En una ceremonia desbordada de lágrimas y de recuerdos del periodismo en una de las épocas más oscuras de Colombia, el Estado asumió responsabilidad plena por el asesinato y la sostenida impunidad en el caso del periodista Julio Daniel Chaparro y el reportero gráfico Jorge Torres Navas, de El Espectador. El equipo de trabajo, cuya misión era reportear una reciente masacre en Segovia (Antioquia), fue fusilado por un grupo de sicarios, al parecer del Ejército de Liberación Nacional (ELN), el 24 de abril de 1991. A 34 años del crimen, el Estado ofreció excusas a las familias de las víctimas y se comprometió a realizar una investigación más exigente.
El expediente establece que, aunque en los años 90 estuvieron detenidos algunos sospechosos del crimen, miembros del ELN, la justicia jamás logró una sola condena. De hecho, ha sido tan escasa la respuesta de las autoridades que, en 2020, la única opción que tuvo la Fiscalía fue acusar a alias Gabino, Pablo Beltrán y Antonio García, integrantes del Comando Central del ELN. Como Colombia nunca respondió, las familias Chaparro y Torres buscaron ayuda en la justicia internacional en 2010, llevando el caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Cidh). Ante este organismo, este gobierno llegó a un acuerdo de solución amistosa con las familias, para evitar condenas futuras.
En palabras de Yebrail Haddad, director de defensa jurídica internacional del Estado, “este acuerdo no es un mero acto de legalidad, se trata de un acto de humanidad, dignidad y respeto. Es un homenaje a Julio Daniel y a Jorge, a sus compañeras de vida, a sus madres, hijas e hijos, quienes han sostenido con amor y dignidad la memoria y la exigencia de justicia durante más de tres décadas. El Estado colombiano rechaza con firmeza esta violencia y se compromete a buscar garantizar que nunca más un periodista sea asesinado por ejercer su labor”. Asimismo, el funcionario se comprometió a cumplir los acuerdos pactados con las familias, entre ellos realizar una investigación más exhaustiva del crimen.
El primer familiar de víctimas en tomar la palabra fue Daniel Chaparro Díaz, hijo del poeta y reportero. Recordó las veces que buscó respuestas en los fiscales del caso, quienes habían hecho tan mal su trabajo que parecían documentarse y sorprenderse con lo que él mismo les contaba. “Pensé en la justicia como un perro chiquito, torpe y distraído que da vueltas para morderse su diminuta cola. Pensé en enviarles de regalo a los fiscales huesos de carnaza para cachorros. Lo pensé, pero no lo hice. Se dice fácil, pero es ignorancia, incompetencia, impunidad”, señaló. Y dejó unas preguntas que, hasta ahora, nadie ha respondido: “¿Cuáles fueron las consecuencias de ese doble homicidio en Segovia? ¿Cómo medir la anchura de ese silencio?”.
Diana Torres Mora, hija del fotógrafo Torres, fue la segunda en hablar. Con el recurso de la metáfora, inició hablando de la carrera de su padre, quien es responsable de “miles de ráfagas de las que sí deben existir”. Trayendo a colación la famosa canción del rapero Canserbero, aquella que dice que “no se muere quien se va, se muere quien se olvida”, contó cómo Torres era reconocido por su icónica habilidad para retratar la adrenalina de un momento, la alegría de un evento y la profunda tristeza de una tragedia, como la que pensaba eternizar en Segovia. No pudo continuar cuando las letras que tenía enfrente decían que un “día como hoy, hace 34 años, fue la última vez que lo vi”. Este 24 de abril se cumple exactamente esa fecha.
Por su parte, Jonathan Bock, director de la Fundación para la Libertad de prensa (FLIP), aprovechó sus minutos en el micrófono para resaltar el valor de quienes lucharon durante años para el reconocimiento que hizo el Estado. “Son las familias de las víctimas quienes han sido agentes de memoria, quienes han resistido el olvido y han desafiado los relatos que minimizan y justifican la violencia. Ustedes, madres, padres, hermanas, hermanos, hijas e hijos han convivido durante décadas con estas ausencias, muchas veces en silencio y en lo privado, y, aun así, han exigido reconocimiento, han sostenido sus recuerdos y emociones y han mantenido vivida la historia frente a políticas de negación”.
De esta manera, Colombia reconoció responsabilidad plena por violaciones a los derechos a la vida, integridad personal, garantías judiciales, libertad de pensamiento y expresión, y protección judicial. Para la fecha en la que Chaparro y Torres fueron asesinados, adelantaban la quinta entrega de la serie “Lo que la violencia se llevó”, una seguidilla de crónicas sobre la guerra y las masacres en Colombia, las cuales, para 1991, ocupaban los titulares de prensa por la crudeza empleada y el terror causado en las poblaciones más vulnerables. Justamente, tres años atrás, en Segovia una cuadrilla de paramilitares, con complicidad del Ejército, irrumpieron el municipio con vehículos, abriendo fuego y arrojando granadas que dejaron 46 víctimas.
Chaparro y Torres llegaron a Segovia con la intención de redactar una crónica y hacerle registro fotográfico al presente del municipio, adicionando las habilidades artísticas de ambos, quienes, en sus dones respectivos, eran sensibles poeta y fotógrafo. De hecho, para 1991, Chaparro ya había publicado dos libros de poesía y era reconocido por plasmar las herramientas más bellas de esa técnica en sus escritos para este diario. Torres, por su parte, había sido galardonado con el premio Planeta por su trabajo sobre la violencia en Colombia. Asimismo, el fotógrafo había desarrollado su carrera profesional en deportes y cultura.
En abril de 1991 inició la investigación por el homicidio de Chaparro y Torres, concluyendo en principio con la privación preventiva de la libertad de los milicianos del ELN Ramiro Madrid, Joaquín Lezcano, Esaú Córdoba, Leónidas Gaviria, Jorge Mosquera y Humberto Zapata, por rebelión. Dos años después, la Fiscalía llamó a juicio a tres de esos procesados, pero, en 1994, revocó esa resolución, y le otorgó la libertad a todos los inicialmente vinculados con el crimen. Ese mismo año, el ente investigador abrió otra indagación preliminar, pero alegando que no fue posible identificar a los autores de los hechos, suspendió el expediente en 1999.
A mediados de los 2000, la Fiscalía reactivó el caso y la asignó a una unidad de Derechos Humanos, que recién en 2011 profirió una resolución inhibitoria contra cuatro de los procesados, quienes, ante el imparable paso del tiempo, fallecieron. La Fiscalía siguió con sus negativas, justo para junio de ese año, cuando se inhibió de considerar el crimen como uno de lesa humanidad. Aun así, alcanzó a considerarlo como uno de guerra, por lo cual es imprescriptible y debe investigarse a perpetuidad. El ente investigador nunca ha considerado las muertes como eventos relacionados con su condición de periodistas. Y, 34 años después, las familias lo único que saben es que los fiscales, quienes deberían ser sabuesos especializados, apenas y pueden morderse la cola.
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