Buenos Aires, escampadero de los Escobar y Rodríguez

Revelaciones del libro “Sinaloa, Medellín, Rosario” (Editorial Planeta Argentina), del prestigioso periodista de investigación Gustavo Sierra, que cuenta cómo los narcos se trastearon desde Colombia hacia la capital y esa provincia argentina. Fragmentos que ilustran el creciente fenómeno.

ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
22 de octubre de 2017 - 02:00 a. m.
“Sebastián Marroquín”, hijo de Pablo Escobar, es arquitecto y tiene una empresa inmobiliaria en Puerto Madero. / Archivo
“Sebastián Marroquín”, hijo de Pablo Escobar, es arquitecto y tiene una empresa inmobiliaria en Puerto Madero. / Archivo

El Gobierno colombiano ya había usado a la mujer y los hijos de Pablo Escobar para atraerlo y capturarlo. No los necesitaba más. Si se quedaban en Colombia no iba a faltar el que quisiera volver a utilizarlos para encaramarse como el sucesor del Patrón. Fue cuando decidieron darles una nueva identidad a la mujer y a los chicos, y enviarlos a algún país “amigo”.

Salieron de Bogotá con los nombres de Isabel Santos, Sebastián Marroquín, de 16 años, y Juana Marroquín, de 5. Fueron a Mozambique, pero no se pudo llegar a un arreglo final con las autoridades. En diciembre de 1994 llegaron, finalmente, a Ezeiza. El gobierno argentino de Carlos Menem estaba dispuesto a hacer la vista gorda ante un pedido no sólo del Gobierno colombiano, sino por un mensaje clasificado que provino de la Embajada de Estados Unidos, firmado por el director de la DEA.

“Isabel” (La Tata Henao), sus hijos y la novia de “Sebastián”, María Ángeles Sarmiento (también una identidad reservada) se fueron a vivir al country Las Praderas de Pilar, el barrio de moda en ese entonces, a unos 50 kilómetros del centro de Buenos Aires. La mujer comenzó a hacer negocios inmobiliarios, el hijo mayor estudió diseño industrial en la escuela ORT de Belgrano y la chiquita iba a una escuela bilingüe cerca de su casa.

Hasta ahí una vida bucólica de una viuda adinerada con sus dos hijos que venían a hacer inversiones en la economía argentina que había descubierto la apertura. Hasta que se tropezó con un “vivillo” argentino, el contador Juan Carlos Zacarías, que se convirtió en su asesor financiero y también su amante. Y en marzo de 1999 la viuda de Escobar se presentó ante la justicia para denunciar que Zacarías la había estafado.

El contador contraatacó dando la verdadera identidad de la viuda a la policía y al periodista Samuel Gelblung. El 15 de noviembre de 1999, en el programa Memoria, se descubrió la verdadera identidad de esa mujer que denominan “La viuda blanca”. De inmediato intervinieron dos personajes de la justicia argentina, el comisario Jorge Fino Palacios y el fiscal Gabriel Cavallo, que tenían el dato desde hacía meses, pero que no habían podido localizar a la mujer. Cuando los productores del programa mostraron el edificio donde vivía la familia de Escobar, en la calle Jaramillo al 2000 del barrio de Núñez, decenas de policías asaltaron el departamento como si allí se fueran a encontrar con el Patrón y cientos de sus sicarios.

Argentina se enteró, finalmente, de que la familia del narcotraficante más poderoso y famoso del mundo hasta ese momento vivía en Buenos Aires. Era el comienzo de una larga lista de colombianos que fueron llegando para instalarse, descansar, encontrar refugio y, por sobre todo, seguir enviando grandes cantidades de cocaína hacia Europa. Y dejar otro “poquito” aquí, para consumo interno.

La viuda de Escobar terminó en la cárcel por “lavado de dinero del narcotráfico” y se pasó en Ezeiza 18 meses. Su hijo, “Sebastián”, estuvo preso 45 días. Quince años más tarde la viuda fue sobreseída por falta de pruebas. En tanto, su hijo se recibió de arquitecto en la Universidad de Palermo, se casó con su novia colombiana y todos armaron una empresa con oficinas en Puerto Madero desde la que compran departamentos en mal estado, los remodelan y los venden a precios de Manhattan.

Nadie deja de sospechar de que por entre medio se lava algún dinero que aún queda de los innumerables emprendimientos de Pablo Escobar y el cartel de Medellín. Esto, más allá de que su hijo “Sebastián” haya viajado a Colombia por primera vez en 2008 para pedir “perdón” a las víctimas de su padre y visitar su tumba. De paso promocionó un documental, Los pecados de mi padre, en el que cuenta la historia de los Escobar Henao y con el que intenta sacarse de encima su estigma. Pero muchos en Colombia piensan que todo eso es una simple puesta en escena de un muchacho que sigue disfrutando de un bienestar que es fruto de la sangre de muchos.

***

Juan Miguel Rodríguez Arbeláez, el Químico, uno de los hijos de Miguel Rodríguez Orejuela, nació en Cali en 1976 y vive en Argentina desde 2009. Fue el único hijo varón del matrimonio con Amparo Arbaláez Pardo y su heredero con el negocio del fútbol. Manejó el club (América de Cali) desde que su padre fue apresado hasta, por lo menos, 2008, cuando dice haberse alejado porque lo acusaban de robarse US$4,7 millones de pases de jugadores y por haber recibido amenazas de muerte por parte del nuevo presidente del club.

Juan Miguel sigue siendo un intermediario en la compra y venta de jugadores, maneja a varios de los colombianos que juegan en el fútbol argentino. También se lo vincula con otro episodio lamentable de este deporte cuando supuestamente fue un intermediario entre la dictadura del general Videla y la Asociación del Fútbol Peruano con la que se hizo un arreglo por varios millones de dólares para que la selección argentina, dirigida por César Luis Menotti, lograra “la hazaña” de ganarle a la representación de Perú por seis a cero y pasara a la final del Mundial de 1978.

Desde su departamento del barrio de Palermo, Juan Miguel también sigue al frente de lo que le queda de la controvertida cadena de 883 farmacias Drogas La Rebaja, creada por su padre y su tío, y que siguió siendo manejada por una supuesta cooperativa de empleados.

* Se publica con autorización de Gustavo Sierra, periodista del diario argentino Clarín. En 2012 escribió el libro El cartel de Bagram, basado en su experiencia como corresponsal de guerra en Afganistán y ha recibido premios como el Maria Moors Cabot.

 

Por ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

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