Las vidas de Fabiola Hernández, Pilar Navarrete, Amelia Mantilla, Alexandra Sandoval y Alejandra Rodríguez están unidas por los graves hechos ocurridos el 6 y 7 de noviembre de 1985, durante la toma y retoma del Palacio de Justicia por parte de la guerrilla del M-19 y las Fuerzas Militares. Ellas son esposas e hijas de cuatro de las personas retenidas, torturadas y desaparecidas durante uno de los episodios más sombríos y sangrientos de la historia de Colombia. Tras 40 años del holocausto las une también el descontento por el escaso acompañamiento del Estado, declarado culpable internacionalmente por estos hechos, y la frustración ante la impunidad de la justicia que campea sobre los expedientes del caso.
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Los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, que estudiaban la viabilidad de poner a andar el tratado de extradición entre Colombia y Estados Unidos, llevaban meses recibiendo amenazas. El 16 de octubre de 1985 la guerrilla envió mensajes al Ejército y a la Seccional de Investigación Criminal de la Policía (Sijín) advirtiendo la inminente arremetida contra el centro de la justicia. Dos semanas antes de los hechos las autoridades capturaron a dos personas, presuntos integrantes del M-19, que merodeaban por la Plaza de Bolívar en Bogotá, con planos del edificio. En la noche del 5 de noviembre, 22 policías fueron retirados del esquema de seguridad del Palacio y en el edificio solo quedaron seis guardias privados.
Sobre las 11:30 de la mañana del 6 de noviembre, siete guerrilleros del M-19 ingresaron por la puerta principal del edificio. Otros 28 entraron en camiones por el parqueadero, abrieron fuego indiscriminado y tomaron como rehenes a magistrados, funcionarios y visitantes que estaban allí. La respuesta del Ejército fue descomunal. Ocho tanquetas y tres helicópteros que, incluso con la advertencia de que había civiles que estaban siendo usados como carne de cañón y de la llamada de auxilio del presidente de la Corte Suprema para que cesara el fuego, no detuvieron su arremetida violenta. Fueron cerca de 100 muertos, aunque la cifra, aun después de 40 años, no es exacta.
En lo que no hay duda es que hubo, además, desaparecidos, torturados, ejecuciones extrajudiciales y una negligencia del Estado tan aberrante que Pilar Navarrete buscó a su esposo, Héctor Jaime Beltrán, durante 31 años; Fabiola Hernández lloró una tumba que no tenía los restos de su esposo Libardo Durán; Amelia Mantilla y Alexandra Sandoval tuvieron que desenterrar los supuestos restos de su esposo y papá, Emiro Sandoval, ante la angustia de saber que en ese sepulcro, en realidad, estaban los restos de dos personas más, y Alejandra Rodríguez sigue buscando a su papá, Carlos Rodríguez, con la certeza de que salió vivo del Palacio de Justicia y de que, mientras no aparezca, no aceptará su muerte.
Cuatro historias de una barbarie que sigue doliendo como el primer día. Cuatro mujeres que resumen en sus vidas los dolores de una tragedia que no termina y que siguen aferrándose a sus propias luchas para alcanzar la justicia, verdad y reparación que el Estado, incluso con una orden internacional, no ha sido capaz de entregar. En memoria de Héctor Jaime, Libardo, Emiro y Carlos, de sus buscadores que murieron antes de encontrarlos; de su abogado que fue asesinado sin que la justicia lo escuchara; del esfuerzo de familiares por seguir buscando, pese a los portazos, las amenazas y el tiempo jugando en su contra para hallar una pista que permita regresarlos, hoy recordamos sus vidas como ejercicio de memoria a falta de una justicia y verdad que les sirva para tratar de cerrar la herida.
El cuerpo equivocado de Libardo Durán
Fabiola Hernández y Libardo Durán se casaron el 9 de noviembre de 1984, un año antes de la toma del Palacio de Justicia. Él era uno de los escoltas del magistrado Alfonso Reyes Echandía, presidente de la Corte Suprema de Justicia. El día de los hechos salió de su casa temprano y, junto al conductor Raúl Buitrago, acompañó al presidente de la Corte hasta su oficina. Llegaron al edificio hacia las 11:20 de la mañana, antes de la Sala Plena, y estaban allí cuando el M-19 empezó la toma armada. Fabiola estaba en su casa, luego de hacer diligencias en el centro de Bogotá. Sobre la 1:00 de la tarde, por una vecina, se enteró de lo que estaba ocurriendo y salió de inmediato hacia la Plaza de Bolívar.
