicia agonizante; la elocuencia y la gloria de quienes con enjundia la defendían se ahogaron entonces en el hedor de una iracunda fiebre de venganza, en el ocaso de una mañana desconcertante, como crueles habían sido ya otras jornadas en la Plaza del Libertador. Una caravana mortuoria, como la que cerraba la revuelta del 48 respondía impávida a la irracionalidad de la rebeldía 35 años después.

El costo de la barbarie

Casi sin ser advertidos cruzaron la línea de la sensatez 35 inconformes que, escudados en reivindicaciones y consignas libertarias, profanaron el alma de uno de los pilares del Estado montesquiano. El M-19, tomando en su nombre el poder  de ajusticiar que nadie le concedió, se adentró en el corazón de la Justicia, amenazando la vida de quienes muchos coinciden en identificar como la nómina más brillante hasta ahora alcanzada en esta Rama del Poder, para exigir por la fuerza el inicio de un proyecto, que aunque sonara paradójico, se jactaba de democrático.

Los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado y centenares de transeúntes, trabajadores y juristas  se convirtieron en la carne de un cañón sanguinolento, ávido de muerte y destrucción, cuando los tanques aparecieron en la escena, anunciando la trágica respuesta de unas Fuerzas Militares dispuestas a pagar el precio más costoso en nombre del Imperio de la Ley.

La violencia con la que los insurgentes agraviaron al poder judicial, irrumpiendo en un recinto hasta entonces sagrado para el juriscosulto, tanto como lo era para el ciudadano, fue atenuada con “desproporcionada” ardentía, dirían futuros jueces, por las Fuerzas del Orden. Pese a las súplicas de quienes indefensos yacían en el interior del Palacio de Justicia, los militares hicieron oídos sordos a las exigencias de los agresores para iniciar un juicio político contra el presidente Belisario Betancourt.

Como los antiguos romanos lo hicieron en su obstinada carrera por conquistar el viejo mundo, los agentes castrenses se aferraron a la fuerza de las armas para poner fin a la toma, un camino valiente como pavoroso lo fue para la misma Roma, que vio caer la grandeza de su reino con la misma fórmula guerrera

Entonces la razón cruzó el límite que el creador consagra a nuestra especie, para opacar la humanidad y hacer emerger el odio de quienes se empecinaban en anteponer ideales rotos y controvertidos en su misma esencia, bien fuera en nombre de la Ley o de rebeldía. El sentimiento no afloró más que para  responder con rabia y venganza, mientras el corazón de desmoronaba en una mar de llanto que para muchos se haría eterna.

La vida se hizo frágil, como un castillo de naipes, e inestable, como lo es la arena entre los dedos, que se escapa ante la impotencia de quien pugna por conservarla. La esperanza se volvió una necesidad que para muchos era inalcanzable en medio de la angustia y la víspera visible del dolor que quedaría en el hombre que nunca vio crecer a la descendencia de su hijo; en la pequeña a la que le cortaron su anhelo de crecer al lado de su padre; el del bebé que se quedó esperando la visita de una madre que no llegaría nunca más o el del hombre que no volvió a morir de risa cuando su hermana le leía las tiras cómicas.

Se fraguaba así un holocausto que no sólo se llevaba hacia la eternidad de lo inasible algunas de las mentes más brillantes del derecho colombiano; también hurtaría de entre las fibras más sensibles del ser los sueños, las ilusiones, los proyectos, los compromisos y todo cuanto emerge del encuentro íntimo entre los hombres y que llena de sentido la existencia.

El drama de los desaparecidos

Nunca hubiera imaginado el pueril Juan Francisco Lanao Anzola las infames determinaciones del destino que, caprichoso, le privaría de celebrar por primera vez en su corta existencia el onomástico de su padre. A sólo dos días de la faena, la llegada a la guardería marcaría el fin de lo que sería la relación con su mamá, Gloria Anzola, a quien conocía sólo un año después de haber aflorado al exterior de entre su vientre.

Como todas las mañanas, se despidió de él con un beso amoroso, de imperceptible esencia premonitoria que, tal vez inadvertido, se dibujaría en su mejilla para el resto de los días. Eso fue poco antes del horror; horas más tarde descendió al ardor del infierno al que nunca fue llamada a padecer, el mismo que vivió su tía abuela, la magistrada del Consejo de Estado Aidé Anzola, sobreviniente en esa horrible noche de más de 1.700 minutos para la justicia colombiana.

El infernal escenario en el que se convirtió el Palacio profanado, que calcinó a muchos y resucitó a otros tantos, pareció absorber en sí mismo a Gloria y a otras diez personas, cuya evidencia física, después de 25 años, es todavía un misterio. El pequeño Juan Francisco, con apenas un año de edad, tuvo que renunciar para siempre a una madre de la que nunca pudo disfrutar, pese a la búsqueda en la que se internó su padre a unas horas de su desaparición.

“Hubo unas llamadas a la casa –que sabemos dónde estudia su hijo, mejor deje la investigación en paz”, recuerda él a sus 26 años, consciente de la pérdida que le dejó un país al que no ha podido recordar con orgullo, pese a la búsqueda de un vínculo que pueda hacer de su 'colombianidad' un fervor.

