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Cuando cayó Pablo Escobar en Medellín en diciembre de 1993, y el camino del sometimiento a la justicia parecía trazado para Gilberto Rodríguez Orejuela, su hermano Miguel y sus socios de los carteles de Cali y del norte del Valle, se les quemó el pan en la puerta del horno en su estrategia de impunidad y poder. Esa es la paradoja que marcó el rumbo de uno de los principales capos del narcotráfico en Colombia, fallecido el 31 de mayo en un hospital de Carolina del Norte (Estados Unidos), después de 18 años de estar preso en ese país tras ser extraditado por el gobierno Uribe.
La historia del Ajedrecista empieza en el Barrio Obrero de Cali, donde se radicaron sus padres, que habían migrado del departamento del Tolima. Como hermano mayor, desde sus 13 años, Gilberto Rodríguez Orejuela comenzó a trabajar como mensajero en bicicleta de una droguería. En ese entorno conoció los secretos de la farmacéutica. Años después, en uno de sus apremios ante la justicia, lo sintetizó en una frase: “La cocaína sí la conozco porque mi profesión es farmaceuta”. En esas actividades permaneció hasta finales de los años 60, cuando su ambición económica y de poder lo llevó, junto a su hermano Miguel Rodríguez, a meterse en las honduras del secuestro.
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En ese momento estaba en el orden del día el auge este delito y Gilberto Rodríguez Orejuela fue parte del grupo que concretó el primer secuestro de extranjeros vinculados al servicio diplomático. Sucedió el 5 de octubre de 1969 en Cali, cuando fue secuestrado el joven de 15 años Werner José Staessle Speck, junto al secretario de la Embajada de Suiza en Bogotá, Hermann Buff. El gobierno de Carlos Lleras, a través de su ministro de Justicia, Fernando Hinestrosa, integró un equipo de investigadores que logró la liberación de los suizos y la captura de los plagiarios. Entre ellos, cayeron los hermanos Gilberto y Miguel Rodríguez que se habían encargado de hacer inteligencia para consumar el secuestro.
No duraron mucho en prisión y, junto a su otro socio, José Santacruz Londoño, optaron por una actividad ilegal menos riesgosa y adecuada a su especialidad: el soborno y la corrupción. Por eso escogieron el narcotráfico. Organizaron una sofisticada red de distribución de cocaína en el barrio Queens de Nueva York y, a lo largo de los años 70, desde Cali constituyeron una línea exitosa de exportación de esa droga. Hacia 1978, cuando las autoridades de Estados Unidos lo pusieron en su radar, se había convertido en un magnate y lavaba enormes sumas de dinero en el Chasse Manhattan Bank y en el Manufacturers Hanover Trust Bank de Nueva York.
Del lado colombiano ya era un empresario reconocido. Con avión propio e inversiones legales, adquirió los laboratorios Kressfor y Blaimar, Drogas La Rebaja y Drogas La Séptima, y se convirtió en el farmaceuta número uno de Colombia. Pero al igual que en Estados Unidos, también legalizó ríos de dinero en el sistema financiero colombiano. Fue directivo del Banco de los Trabajadores y de la Corporación Financiera Boyacá (Corfiboyacá), tuvo la franquicia de la Chrysler, propietario del Grupo Radial Colombiano y en 1979, su hermano Miguel, pasó a ser el dueño público del equipo de fútbol América de Cali.
Hasta 1984 nada parecía obnubilar el ascenso vertiginoso de Gilberto Rodríguez Orejuela, y su faceta de exitoso empresario se redondeaba con los triunfos deportivos de su equipo que acaparó los títulos de los años 80. Los problemas empezaron el 15 de noviembre de 1984 en Madrid (España), cuando fue capturado junto al narcotraficante antioqueño José Luis Ochoa Vásquez. Tras el asesinato del ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, él y Ochoa escogieron ese país europeo para eludir la persecución de las autoridades. Sin embargo, su ostentosa vida en uno de los barrios opulentos de Madrid, terminó por delatarlos.
El gobierno de Estados Unidos los pidió en extradición, pero paradójicamente, el Gobierno colombiano hizo lo mismo, y en 1987 terminaron enviados a Bogotá. Mientras Ochoa fue amparado por un beneficio de libertad bajo fianza de un juez de Cartagena, Gilberto Rodríguez fue enviado a Cali, donde un juez y luego un tribunal lo terminaron absolviendo. Solo duró detenido 386 días. Por el lado judicial, había resuelto sus cuentas, pero desde la perspectiva política y pública ya había quedado en evidencia. La ruta para quedar en la vitrina del país fue la política.
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Entre los primeros retos del gobierno de Virgilio Barco fue la elección del designado presidencial, como se denominaba al eventual reemplazo del presidente de la República. Uno de los opcionados fue Eduardo Mestre Sarmiento, uno de los políticos cruciales para la victoria liberal en el departamento de Santander. Cuando Mestre tenía casi lista su designación, trascendieron sus negocios con Gilberto Rodríguez Orejuela y todo se vino a pique. El capo y el dirigente político habían sido socios en Corfiboyacá y hasta una carta de crédito había sido cancelada por Rodríguez.
