¡Disparos, disparos, solo disparos y gritos de horror!, es lo primero que se viene a la memoria de Cristian Isaza Carmona al recordar la mañana del 15 de agosto de 2000, cuando la muerte llegó vestida de camuflados hasta la vereda La Pica, de su natal Pueblorrico (Antioquia), y se llevó con ella a seis de sus compañeros de escuela, entre estos a su hermano de nueve años, Gustavo Adolfo Isaza Carmona, a quien vio agonizar con su cuerpo bañado en sangre y corriendo por las montañas intentando salvarse de morir víctima de las balas inclementes y asesinas.
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Cristian tenía entonces solo seis años y si no fuera por el suceso, seguramente la fecha no tendría para él ninguna recordación y menos algún significado en su memoria. Pero lo ocurrido aquel día marcó tanto su vida que pasados 24 años él relata casi en detalle lo sucedido. La voz se le quiebra al contar los hechos: “Fue una mañana trágica, de sol, nosotros estudiábamos en una escuelita de la vereda, y los profesores y los alumnos más grandes tuvieron la idea de hacer una caminata a un lugar cercano de la escuela, el paseo quedó programado para ese día y todos salimos juntos”.
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De acuerdo con su relato, a la caminata se sumaron prácticamente todos los alumnos de la escuela, entre 40 y 45 niños, una profesora, su esposo y otros dos adultos, según sus cuentas. Como se trataba de una Institución Educativa Rural, solo había primaria. Cristian estaba en segundo grado y su hermanito Gustavo Adolfo en quinto. Ninguno de los estudiantes pasaba de los diez años. “Como éramos tan chiquitos, no fue fácil que los papás nos dieran el permiso. A mi hermanito y a mí, mi papá nos dejó ir a última hora, todo iba a ser muy divertido”. Y así pintaba el paseo. Los niños marchaban felices por las montañas de La Pica, vereda a una hora del parque del pueblo, con sembrados de caña, café y plátano.
“Íbamos con la ilusión de pasar un día cantando, felices, muy contentos, nos sentíamos libres, ni siquiera llevábamos uniformes, sino ropita normal, de blanco, de azul, de rojo, solo colores bonitos, colores vivos, que se veían a cientos de metros de distancia. Íbamos trepándonos a los palos a coger guayabas, y al ratico llegamos a una parte más alta, una manga abierta”.
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Según su narración, desde el inicio de la caminata hasta llegar al despoblado habían transcurrido entre 15 y 20 minutos. “A mí me falla un poco la memoria, porque era un niño y porque he tratado mucho de olvidar ese acontecimiento”, agrega. Ese mañana de sol se volvió la más oscura vivida en Pueblorrico desde su fundación como municipio, el 16 de marzo de 1911, hace 113 años. “A partir de ese momento yo solo recuerdo ¡disparos, disparos, disparos y disparos! Y los gritos, el llanto, todos salimos a correr por su lado en un lapso de aproximadamente 30 minutos en los que todo eran ¡disparos!”, recuerda.
La masacre
El desenlace de los hechos, Cristian lo vino a conocer casi una semana después en una habitación del hospital General de Medellín, a donde fue trasladado con heridas en su espalda y en el pecho. Allí le dijeron que el ataque había dejado como consecuencia la muerte de seis niños, entre 6 y los 10 años, y heridas en otros cuatro, también alumnos de la escuela rural. Le contaron que su hermano llegó muerto al hospital del pueblo.
Este lamentable suceso se conoce como la masacre de Pueblorrico y se sabe que los autores del ataque fueron soldados de la Cuarta Brigada. Los seis niños que murieron fueron identificados como Paula Andrea Arboleda Rúa (8 años) y su hermano Alejandro (10 años); Marcela Sánchez (6 años), Hárold Giovani Tabares Tamayo (7 años), David Andrés Ramírez López (10 años) y Gustavo Adolfo Isaza Carmona (9 años), el único hermano de Cristian, de quien conserva todos los recuerdos de lo vivido, tanto en su casa familiar como en la escuela misma. Los heridos fueron, además de Cristian, César Arboleda Rúa (10 años), Oswaldo Andrés Muñoz Madrid (7 años) y Andrea Sánchez (15 años).
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“Claro que recuerdo a mi hermanito. Él era como mi protector, usted sabe lo que significa un hermano mayor cuando uno está en la escuela. Era un niño muy inteligente, imagínese, tenía nueve años y ya estaba en quinto y estaba recibiendo clases de computadores por aparte, porque él quería ser importante, no quedarse de campesino, era muy teso”, recuerda Cristian, que se quedó como único hijo, pues sus padres no se aventuraron a darle más hermanos, “tal vez por el temor de perderlos o que les pasara lo mismo que a Gustavo”.