“Cuando a mí me preguntaban desde Ecuador por Colombia, yo lo asimilé así, decía - es un sitio donde hay mucho terrorismo, mucha violencia-. Yo estaba chiquitico, mi mamá entró al Palacio de Justicia y explotó”, recuerda el joven, quien admite que sólo hace nueve años tuvo conciencia de la dimensión de su propio drama frente una ausencia que jamás podrá suplir.

El holocausto del Palacio de Justicia sembró un dolor de patria tan difícil de cargar en Juan Francisco como trascendental fue la metamorfosis que sufrió René Guarín Cortés por la desaparición de su hermana, la licenciada en Ciencias Sociales de la Universidad Pedagógica Nacional, Cristina del Pilar Guarín, quien a regaña dientes aceptó ser la cajera de la cafetería, antes de su anhelado viaje a España.

“Si hay algo que dibuja a René Guarín Cortés es el Palacio de Justicia y si hay algo que dibuja el tema del Palacio de Justicia es René Guarín Cortés; son como dos conceptos que van de la mano. Mucha gente me lo ha dicho (…) Casi que hice de esto la razón de ser de mi vida”,  precisa, al remembrar a la mujer que le robó las carcajadas de más grata recordación en su infancia, cuando le leía las tiras cómicas, en una estimulante labor pedagógica que fue su puerta de entrada a al mundo lector.

Cristina fue una de las personas que me enseñó a leer; yo de ella guardo un muy grato recuerdo los domingos porque ella me leía las tiras cómicas; yo no sabía leer, pues yo tendría unos tres o cuatro años y ella unos diez u 11. Me leía las tiras cómicas y yo me reía con ella”, indica.

Tanto René como Juan Francisco, hijos de una tragedia que muchos se niegan a reconocer como suya, coinciden en rescatar la trascendencia de la verdad como un valor innegociable, que honrosos alzarían como el más apetecido de los trofeos, aún cuando ello sacrifique el impartir castigos a los responsables de su dolor.

Alejandra Rodríguez, con sólo 35 días de nacida en la época de los hechos, también se vio obligada a relegar el anhelo de que su “papito”, Carlos Augusto Rodríguez, volviera a la tierra en uno de esos rayos “enviado por Diosito”, como tiernamente alertaba a su madre, Cecilia Cabrera, bajo una noche lluviosa en la que aún no se percataba del espantoso desenlace de un sueño que se agotó antes de emerger en su conciencia.

“Fue una película de terror ver el Palacio en llamas y a veces uno piensa que los niños que vean eso deberían entender que una realidad de esas les debe causar horror. Realmente, es de película; no pareciera que fuera la realidad”, advierte Cecilia, quien dejó su trabajo en la caja de la cafetería, que fue asumido por la hija de los Guarín, viejos amigos de la familia Rodríguez.

La desaparición de su esposo, el administrador, no parecía ser un lamentable imprevisto; insiste en poner sobre la mesa evidencias aparentemente claras de lo que fue un plan guerrero más audaz que aquel que viviera Troya en su noche más fatídica. Las llamas no fueron para ella la consecuencia inevitable de un combate fiero entre valientes y la pérdida de su ser querido fue la respuesta del odio visceral al enemigo.

“El Ejército llevó armas y llevó estopas para comenzar el fuego y así lo dijo la Fiscal. Fueron los militares quienes provocaron el incendio, porque no puede ser que entren 40 guerrilleros que no llevaban gasolina, ni nada por el estilo (…) Ellos (los integrantes del Ejército), se encontraban en acuartelamiento de primer grado, de donde se tiene la certeza de que ellos sí sabían, porque desde el día anterior estaban preparados”, sostuvo.

Aquella costumbre de llorar por ese alguien que vive en la tierra de nadie porque su muerte no es la evidencia de la consumación de su existencia, también se convirtió en el día a día de Don Jaime Beltrán, a quien la desaparición de su hijo homónimo lo llevó a internarse en una lucha por la verdad que hasta hoy le ha dejado ondas decepciones, pero no las suficientes aún para hacerlo desfallecer.

“Hace 25 años que desapareció mi hijo y estamos todavía  en pie de lucha con tesón, fortaleza, con esperanza de que algún día veamos la justicia brillar, pues para nosotros sólo ha habido humillaciones, tropiezos, nada positivo; se dice que hay un condenado a 30 años, entre paréntesis, porque está como un pachá, burlándose miserablemente de nosotros y de la Justicia”, insiste.

A diferencia de René y Juan Francisco, tanto Don Jaime como Cecilia, se niegan a conceder el perdón judicial a los guerreros que, aún cuando hubieran actuado bajo las consignas humanistas o legalistas que adujeron esgrimir en la vergonzante batalla, les arrancaron una parte de su historia, que terminó integrando el más pavoroso capítulo de nuestro pasado reciente como Nación.

Las cenizas y las cicatrices aún abiertas en los corazones de cientos de colombianos victimizados por el holocausto son el único vestigio de la existencia de 95 compatriotas que cayeron arrastrados por la ira enfermiza que se llevó una guerra que se sigue librando, llevando adherida a su indeseable halo a cientos de desaparecidos que, como los 11 civiles de la cafetería del Palacio, siguen a la espera de que  la Justicia les devuelva su lugar en el mundo de los vivos, aunque sea ese paradero desconocido al que van quienes dejan de existir.

Por Giovanni González Arango

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