Al final, el presidente Barco optó por la designatura del dirigente caucano Víctor Mosquera Chaux y Eduardo Mestre se quedó con los crespos hechos. Sin embargo, en 1987, logró acomodarse en la jefatura de los quíntuples que asumió la dirección liberal. Junto a Mestre, se sumaron Alberto Santofimio Botero, Miguel Pinedo Vidal, Hernando Durán Duzán y Ernesto Samper Pizano. Años después, los tres primeros terminaron presos. Sin embargo, Gilberto Rodríguez Orejuela y sus socios del cartel de Cali siguieron a salvo, pues la ofensiva del Estado se concentró en el cartel de Medellín de Pablo Escobar.
En enero de 1988 llegó la violenta ruptura de los carteles. Por desacuerdos con otro de los capos de Cali, Élmer Herrera, este detonó un carro bomba frente al edificio Mónaco en Medellín, donde vivía la familia de Escobar. Ese fue el detonante de una guerra terrorista entre las dos organizaciones. Entonces los Rodríguez Orejuela y sus socios del norte del Valle, además de sostener esta confrontación, optaron por ayudar al Estado a librar la guerra contra la mafia de Medellín. La caída de Gonzalo Rodríguez Gacha, en diciembre de 1989, y la misma de Escobar en diciembre de 1993, contaron con informantes y dinero suyos.
Al tiempo que los gobiernos de Virgilio Barco y César Gaviria, con el apoyo de Estados Unidos, le estrechaban el cerco al capo de capos, los carteles de Cali y el norte del Valle se unieron para trazar su nueva ruta. Una política de sometimiento, al estilo de la que se concibió para la entrega de Escobar en 1991, pero con el aval del Congreso. Ahora los capos de la droga tenían una ventaja: la Asamblea Nacional Constituyente había prohibido la extradición. En esa medida, en paralelo con la cacería de Escobar, se aprobó en el Congreso la Ley 81 de 1993, con el itinerario previsto para saldar cuentas judiciales.
En 1994, cuando el primer fiscal general de la nación, Gustavo de Greiff, quiso aplicar esa norma y extendió salvoconductos a algunos narcotraficantes que se mostraron interesados en la oferta judicial, una vez más a Gilberto Rodríguez Orejuela y sus pares se les dañó el plan a punto de finiquitarse. El gobierno de Estados Unidos puso el grito en el cielo y antes de permitir que los carteles saldaran sus cuentas judiciales con laxas penas, entró en pugna con el fiscal. El presidente Gaviria, a punto de ser elegido secretario general de la OEA, optó por apoyar a Washington y precipitar la caída del fiscal De Greiff.
Entonces se le vino la noche al Ajedrecista. En la tras escena del mundo judicial, la DEA y la Policía colombiana no demoraron en tener en sus manos el as para cambiar la historia. En junio de 1994 fue electo como presidente Ernesto Samper Pizano, y esa misma semana estalló el escándalo de los narcocasetes. En pocas palabras, las conversaciones entre el periodista Alberto Giraldo y los Rodríguez Orejuela, que dejaban entrever apoyos económicos del cartel de Cali a la campaña a la Presidencia elegida. Pero no solamente tenían tentáculos en el Ejecutivo.
En adelante, mientras el dimitente jefe de la DEA Joe Toft, tachaba a Colombia como una narcodemocracia, comenzó la carrera contrareloj entre el gobierno Samper y la Fiscalía orientada por Alfonso Valdivieso. El ejecutivo en la cacería de los capos del cartel de Cali, y el ente investigador detrás de los beneficiarios de los dineros de los Rodríguez Orejuela, incluyendo la campaña presidencial. En ese entorno estalló el escándalo del Proceso 8.000 pensado como el quiebre de las relaciones entre la mafia y la política, pero también cayeron o se entregaron los capos del cartel del norte del Valle y de Cali. La redada del 8.000 incluyó un alto número de congresistas, funcionarios públicos, miembros de la Fuerza Pública, periodistas, futbolistas y hasta personalidades del jet-set. Las pesquisas terminaron por llevar a prisión al contralor David Turbay, al procurador Orlando Vásquez Velásquez y a un sinnúmero de políticos y hasta empresarios.
Lo que terminó probando la acción de la justicia es que, mientras que el cartel de Medellín libraba su guerra narcoterrorista contra el Estado y la sociedad colombiana, el cartel de Cali de los Rodríguez se había enquistado en las entrañas del Estado. El 9 de junio de 1995 en un apartamento en el barrio Santa Mónica, al occidente de Cali, fue capturado Gilberto Rodríguez Orejuela. Su hermano Miguel fue aprehendido dos meses después. En un entorno de no extradición, en los siguientes meses, se entregaron a la justicia o fueron capturados otros capos. Lo demás es historia conocida. Las presiones de Estados Unidos llevaron sucesivamente al gobierno Samper a promover una ley de extinción de dominio, a incrementar las penas del narcotráfico y, a partir de diciembre de 1997, a revivir la extradición de colombianos a Estados Unidos.
Aunque Gilberto Rodríguez Orejuela logró brevemente su libertad, finalmente fue extraditado en diciembre de 2004. Al año siguiente, corrió la misma suerte su hermano Miguel Rodríguez. La historia del cartel de Cali había concluido. La del Norte del Valle no, porque sus capos fueron los protagonistas de la nueva guerra entre Machos y Rastrojos que inauguró una nueva era del narcotráfico. Desde entonces, Rodríguez vivió preso en una cárcel norteamericana, pero salvo escasas intervenciones, mantuvo el código de honor de los mafiosos: acogerse al silencio.