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Crónica del perdón estatal por el asesinato de dos periodistas de El Espectador en 1991

El gobierno adelantó un acto de reconocimiento de responsabilidad internacional a las familias de Jorge Torres y Julio Daniel Chaparro, periodistas de El Espectador que fueron asesinados por un grupo de sicarios, al parecer del ELN, en 1991. Así fue la ceremonia.

Jhoan Sebastian Cote

25 de julio de 2025 - 05:54 p. m.

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Colombia admite fallas al no proteger a periodistas Chaparro y Torres, asesinados en 1991
Foto: EFE - Carlos Ortega

Dicen que el periodista y poeta Julio Daniel Chaparro era tan preciso con las palabras que a lo largo de su vida preparó, en poesía, la composición sobre su muerte. Ese momento en que los insectos, como escribió, le “trabajaran” la lengua en la calle, y ante el cual pidió que nadie lo sufriera. Su prosa poética, plasmada en las páginas de este diario y en dos libros publicados, cobró realidad el 24 de abril de 1991, en una calle de Antioquia, cuando posibles sicarios del ELN lo acribillaron junto a su compañero de trabajo, el fotógrafo Jorge Enrique Torres. Ambos, en el arte que dominaban respectivamente, recopilaban los detalles de una crónica sobre la guerra barbárica de los noventa, cuyo capítulo único sobre el municipio de Segovia quedó eternamente en bosquejo y sin autores que la publicaran.

Este 25 de julio, 34 años después del crimen, el Estado dio la cara por no haber protegido a los periodistas. Más de tres décadas pasaron y nunca se supo quién los mató, por qué los mataron, qué quisieron ocultar. En una ceremonia celebrada en el colegio Gimnasio Moderno de Bogotá, durante la semana de homenaje a Gabriel García Márquez, el Estado ofreció excusas a la familia de Chaparro y Torres. En el teatro, adornado con ilustraciones de los rostros de ambas víctimas y ocupado por periodistas de toda orilla y medios de comunicación, funcionarios públicos del Ministerio de Cultura y de la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado (Andje) hicieron el mea culpa negociado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que estudiaba el caso.

Los formalismos, las corbatas y el cumplimiento de indicadores de gobierno quedaron para el final. El espacio, el teatro, no fue escogido porque sí. Lo primero que los maestros de ceremonia le enseñaron al público fueron dos de las libretas de Chaparro y una de las cámaras fotográficas de Torres, ambas protegidas en cristal y dignas de contemplación. Eran extensión de las víctimas. Los objetos que en este mundo eran transversales a ellos. Las herramientas con las que, para 1991, ambos adelantaban su serie “Lo que la violencia se llevó”, que describía los horrores que brotaron en tierras alejadas de la centralidad, en épocas donde la masacre, con el desgarro que ello implica en sociedad, ocupaba serialmente planas y titulares de periódicos y noticieros.

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Artistas de teatro llevaron al público justo a ese momento. A través de una puesta en escena, en el que dos jóvenes interpretaron a Chaparro y Torres, se enseñó ese último viaje que los periodistas de este diario compartieron juntos. Chaparro valoraba que Torres armara su rompecabezas de lentes y cámaras, con destino a captar “la veracidad de un momento vivo”; luego, Torres contemplaba a su compañero escribiendo los pormenores de Segovia, que estaban en las fuentes precisas de los chanceros, los campesinos y quienes sirven la cerveza en los territorios. Una vez finalizada la obra, el actor que hacía de Jorge Torres se acercó al público y confesó, para el clímax, que era el propio nieto del fotógrafo y que el teatro, su teatro, es para “darle vida a lo que Torres logró hacer”.

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Luego de ello, Alexandra Torres Mora, hija del fotógrafo, tomó la palabra en el escenario. “Mi padre tenía luz propia”, dijo, haciendo un juego de palabras con la manera en que, en la fotografía análoga, se capturan los momentos en papel, utilizando la luz. Y recordó en memoria de su padre que esos ojos y lentes posaron sobre la avalancha en Armero (1985), la toma del Palacio de Justicia (1985) y el atentado a Carlos Pizarro (1990), entre otros momentos de interés nacional e internacional. Contó, como si fuese una cena familiar, cuando Jacqueline Kennedy, esposa del presidente Jhon F. Kennedy, tuvo que sacarlo de una piscina tras haberse tropezado. O la manera en que las bellezas de los concursos nacionales preferían sonreírle a él, porque era casi seguro, recordó, que Torres las hiciera ganar.

También habló Daniel Chaparro Díaz, hijo del cronista. Un hombre que develó la impotencia que siente al haber estudiado a ese periodista y poeta que, dicho con plena nostalgia, se quedó a medio camino, asesinado con 29 años. Como homenaje, contó cuando Chaparro prestó servicio militar y, haciéndole justicia a su ser, lo expulsaron a puños dizque por izquierdoso, entre otras historias. Lamentó la inacción del Estado al descubrir el porqué del crimen, cuya consecuencia más grave para el país fue, justamente, la desaparición de una manera distinta de ver la vida. Una manera distinta de llenar una página impresa. Una manera distinta de presentar una noticia. Maneras diferentes de llegar al corazón del lector.

