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Es miércoles, día de El Espectador le explica. Hace ya unos buenos años, un poco más de doce o trece, durante una entrevista a unos de esos gurús que van por el mundo contando casos de éxito y que venía a desmenuzar qué era lo que, palabras más palabras menos, había hecho bien cada uno de los países catalogados como los “tigres asiáticos” y que los llevó a convertirse en modelos de desarrollo económico mundial; dijo que Colombia tenía que definir hacia dónde quería mover la dirección del barco en materia económica y social, en qué se quería convertir en potencia, y una vez definido el objetivo, invertir en la hoja de ruta y ejecución partiendo desde una base: la educación misma, la técnica, sí, pero también la básica y por supuesto la profesional. Habló de la necesidad de usar tecnología para tecnificar no solo los procesos existentes sino para acelerar el desarrollo venidero y hasta evidenció procesos de encadenamiento productivo para no solo ser protagonistas con un servicio o producto, sino para encontrar la forma de agregar valor y poner a Colombia en el radar internacional. Y cuando se le preguntó, tras su experiencia, qué camino podría tomar Colombia, fue enfático en la respuesta: el agro es el camino. Él fue uno de esos que ya hablaba de este país como una despensa de alimentos, no solo por la ubicación geográfica, la diversidad de pisos térmicos y variedad en la cosecha, sino porque nos recordó que teníamos agua dulce, millones de hectáreas disponibles para cultivar y el mar para llevar nuestros productos al resto del mundo. Pero, porque siempre hay un pero, ¿en dónde estaba ese pero? Ahí, sin una respuesta muy clara, apuntó a decir que, si el país decidía que su futuro económico estaría basado en el agro, habría que trabajar en un solo equipo con el pequeño campesino y con el gran industrial, resolver problemas de infraestructura para sacar lo que se cosechara y entender que la tenencia de la tierra, con un foco claro, le permitiría a todos los actores sociales salir ganando.
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