Después de cuarenta años, comienza a hacerse claridad sobre algunos de los hechos confusos del Palacio de Justicia. El tiempo no ha podido borrar los dos días aciagos que mancharon y mostraron ante el mundo lo que es la justicia atropellada por una tanqueta, cuando lo normal en un Estado de derecho es que a esa institución se ingrese con la Constitución y la ley. Por algo, en su puerta de entrada se lee la frase de Santander: “Las armas os han dado la independencia, las leyes os darán la libertad”.
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Esa imagen de la justicia atropellada recorrió el mundo, mientras se intentaba contrarrestar el hecho demencial del M-19 con una respuesta igualmente demencial e irresponsable del Ejército. Mientras tanto, el alto gobierno y el país escuchaban por radio —con oídos sordos— el angustioso llamado del presidente de la Corte Suprema de Justicia, Alfonso Reyes Echandía, quien imploraba al presidente de la República que “cese el fuego”.
A esa misma hora, cuando la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia iniciaba la discusión del tratado de extradición, con una ponencia del magistrado Manuel Gaona Cruz, comenzaba la cruenta toma.
La demanda
La Sala Constitucional estaba integrada por cuatro magistrados: Manuel Gaona Cruz, Ricardo Medina Moyano, Carlos Medellín Forero y Alfonso Patiño Roselli. Los expedientes para su estudio se repartían siguiendo el orden en que llegaban a la Secretaría. La demanda fue presentada por los llamados extraditables y suscrita por un ciudadano, supuestamente antioqueño, de apellidos rimbombantes, pero desconocido: Julio Martín Uribe Restrepo. Él no fue quien la redactó. Además, escogieron a otros dos o tres personajes anónimos e ignorantes en temas de derecho público, sin trayectoria jurídica, para que presentaran impugnaciones contra leyes sin importancia, con el propósito de mantenerse en turno y lograr que la de la extradición correspondiera al magistrado Manuel Gaona. ¿Por qué? Porque el verdadero redactor de la demanda conocía los conocimientos jurídicos y constitucionales de este magistrado, quien, por consiguiente, podía estudiar con profundidad el tema planteado y confiaban en que compartiera sus términos.
Consiguieron su objetivo. La ponencia le correspondió a Gaona, y él comenzó a estudiarla con disciplina y responsabilidad. En la Universidad Externado de Colombia había sido mi profesor de Derecho Constitucional, así como de otros campos del Derecho Público, y, desde entonces, nos convertimos en grandes amigos.
Un día me llamó y acordamos reunirnos. Yo ya sabía que le había correspondido la demanda sobre la extradición.
—¿Sabes quién hizo la demanda? —me comentó. Me dio el nombre y agregó:
—Tú sabes que yo lo conozco mucho, y por eso reconozco su escritura y redacción. Por eso fui a su casa y le dije: “Mira, no seas tan hp. Yo sé que quien hizo la demanda fuiste tú y lograste que me tocara a mí. Me has condenado a muerte. Eso no se le hace a un amigo. Desde hoy dejas de ser mi amigo”. Le tiré la puerta y me fui.
Por supuesto, Gaona me pidió reserva frente al nombre, sobre todo por mi propia seguridad, porque él, desde entonces, ya estaba curado de espantos.
Como relata en su página web (www.manuelgaonacruz.org) Mauricio Gaona, hijo del magistrado inmolado, en su ponencia declaraba que el tratado de extradición era constitucional, pero que la Corte Suprema no podía pronunciarse porque, frente a ese instrumento, ya se había cumplido el canje de notas de ratificación y, en esa etapa, rige lo que en derecho internacional se llama pacta sunt servanda. Es decir, que los pactos se deben cumplir entre los Estados signatarios. Esa era la tesis intermedia defendida por el magistrado Gaona frente a quienes sostenían la constitucionalidad del instrumento sin tener en cuenta la etapa procesal en que se encontraba y frente a quienes se inclinaban por la inconstitucionalidad.
También relata su hijo la tragedia que vivieron desde que se supo que su padre era el ponente de la demanda: cartas anónimas, sufragios, llamadas telefónicas… Aún eran niños y no comprendían la situación. La víspera de la tragedia, el magistrado Gaona trabajó hasta la madrugada en su máquina Olivetti para concluir el informe que debía someter a consideración de sus colegas a las ocho de la mañana.