Remanso de muerte
Conocido como el remanso de paz del suroeste, en Pueblorrico muchos habitantes consideran la matanza de los niños de la escuela La Pica como el mayor y más grave hecho de violencia que ha sufrido la población en sus 113 años de historia como municipio. Y sienten que este caso dejó a la población marcada para siempre.
Al horror que significó esta tragedia se suma que hasta el momento las familias de las víctimas sienten que no ha habido una reparación por los hechos. Cristian, que fue uno de los cuatro heridos que sobrevivieron, cuenta que tres años después de cometidos los crímenes, las familias recibieron una indemnización de entre $30 y 35 millones, lo que él y los otros beneficiarios consideran una suma irrisoria y que en nada compensa la gravedad de los hechos y las marcas y secuelas que el atroz acontecimiento dejó en sus familias y en el alma de la vereda y el pueblo.
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“A mí en particular ese hecho me marcó física y mentalmente de por vida. Fue un proceso muy difícil, muy duro, ese año no volví a estudiar, luego volví, poco a poco, pero le perdí el interés al estudio desde 2005 y no alcancé a ser bachiller. Yo ahora analizo y veo que me marcó, porque antes de eso yo era normal, he tratado de que eso no afecte mi vida o mi entorno, pero inconscientemente me afecta, porque uno estar tan niño y pasarle eso tan aterrador…”, rememora Cristian Isaza.
Entre los acontecimientos que con más dolor recuerda están el ver a su hermano empapado en sangre corriendo, la lluvia de disparos, el correr y correr de todos en diferentes sentidos y el no saber ni quién estaba disparando, porque los agresores atacaron ocultos entre los matorrales.
“Nosotros no sabíamos si era la guerrilla o paramilitares, por acá no se había visto eso en ese entonces, pero lo que menos imaginaba uno era que se trataba de soldados”.
Cristian, el único sobreviviente del caso que quiso recordar los hechos en parte para insistir en la necesidad de que se haga justicia, también dice que uno de los niños muertos era su mejor amigo de la escuela: “Yo era muy amigo de un angelito que se llamaba Hárold Tamayo, tenía seis años, siempre íbamos juntos a la escuela porque éramos de familias vecinas, lo recuerdo mucho. De las niñas muertas tengo recuerdos como compañeritas”.
Otras narraciones de los hechos cuentan que David Ramírez, otra de las víctimas mortales, al sentir que en un momento habían terminado los disparos, salió corriendo a esconderse detrás de un barranco más seguro, pero esto motivó a que las ráfagas se reactivaran y fue alcanzado por las balas, que segundos después segaron su vida. Para Cristian, los disparos se prolongaron por casi treinta minutos, tal como lo reseñaron en su momento los medios de comunicación. Y en su criterio, los uniformados tuvieron que darse cuenta de que se trataba de niños porque la distancia entre los atacantes y ellos no superaba los cien metros. Además, era una mañana de sol pleno en la que lo único oscuro fueron los asesinatos de los seis estudiantes.
La impunidad
Sin embargo, tras más de dos décadas de ocurrida la matanza, los militares nunca han reconocido intención o dolo. Citado por el portal Verdad Abierta, el comandante del Ejército en ese momento, el general Jorge Enrique Mora, explicó a El Espectador que se trató de “un intercambio de disparos” en el que “los guerrilleros (del Eln) venían adelante y se mezclaron con los niños, y el Ejército no los vio y ahí murieron”. A estas declaraciones se sumaron las del entonces comandante de la Cuarta Brigada, el general Eduardo Herrera Verbel, quien añadió que “en la persecución de los guerrilleros, estos se metieron entre una excursión de niños de la escuela y dispararon a la tropa”, a lo que esta reaccionó dejando el trágico balance de los seis niños masacrados.
Pero el peso de los hechos y las evidencias, además de la presión de los padres de las víctimas, llevaron más tarde a que se descartara el presunto enfrentamiento con guerrilleros y las Fuerzas Militares reconocieran el hecho como un “error militar” sin dolo, sin intencionalidad de matar a los niños. “Este no es un tema de violación de derechos humanos, sino de un posible error humano. Nunca, y eso creo que está fuera de toda discusión, hubo dolo, nunca hubo intención de los soldados de producir muertes, menos de niños”, diría tres días después el ministro de Defensa de la época, Luis Fernando Ramírez Acuña.
Estas declaraciones, sin embargo, no sirvieron para que se lograra justicia con condenas para los militares implicados en el caso. En total, 15 soldados al mando del sargento primero Jorge Mina González, para quienes la Fiscalía 11 Penal Militar pidió sentencias condenatorias, a pesar de haber considerado el caso como un error militar. Estas condenas no se tradujeron en cárcel para ninguno. Solo en 2003, el Ministerio de Defensa ordenó indemnizaciones para unas cincuenta personas, hecho que no satisfizo a las familias, que esperan un reconocimiento de culpabilidad de parte de los militares, una reparación total para las víctimas y que los tribunales internacionales de justicia declaren al Estado colombiano como culpable de estos hechos.
