Pronto, ocho o nueve o diez minutos después de la entrada al lugar, se han acomodado en sus siete lugares estratégicos a esperar que empiece la última batalla.
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Se ven descuadernados, claro, se ven frenéticos: el uno se muerde las uñas y la otra respira por la boca, por ejemplo.
Pero también se ven convencidos por la vida y por ellos mismos de lo que están haciendo.
Es que justo van a tomarse este baluarte, la fortaleza de los magistrados que se juegan la vida por la letra, para probarnos a todos una vez más que este Estado hostil e inclemente no es infranqueable.
Es que van a hacerle un juicio al presidente de la república de Colombia por haber incumplido la promesa de la paz: «Van a ver», se repiten, «van a ver».
Y el país —lo tenemos claro— está avisado. El país ha estado viviendo entre los rumores de un ataque demoledor al Palacio de Justicia: «El mundo va a quedar sorprendido», dice, en este casete que llegó en aquel sobre anónimo a una emisora bogotana, la voz escabrosa de un Óscar sin apellido.
Pero en este mural es tiempo de recoger y de ver, como se recoge y se ve en una secuencia documental con imágenes descoloridas y temblorosas, todas las señales del infierno por venir.
Hace tres meses tanto los magistrados de la Corte Suprema de Justicia como los consejeros del Consejo de Estado, o sea los inquilinos de este lugar franqueable, empezaron a recibir amenazas de muerte de los envanecidos carteles de la droga para que declaren inexequible —irrealizable e imposible e impensable— la Ley 27 de 1980 que aprueba «el Tratado de Extradición entre la República de Colombia y los Estados Unidos de América suscrito el 14 de septiembre de 1979». Ser colombiano es ser cortés entre el horror, pero en estas últimas semanas nadie llega, ni saluda ni sonríe sin esfuerzo en ninguno de los cuatro pisos de este sitio. Cualquier estruendo, cualquier silla que se cae o cualquier exhosto que estalla, es señal del fin. Nada se ve en paz.
Cuatro magistrados respetados a su paso, o sea cuatro profesores e historiadores encorbatados que estudian la ley como monjes con microscopios, nos cuentan sus casos cara a cara:
El magistrado Patiño Roselli, exgobernador de Boyacá, exembajador en las Naciones Unidas, exministro de Hacienda y Crédito Público de sesenta y un años, cuenta que desde los primeros días de septiembre ha estado recibiendo amenazas —van cinco— contra su señora y contra sus sobrinos huérfanos de padre y de madre: «Te escribimos no para pedirte, sino para exigirte posición favorable a nuestra causa», lee el atemperado e ingenioso Patiño Roselli, sin perder su cordura diaria, el sufragio tuteado que le enviaron. «No aceptamos enfermedades ficticias ni vacaciones sospechosas y apresuradas: las tomaremos como una aceptación a nuestra declaración de guerra». Busca después la línea final: «Desde la cárcel ordenaremos tu ejecución y fumigaremos con sangre y con plomo a tus más preciados miembros de familia».
El magistrado Medellín Forero, de cincuenta y siete años, que cuando llega a la casa es un escritor, que siempre está pensando en sus clases y se llama Carlos como su padre el consejero de Estado, lee uno de los mensajes que le mandaron los llamados Extraditables: «No te habíamos escrito antes porque pensábamos equivocadamente que actuarías con sensibilidad, con nacionalismo y en forma imparcial y jurídica con el asunto de las demandas del Tratado de Extradición. Pensamos que con las llamadas telefónicas sería suficiente. Pero no. Te convertiste en socio de quien encabeza la lista de futuros aspirantes a propietarios de fosas en los Jardines de la Paz. Si el Tratado de Extradición no cae, derrumbaremos la estructura jurídica de la Nación, ejecutaremos magistrados y miembros de sus familias. Estamos dispuestos a morir. Preferimos una tumba en Colombia a un calabozo en los Estados Unidos».
El magistrado Medina Moyano, un abuelo bajito y joven y disciplinado y modesto de cincuenta y cinco años que sobre el escritorio de su casa tiene siempre una Biblia abierta en el salmo 91 y una rosa blanca como la del poema de Martí —o sea que confía en Dios y en la amistad—, carraspea un par de veces antes de leer la esquela escalofriante que le enviaron los capos del cartel: «Le escribimos porque somos conocedores de que a usted le ha correspondido en reparto una demanda contra el Tratado de Extradición firmada por el señor Hernández: le vamos a exigir ponencia favorable a nuestra causa y es bueno que sepa de una vez por todas que no aceptamos disculpas estúpidas de ninguna naturaleza».
El magistrado Gaona Cruz, de cuarenta y cuatro años nada más, que se convirtió en doctor en Derecho Constitucional y Ciencias Políticas de la Sorbona de París, en 1968, gracias a una tesis guiada por el venerado Duverger, y ha sido teórico y profesor y ministro, y no sólo ha estado defendiendo la separación de poderes y el control a las fuerzas armadas y la libertad de prensa, sino que ha estado sustentando la extradición de los narcos desde su despacho de la Corte, recibió un mensaje que lee su firmeza: «Sabemos que usted se repartió la demanda de nulidad para sí porque desea que se siga extraditando nacionales hacia los Estados Unidos», lee sin quitarnos la mirada: «No le escribimos para suplicarle, sino para exigirle que su veredicto sea favorable a nuestra causa».
El presidente de la Corte Suprema de Justicia, el magistrado Reyes Echandía, de cincuenta y tres años, que trabajó desde muy niño en los paisajes lentos del Tolima, que se especializó en Derecho Penal en Roma y volvió al país convertido en el penalista que consiguió convencer a esta sociedad tan tensa de que ni siquiera en estado de sitio podía permitirse que los militares juzgaran a los civiles, aparece en el último minuto a sumarle a la lista de amenazas de muerte el «Réquiem para el Consejo de Estado» que llegó el pasado jueves 31 de octubre: «El fallo sobre el tan mentado caso de tortura a Olga López y su hija prueba que el Consejo de Estado es una corte llena de títeres decadentes: habría que preguntar si este catastrófico resultado no es en buena parte debido a la intervención y manipulación comunista», dicen Los Extraditables.
Vamos cara por cara por cara por cara por cara, despacio, para no olvidarlas después y no olvidarlas nunca.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Ricardo Silva Romero: Nació en Bogotá en 1975. Es autor de las novelas Relato de Navidad en La Gran Vía, Ricardo Silva Romero. Nació en Bogotá en 1975. Es autor de las novelas Relato de Navidad en La Gran Vía, Walkman, Tic, Parece que va a llover, Fin, El hombre de los mil nombres, En orden de estatura, Autogol, Érase una vez en Colombia -compuesta por Comedia romántica y El Espantapájaros-, El libro de la envidia, Historia oficial del amor, Todo va a estar bien, Cómo perderlo todo (ganadora del V Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana), Río Muerto, Zoológico humano, Cómo vivir en vano, El libro del duelo y Alpe d’Huez. Su obra la completan un libro de ensayos sobre la ficción titulado Ficcionario, la obra de teatro Domingo, dos colecciones de relatos, dos poemarios, una conversación escrita con Alejandro Gaviria -El arte de no enloquecer-.