Su esposa, Marina, sí entendía la situación, pero los niños, con la dulzura y la inocencia propias de su edad, lo veían cabizbajo y meditabundo. Uno de ellos le preguntó a qué se debía su rostro acongojado, su tristeza, y él respondió: “Quieren evitar que haga lo que tengo que hacer. Me quieren obligar a tomar una decisión que va en contra de mis principios, y eso no lo voy a hacer por ningún motivo”.
La amistad
Mi amistad con Manuel Gaona Cruz comenzó cuando fue mi profesor en el Externado. Después, sería mi director de tesis para optar al título de pregrado. Luego me invitó a ser su compañero de oficina y yo, que no había pensado jamás en ejercer la profesión, terminé atendiendo clientes y siguiendo procesos en el contencioso administrativo.
Al final de la tarde, cuando concluíamos nuestros habituales compromisos profesionales, charlábamos sobre temas de actualidad y, un día, cuando el sol se ocultaba y comenzaban las luces de las seis, empezamos a debatir sobre los alcances y el trámite de la reforma constitucional de 1979. Fue así como, con otros amigos, resolvimos presentar en la Secretaría de la Corte una demanda contra esa enmienda. Meses después, cuando aún no había fallo, lo eligieron magistrado de la Sala Constitucional de la Corte Suprema en reemplazo de Gonzalo Vargas Rubiano, otro externadista que también había sido mi profesor.
Cuando se produjo el fallo que acogía nuestras tesis, por solicitud de sus estudiantes, Gaona explicó los alcances de la decisión. En las grabadoras de la época, varios registraron sus palabras; uno de ellos era el hijo del ministro de Justicia, Felio Andrade Manrique, quien las utilizó en una sesión plenaria del Senado y divulgó su contenido sin tener en cuenta que se trataba de una exposición privada de un catedrático a sus discípulos.
Esto le sirvió al ministro para atacar al magistrado y argumentar que, a pesar de no haber intervenido en el debate de la Corte —porque no podía hacerlo—, había influido ante sus colegas para lograr el fallo favorable de la demanda. Con altivez, Rodrigo Lara Bonilla —su amigo y compañero de estudios en París— lo defendió en la plenaria del Senado. Sin embargo, esa noche Gaona estaba deshecho. Manifestaba estar dispuesto a renunciar a la magistratura al día siguiente. Pero, ante las palabras de Lara Bonilla y los consejos de un grupo de amigos reunidos esa noche en su casa, entre ellos el profesor Jaime Vidal Perdomo, logramos persuadirlo de cambiar de decisión.
Si bien aceptó quedarse en la Corte, Gaona no siguió siendo el mismo. Después vendría el asesinato de Rodrigo Lara Bonilla, en abril de 1984, a quien mucho apreciaba y admiraba. Como respuesta a ese crimen, el gobierno de Belisario Betancur determinó poner en práctica el tratado de extradición con Estados Unidos. Casi a partir de entonces comenzó su martirio: lo demandaron y, con las triquiñuelas relatadas atrás, le correspondió ser el ponente. Desde entonces contó con guardaespaldas para él y su familia, además de amenazas y llamadas telefónicas.
Luego vino la violenta toma cuando defendía su trabajo, y las veintiséis horas previas a su asesinato cumplieron la orden del jefe del operativo del M-19, Andrés Almarales. Esta versión consta en varios documentos y confesiones que presenta su hijo Mauricio Gaona en la página web mencionada.
En las horas previas a su muerte, Manuel Gaona le entregó un papel escrito —lo último que escribió— a Reynaldo Arciniegas, consejero de Estado, quien logró salir con vida del Palacio porque los rehenes del baño del tercer piso lo escogieron como mensajero. En él decía: “Estamos 70 rehenes. Necesitamos ayuda. No disparen. Queremos protección. Llamen a Óscar Alarcón y al doctor Hinestrosa y díganle que no nos dejen morir”.
Jamás recibí el mensaje.
Cuando fui superintendente de Notariado y Registro en el gobierno de Barco, con la colaboración de Juan Carlos Henao, Rodrigo Uprimny, Jaime Orlando Santofimio y Roberto Burgos Cantor, se publicaron dos tomos de la producción jurídica de Manuel Gaona Cruz.
En los próximos días, a propósito de los cuarenta años de la toma del Palacio de Justicia, aparecerán transcritas las conferencias de Gaona Cruz sobre teoría del Estado para que su pensamiento jurídico no quede inédito, como quedaron, quemadas por las llamas, las páginas de su Manual de derecho constitucional: su Manuel, como lo bauticé yo.
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