Luego de ello, el director de defensa internacional de la Andje, Yebaril Haddad, ofreció excusas en nombre del Estado, tras citar la importancia del oficio postuladas por García Márquez y Henri Cartier-Bresson, considerado el fotoperiodista más icónico de la historia. Como cumple otras agendas, Haddad habló y se fue. Luego de ello, Yannai Kadamani Fonrodona, ministra de Cultura, precisó en el escenario la paradoja de que a ella le haya tocado responder en nombre del Estado por un crimen que no cometió y que sucedió cuando ella ni había nacido. En nombre de Colombia, se comprometió a crear un premio de periodismo especializado en crónica y fotografía, artes contra corriente en esta era de lo inmediato, y a la creación de un mural que será concertado con las familias de las víctimas.

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Ninguno de los funcionarios se comprometió a dos deseos profundos de los familiares de víctimas: recuperar el archivo de Torres y Chaparro, y crear mecanismos de apoyo psicosocial a familias de periodistas asesinados. Según la Fundación para la Libertad de Prensa (Flip), desde 1977 han sido asesinados 169 comunicadores, cuyos nombres fueron enseñados durante la ceremonia. Al final, los músicos que acompañaron la obra de teatro cerraron con música de instrumentos de viento el día en que Colombia ofreció excusas públicas por el expediente Torres y Chaparro. Un crimen que sigue en la impunidad. Pero al que se le hizo catarsis con música, teatro, fotografía y poesía, ingredientes de un periodismo que era distinto y que fusilaron en 1991.

Contexto del crimen

Para la fecha en la que Chaparro y Torres fueron asesinados, le daban las últimas puntadas a la quinta entrega de la serie “Lo que la violencia se llevó”, una seguidilla de crónicas sobre la guerra y las masacres en Colombia, las cuales, para 1991, ocupaban los titulares de prensa por la crudeza empleada y el terror causado en las poblaciones más vulnerables. Justamente, tres años atrás, en Segovia una cuadrilla de paramilitares, con complicidad del Ejército, irrumpieron el municipio con vehículos, abriendo fuego y arrojando granadas que dejaron 46 víctimas. Los periodistas apuntaron con su atención a esa municipalidad, buscan retratar las consecuencias vívidas de la guerra nacional.

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Chaparro y Torres llegaron a Segovia con la intención de redactar una crónica y hacerle registro fotográfico al presente del municipio, adicionando las habilidades artísticas de ambos, quienes, en sus dones respectivos, eran sensibles poeta y fotógrafo. De hecho, para 1991, Chaparro ya había publicado dos libros de poesía y era reconocido por plasmar las herramientas más bellas de esa técnica en sus escritos para este diario. Torres, por su parte, había sido galardonado con el premio Planeta por su trabajo sobre la violencia en Colombia. Asimismo, el fotógrafo había desarrollado su carrera profesional en deportes y cultura.

En abril de 1991 inició la investigación por el homicidio de Chaparro y Torres, concluyendo en principio con la privación preventiva de la libertad de los milicianos del ELN Ramiro Madrid, Joaquín Lezcano, Esaú Córdoba, Leónidas Gaviria, Jorge Mosquera y Humberto Zapata, por rebelión. Dos años después, la Fiscalía llamó a juicio a tres de esos procesados, pero, en 1994, revocó esa resolución, y le otorgó la libertad a todos los inicialmente vinculados con el crimen. Ese mismo año, el ente investigador abrió otra indagación preliminar, pero alegando que no fue posible identificar a los autores de los hechos, suspendió el expediente en 1999.

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El expediente establece que, aunque en los años 90 estuvieron detenidos algunos sospechosos del crimen, miembros del ELN, la justicia jamás logró una sola condena. De hecho, ha sido tan escasa la respuesta de las autoridades que, en 2020, la única opción que tuvo la Fiscalía fue acusar a alias Gabino, Pablo Beltrán y Antonio García, integrantes del Comando Central del ELN. Como Colombia nunca respondió, las familias Chaparro y Torres buscaron ayuda en la justicia internacional en 2010, llevando el caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Cidh). Ante este organismo, este gobierno llegó a un acuerdo de solución amistosa con las familias, para evitar condenas futuras.

Para conocer más sobre justicia, seguridad y derechos humanos, visite la sección Judicial de El Espectador.

Por Jhoan Sebastian Cote

Comunicador social con énfasis en periodismo y producción radiofónica de la Pontificia Universidad Javeriana. Formación como periodista judicial, con habilidades en cultura, deportes e historia. Creador de pódcast, periodismo narrativo y actualidad noticiosa.@SebasCote95jcote@elespectador.com
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