Jaime presentía que si no nos movíamos pronto la cosa se iba a complicar, y que había que apresurar el paso. En lugar de salir a su encuentro y confrontarlo, los violentos hubieran decidido matarlo.
Difícil explicar qué se siente cuando una voz amiga te llama a la habitación de tu hotel en Buenos Aires y te informa que Jaime Garzón fue asesinado: “¿Asesinado?, vuelve uno a preguntar con la esperanza de que le digan que no, que es un malentendido, una broma de mal gusto, y que Garzón sigue vivo, fregando la pita, craneándose vainas, desembotellando los diálogos con el Eln desde la cocina de su casa o inventándose una provocadora reunión de ésas en las que conseguía por espacio de unas horas hacernos creer que Colombia era un país menos intolerante, más dispuesto a discutir de manera civilizada, sin necesidad de fierros, ni de AK-47.
Y la verdad es que esa Colombia de Garzón, la que siempre trató de invitar a su casa, por momentos parecía perfectamente alcanzable. Conseguía que generales se sentaran con exguerrilleros, que embajadores gringos se sentaran con embajadores cubanos, que hombres de derecha se sentaran a confrontar sus ideas con los de izquierda, y que los grandes temas relegados que siempre se mantenían congelados y en gavetados se tocarán con insospechado desparpajo, y se pusieran sobre la mesa. Garzón era en el fondo un provocador irreverente, un facilitador itinerante que tenía la capacidad de unir todos los pedazos de país que se han acostumbrado a evitarse. Lástima que su muerte nos recuerde la tenebrosa fragilidad en que vivimos, el mezquino sentido que se tiene por la vida en Colombia, que nos aleja acaso más de ese país que trato de armar Garzón desde su casa.
Conocí a Jaime Garzón en una de esas reuniones citadas por él con el propósito de fundar un nuevo movimiento político, el Rotundo Vagabundo -yo era el seno del movimiento-. No era gratuito que todos fuéramos despistados periodistas, exguerrilleros sin chanfaina, comerciantes con sentimientos de culpa y pesado e inmamables académicos de izquierda que todo lo sabían. Por eso, pese a que a Jaime no le fue muy bien manejando las masas en El Rotundo Vagabundo, descubrimos en cambio que era inmejorable cuando se mofaba de la política y sus atributos. Por mucho tiempo su deporte favorito fue llamar a los amigos haciéndose pasar por el presidente Gaviria, hasta que uno de ellos, desesperado de tanta chanca y tanta broma -vale decir que Jaime perdió muchos amigos por estar en esas-, lo conectó con una programadora de televisión para sacárselo de encima.
Después descubrimos que no era propiamente el interés político lo que movía a Garzón a montar movimientos renovadores, sino más bien la necesidad de tener un público que le escuchará barbaridades. Tras el episodio creo que Garzón tuvo bien claro que la mejor forma de hacer política no era convirtiéndose al pastranismo -aunque lo intentó- ni al gavirismo -Dios sabe que lo hizo, y que nunca se arrepintió-, sino burlándose de todo lo que él había pretendido hacer de la política por eso fue el único gavirista que se atrevió a criticar a Gaviria, el único pastranista en controvertir a Pastrana, y el más virulento enemigo de Samper, pese a que en el fondo compartía mucha de sus miradas.
En cierto sentido la sola presencia de Garzón era una señal de que algo había cambiado en el país. Una esperanza de que las cosas eran o habían sido peores antes, cuando la intolerancia solo permitía un humor burdo sin intelecto. Por eso su muerte no solo nos duele, sino que nos devuelve en el tiempo. Nos transporta a tiempos de caníbales donde no hay espacio para el humor