El estigma de los hijos producto de violencia sexual en la guerra
La antropóloga Kimberly Theidon, en entrevista con este diario, habla de su investigación sobre la relación de las madres violentadas sexualmente con los hijos producto de esas violaciones.
Felipe Morales Sierra - @elmoral_es
Kimberly Theidon es una antropóloga médica experta en Latinoamérica que se ha dedicado a estudiar la violencia sexual en el marco del conflicto armado. Su trabajo sobre este tema en Perú, por ejemplo, sirvió de inspiración para la laureada película La teta asustada. En su más reciente investigación, Conceptos desafiantes: niños nacidos de violación y explotación sexual en la guerra, que está a punto de publicar en un extenso libro, se unió a académicas de todo el mundo para explorar cómo es la relación de madres que han sido violadas con sus hijos.
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Kimberly Theidon es una antropóloga médica experta en Latinoamérica que se ha dedicado a estudiar la violencia sexual en el marco del conflicto armado. Su trabajo sobre este tema en Perú, por ejemplo, sirvió de inspiración para la laureada película La teta asustada. En su más reciente investigación, Conceptos desafiantes: niños nacidos de violación y explotación sexual en la guerra, que está a punto de publicar en un extenso libro, se unió a académicas de todo el mundo para explorar cómo es la relación de madres que han sido violadas con sus hijos.
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¿En qué consiste este estudio sobre violencia sexual en el conflicto alrededor del mundo?
Comenzamos hace un año más o menos con la idea de ir más allá del estigma que pueden tener estos niños en sus pueblos. Seguimos de cerca, con estudios etnográficos, con esos niños y niñas, sus madres y familiares, lo que pasa en el terreno con esas relaciones. Quisimos ahondar si hay un rechazo hacia estos niños, pues muy a menudo lo hay. Hay múltiples niveles de rechazo, diferentes motivaciones, pero también hay casos donde no hay rechazo, donde quieren a estos niños y los ven como criaturas inocentes. Pero teníamos que hablar con las mujeres mismas y con esos niños y niñas, lo que desde luego implica un problema ético.
¿Cómo es el proceso de hablar de la violencia sexual sin revictimizar?
Es difícil. Todas las investigadoras que hicieron parte del libro comenzaron hablando con jóvenes adolescentes o mayores, porque no encontramos ninguna metodología éticamente aceptable para preguntarle a un niño de cinco años: “Cuéntame, ¿cómo es ser producto de una violación?”. Eso no es algo que podamos hacer. Si bien, a menudo los niños saben la verdad porque en los pueblos es secreto a voces, debe ser una decisión de las madres contarles. En el libro referimos, por ejemplo, que en el caso de Ruanda, para muchos niños fue traumático, para otros fue confirmar lo que siempre habían sospechado y para otros, después de procesar el shock inicial, saber algo sobre su origen fue un alivio, pues pudieron entender sus vidas.
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¿En qué escenarios se han resignificado esos estigmas?
Los hijos producto de violación pueden ser gestores de reconciliación. Por ejemplo, en Ruanda, donde las mujeres tutsis fueron masivamente violadas por los hutus, los bebés que nacieron eran hutus por linaje del padre. Algunos de esos jóvenes, que ya están alrededor de los 20 años, se definen a sí mismos como activistas, porque es un país donde está prohibido hablar de etnicidad, bajo el pretexto de la reconciliación. Igual pasó en la antigua Yugoslavia, donde establecieron tres etnicidades separadas, pero hay niños de padre serbio y madre bosnia y ahora se definen a sí mismos como agentes de paz, puentes entre las etnias.
La violencia sexual ha sido sobreestudiada en el marco de la violencia en Bosnia o en Ruanda, donde los conflictos han sido principalmente étnicos. ¿Cómo es estudiar a los hijos nacidos de la guerra en un conflicto como el colombiano, que tiene más visos políticos y sociales?