“Yo mismo como víctima no he sido reparado. A mí me mataron a mi hermano, a mis amigos, me entró una bala por la espalda y me salió por delante, mi mano izquierda es disfuncional, no me funciona con normalidad, no tiene fuerza y a veces duele”, argumenta Cristian. Se lamenta, también, de que su padre, ya con 67 años, igual que su madre, no gozan de una pensión ni ningún beneficio adicional, en contraste con los, según él, “privilegios” que tienen los miembros de grupos armados, que tras la firma de la paz disfrutan de curules, pensiones y apoyo económico.
“Mi padre tiene que luchar para vender un racimo de plátanos para poder comer y llevar algo a la casa”, dice Cristian, que actualmente trabaja en una ferretería del pueblo y tiene un niño de seis años en el que ve reflejada la memoria de su hermano Gustavo. Siente que existe un gran parecido entre ambos y esto tal vez le ayuda a mitigar un poco la pena.
Hay que decir que en noviembre de 2019 hubo un fallo judicial que en su momento pareció abrir un portal de esperanza para las familias de las víctimas. Se trató de una sentencia del Consejo de Estado que emitió una condena contra el Ejército por la masacre de los niños y ordenó una reparación económica para las familias. “Nosotros estábamos en Medellín en un encuentro de víctimas a nivel nacional que duró varios días, allí relatamos el caso nuestro y en ese momento se conoció la sentencia, lo celebramos llorando, con abrazos, porque al fin iba a haber justicia”, recuerda Cristian.
Pero todo terminó en frustración, porque la sentencia solo benefició a los esposos Hernando Ernesto Higuita Echavarría y Lucy del Carmen Vélez Velásquez (profesora de escuela) y sus hijos, quienes habían sido los demandantes contra el Estado por los sucesos de la vereda La Pica.
En su fallo, el alto tribunal consideró que “los demandantes se vieron obligados a abandonar su domicilio y sus actividades laborales, políticas, sociales y afectivas en Pueblorrico, lo que repercutió a nivel económico, emocional y familiar. También han sufrido las marcas dejadas por los hechos vividos en la vereda La Pica, la impresión, el temor que les fue ocasionado, situación que persiste producto de anteriores amenazas”.
Cabe la pregunta de si estas mismas afectaciones no las sufren las familias de los seis niños asesinados, máxime que la familia beneficiaria de la sentencia no contó con allegados entre las víctimas fatales. Para estos solo hay seis lápidas en el cementerio del pueblo, cuatro de ellas juntas en una de las galerías centrales, concretamente las de Hárold Tabares, Marcela Sánchez, David Ramírez y Gustavo Isaza; y en otra galería las de los hermanos Paula Andrea y Alejandro, pero ni un monumento o un lugar que evoque su memoria como víctimas de uno de los hechos de violencia más dolorosos de la historia de Antioquia y del país, por el que, paradójicamente, ninguno de los culpables o autores ha pagado un solo día de cárcel.
Por esto, en Cristian no hay mucha fe ni esperanza, aunque dice que no desistirá en luchar, mientras confiesa aversión hacia los militares. Este se traduce en un rechazo al uniforme del Ejército, a su decisión de nunca haber prestado el servicio militar y enrostrarles, cada que puede, lo que hicieron el 15 de agosto de 2000 hicieron en su vereda.
En una pared de su vivienda hay colgado un cuadro con las fotos de los seis niños, igual que en una mesa les tiene un altar con velas, la misma foto y la imagen de la virgen con otros santos alrededor. Es su forma de invocar el recuerdo y no permitir el olvido. “Él trata de no hablar de este tema conmigo, lo que sé, me lo ha contado su mamá (Argemira Carmona), porque él nunca me contó nada”, dice Paula Andrea, la esposa de Cristian, que trata de llevar una vida normal, pero sin evadir las marcas de aquella triste y fatal mañana de agosto de 2000 en la que una caminata escolar terminó en una masacre infantil, una marca de dolor que va tatuada en el corazón de Cristian y de los allegados a los niños muertos.
Una pregunta final, Cristian, ¿si usted se encontrara con los agresores qué les diría, los perdonaría o algo así?
“Yo no los perdonaría, porque fueron cosas hechas con toda la intensión. Yo les guardo mucho rencor y es inevitable al verlos sentir ese odio hacia ellos, hacia el uniforme, el miedo a las armas, todo. Además, tampoco nos han pedido perdón”.
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