Intentó sin éxito ingresar al Palacio y fue llevada por la Policía hasta la casa de su madre. El 9 de noviembre, día de su aniversario de bodas, recibió los que en ese momento creyó que eran los restos de su esposo. Durante los primeros meses después del holocausto visitó a diario la tumba de Libardo. Compraba flores y dedicaba el día completo a ponerlas sobre la sepultura. En otras ocasiones se quedaba en su casa, preparaba la comida favorita de Libardo y luego llamaba a su oficina para preguntar a qué hora llegaba a almorzar. Los compañeros de su esposo le respondían: “Fabiolita, por favor, Libardo está muerto”. Entonces se ponía eufórica, como ella misma narró, y destruía todo lo que encontraba a su paso.Durante 32 años el Estado olvidó a Fabiola.
Pero había que seguir. Entró a trabajar en la Policía, y allí se pensionó. Solo el tiempo empezó a cerrar la herida del despropósito de la pérdida de su esposo. Pero en 2017, por cuenta de ese país que la hizo a un lado, el horror volvió a brotar. La Fiscalía la contactó para decirle que debían exhumar el cuerpo de su esposo y hacer estudios de ADN. Ella lo autorizó, no sin rabia. Los resultados de los exámenes arrojaron que, por graves errores en los levantamientos de los cadáveres y negligencia de las autoridades, le entregaron un cuerpo equivocado y en la tumba que lloró durante más de tres décadas, en realidad, estaban los restos de dos guerrilleros.
Luego le dijeron que Libardo estaba en una caja en la sede del ente investigador. En mayo de 2018, con la entrega digna de los restos verdaderos, Fabiola cerró su duelo. Su historia es el testimonio vivo del drama que han vivido familiares de las víctimas que, durante años, lloraron tumbas equivocadas.
La tumba en la que no estaba Emiro Sandoval
El caso de Emiro Sandoval es la prueba reina de que el Estado, desde 1985, supo que en la entrega de los cuerpos de las víctimas del Palacio de Justicia había errores tan graves, como que en una carta de necropsia funcionarios de Medicina Legal dejaron por escrito que en la caja con los restos del magistrado auxiliar podía haber partes de tres personas distintas. Amelia Mantilla, su esposa, escuchó en radio el anuncio de la muerte del presidente de la Corte, el magistrado Alfonso Reyes Echandía, y supo que su esposo también estaba muerto.
Junto a esa escena, ella recordó las horas anteriores a la toma del Palacio. En la noche del 5 de noviembre Emiro llegó a casa escoltado. El esquema de alta seguridad era extraño y Amelia escuchó confundida cuando su esposo le contó: “Estamos amenazados. El Palacio de Justicia está amenazado. Estamos en peligro”. Amelia narró los hechos posteriores como una serie de casualidades. Si la vida hubiera sido menos cruel, dijo, entonces la tragedia del Palacio no se les hubiera atravesado. Pero el futuro tenía otros planes para los que incluso, de manera inconsciente, ambos se prepararon. Amelia contó que leyó un libro sobre la toma a la Embajada de República Dominicana en 1980, en el que explicaban qué hacer en caso de una acción armada de ese tipo.
En medio de la batalla, Emiro alcanzó a llamarla y ella, paso a paso, le replicó los consejos que leyó: “Por favor, conserva la calma”. Él, en medio de la angustia, alcanzó a confirmarle que estaba junto al magistrado Reyes. Alexandra, la hija de Emiro y Amelia, tenía tres años y creció con la certeza de tener a su papá en una tumba y durante más de 30 años visitó ese lugar para hablar con él. Solo hasta 2016 el Estado verificó lo que no hizo durante 31 años. A la familia le explicó que debía exhumar el cuerpo, porque la carta de necropsia decía: “Dos cuerpos o Emiro Sandoval”. La sospecha fue cierta. Así empezó otro episodio absurdo de esta historia: la búsqueda de nuevos desaparecidos.
Tres años después la Fiscalía identificó sus restos en una fosa del Cementerio del Sur. Amelia Mantilla, en medio del horror, siguió su carrera. Abogada de profesión, fue magistrada y presidenta del Consejo Superior de la Judicatura. Y Alexandra, depositaria de la mejor herencia, estudió derecho y hoy es magistrada de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). Ahora no le habla a una tumba, porque prefiere pensar que su padre está en todas partes.