Trabajé mucho tiempo en Perú y, en principio, ese no fue un conflicto étnico. Sin embargo, cuando llegó la Marina a la costa, gente blanca llegó a comunidades habitadas por personas que llamaban “chutos” o “salvajes”. Esa fue parte de la lógica al comienzo del conflicto peruano: como los militares veían a los campesinos como salvajes, estaban dispuestos a hacerles lo que les diera la gana. No fue un conflicto étnico, pero nacieron bebés que no eran campesinos, eran blancos. En Colombia, una mujer afro nos contaba que la violó un hombre blanco y durante todo el embarazo estuvo haciendo fuerza para que el hijo naciera negro, pero nació blanco y a ella le tocó explicarle a su familia lo que había pasado.
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Es decir, ¿cree que esa relación con los niños nacidos de violaciones siempre está atravesada por lo étnico?
Yo creo que sí. Porque lo étnico también significa diferencias de clase, si es indígena o no, y muchas más lógicas en cuanto a la identidad. En Vietnam también pasó: Estados Unidos invadió el país y después nacieron muchos bebés de soldados norteamericanos totalmente diferentes a sus madres, a sus abuelos y a su comunidad.
¿Y encontraron algún otro rasgo transversal que pasara en todo el mundo?
Echarles la culpa a las mujeres. Justificar la violación porque las mamás estaban coqueteando.
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¿Se han estudiado las experiencias de violencia sexual de las mujeres que forman parte de los grupos armados?
Hay que hacer historia con lo que las mujeres cuentan. Durante el proceso de desmovilización individual, por ejemplo, conversé con muchas mujeres farianas que escaparon de la guerrilla. Cuando hablamos con ellas, casi el 95 % contó que lo que las impulsó a salir de las Farc fue el aborto forzado, además de la violación. Las farianas son transgresoras por muchas cosas, pero también existe la posibilidad de que hayan producido estas narrativas para ser aceptadas. Cuando estuve en las zonas veredales contaban que les gustó estar en la guerrilla luchando por un país mejor y que de pronto les ponían anticonceptivos a todas. Esa también puede ser una forma de violencia reproductiva.
¿Y en el caso de los paramilitares?
No tuvieron el más mínimo principio de equidad de género. Mi primera experiencia en Colombia fue en Urabá, en 2001, y una vez, acompañando comunidades de paz, en el río Atrato nos pararon 53 paramilitares con fusiles. El jefe llamó por radio a su comandante y le dijo: “Águila, ¿qué hacemos con el ganado?”. Las mujeres y los niños éramos el ganado. Cuando pasamos el retén, los niños que nos acompañaban me decían: “Probablemente no eran paramilitares. Si fueran paracos nos hubieran matado y violado a todos”. Ese era su imaginario. Si saliéramos del bogotacentrismo que reina en Colombia, entenderíamos las atrocidades que hicieron los paramilitares.
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Las mujeres víctimas de violencia sexual están contando ahora qué les pasó, pero también hay quienes prefieren guardar silencio. En un contexto de justicia transicional como el nuestro, ¿qué pasa con esa tensión entre verdad y derecho a callar?
En cualquier comisión de la verdad, las mujeres brindan, más o menos, la mitad de los testimonios. Sí hablan, pero no dicen lo que las comisiones quieren escuchar. En Perú fueron 20 años de conflicto armado, más de 17.000 testimonios recogidos y el total de violaciones sexuales reportadas fue apenas de 538, 11 contra hombres y el resto contra mujeres. Esa cifra no tiene nada de cierta, fue muchísimo mayor, pero muchas mujeres no quisieron hablar en primera persona de algo degradante que manejaron en silencio.
Su trabajo también introduce un concepto: justicia distributiva. ¿Qué es?
Quiere decir que, si existe vergüenza frente a los hechos de violencia sexual, hay que redistribuirla, no entre las mujeres, sino sobre los perpetradores. Por ejemplo, con las versiones libres de los paramilitares. Ellos hablaron con autoridad de cuántos mataron o cómo hicieron las masacres, pero ¿hablaron de haber violado a alguien? Y si son tan masculinos y valientes, ¿por qué les da miedo hablar de lo que les hicieron a esas niñas?