La búsqueda de Héctor Jaime Beltrán
Durante 32 años Pilar Navarrete pasó días completos al pie de la ventana de su casa esperando el regreso de su esposo, Héctor Jaime Beltrán, uno de los meseros del restaurante del Palacio de Justicia. El día de la toma del M-19 se levantó a las 5:00 de la mañana, se alistó y salió a trabajar. Hacia las 11:30, Pilar intentó llamarlo para contarle que ya había pagado la matrícula del colegio de una de sus cuatro hijas. El teléfono repicó una y otra vez, pero Héctor Jaime nunca respondió. Para esa hora el edificio ya estaba tomado por la guerrilla. Pilar se quedó en su casa cuidando a sus hijas. Un hermano de Héctor Jaime, que trabajaba como escolta de un diplomático, pudo estar cerca del sitio y por teléfono le informaba a Pilar sobre lo que iba sucediendo.
Ella no fue a la Plaza de Bolívar porque sabía que sería imposible ingresar. Hacia las 3:00 de la tarde del 7 de noviembre de 1985, cuando terminó la retoma por parte de las Fuerzas Militares, su cuñado entró al edificio, encontró la cédula de Héctor Jaime y la llamó de inmediato. “Me dijo: ‘Vénganse porque Jimmy debe estar en un hospital o lo tienen detenido’. Cerca de las 5:30 de la tarde empezamos la búsqueda”, narró Pilar. Ella y su familia mantuvieron la esperanza de que estaba vivo. En 2006, por una declaración del agente de inteligencia Ricardo Gámez, Pilar supo que Héctor Jaime salió vivo del Palacio de Justicia y que había sido torturado en la Casa del Florero y desaparecido forzosamente.
Una certeza en 21 años de búsqueda, pero en la que la pregunta siguió siendo: “¿Dónde está Jimmy?”. En 2017, una llamada de Medicina Legal cambió el rumbo de todo. El cuerpo de su esposo fue hallado en la tumba del magistrado auxiliar Julio César Andrade de quien no hay ningún rastro y hoy es parte de un grupo de “nuevos” desaparecidos de esta historia de infamia. Pilar, que durante tres décadas cargó una foto al cuello de su esposo y que se convirtió en una de las caras y voces más emblemáticas de la búsqueda de los desaparecidos del Palacio de Justicia, ya no tenía más razones para cargar ese pendón. Sin embargo, sigue haciéndolo por los millones de víctimas de la violencia en Colombia.
Carlos Rodríguez salió vivo del Palacio
Alejandra Rodríguez tiene 40 años. Nació 35 días antes del holocausto del Palacio de Justicia. Su padre, Carlos Augusto Rodríguez Vera, era el administrador del restaurante del edificio y desapareció durante la toma y retoma armada. “Mi papá es una persona a quien he reconstruido a través de las memorias de mis abuelos, de sus hermanos y de mi mamá”, señaló Alejandra, quien lo nombra en presente con la convicción de que, hasta que lo encuentre, su papá vive. Cuando cumplió la mayoría de edad y comprendió la dimensión de lo que significa la desaparición de su padre, se puso al frente de la búsqueda. Hoy ella sabe que Carlos Augusto salió vivo del edificio y custodiado por militares, como quedó grabado en video. Luego, según expedientes judiciales, fue torturado y desaparecido forzosamente.
Cuando la hija de Carlos Augusto entró de lleno a la búsqueda de su padre, el avance de las investigaciones era casi nulo. Su abuelo, Enrique Rodríguez, fue parte de la primera generación de buscadores de los desaparecidos, a quienes, desde el primer día, escuchó el abogado Eduardo Umaña, quien enfrentó al Estado y su negligencia. Él pidió que se exhumaran los restos de una fosa común del Cementerio del Sur, pues había indicios de que allí podían estar las víctimas. En 1998 fue asesinado en su oficina de Bogotá, y siete meses después la Fiscalía concretó la petición del abogado. Aunque sí fueron hallados los restos de una de las desaparecidas, Ana Rosa Castiblanco, de Carlos Rodríguez no hubo rastro.
Alejandra Rodríguez asumió las banderas de su abuelo y sus tíos, y arrancó su propia búsqueda. Hoy es la cara de la tercera generación de víctimas de estos hechos y la voz de quien sigue pidiendo justicia y verdad. Como una de las firmantes de la denuncia por la desaparición de 11 personas durante los hechos del Palacio, ha visto de primera mano cómo la impunidad se ha ido asentando en el expediente, que solo se movió entre 2005 y 2008, cuando la entonces fiscal Ángela María Buitrago llevó a cuatro coroneles a juicio. Tras 40 años del holocausto, Alejandra sigue buscando a su padre, no desde el sentimiento de tristeza con el que lo relacionó siempre, sino desde el amor de una hija que sigue hablando en presente para referirse a su papá.
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