Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
No son simples papeles sin sentido, sino la voz y la vida de quienes sufrieron la conquista y la colonia, de quienes lucharon por la Independencia y de quienes forjaron la vida de los colombianos durante los siglos XIX y XX. Son muchos retazos dispersos de todas las clases y castas, papeles y documentos que jalonan el crecimiento y las crisis económicas, testimonios de insurrecciones, revoluciones y gestos de paz de nuestra nación. Allí reposan las voces de nuestros infortunios en las relaciones con otros países y las más agudas controversias sobre nuestros intercambios y mercados con el mundo. Toda esta masa viva de registros visuales y escritos es lo que nos permite construir los edificios de la memoria histórica y hacer de su lugar de reposo el laboratorio en donde centenares de jóvenes, investigadores y académicos elaboran discursos sobre los más variados problemas de la historia nacional.
Ningún Archivo Histórico Nacional de ningún país del mundo ha sustituido la representación nacional por un individuo, por más héroes, reyes, emperadores, presidentes o sabios que hayan tenido. Ni los archivos nacionales de Estados Unidos, ni los de España, ni de México, ni los de Rusia ni los de Australia, ni los de ninguna nación seria han sido pensados para que se sustituya la nación por uno de sus héroes, de sus académicos o gobernantes. La idea de que los archivos nacionales son las reservas de la memoria nacional es indiscutible y clara. Nunca nadie, ningún Congreso o Cámara, ha pretendido usurpar dicha convicción.
Ni la Biblioteca del Vaticano fundada por Nicolás V en 1450 tiene el nombre de un papa. En los países en donde las realezas han durado siglos los archivos son de sus súbditos más que de sus propios deseos y vanidades. Este sentido de pertenencia se debe al respeto por lo que queda de la sociedad como historia de sus grandezas y frustraciones. Aunque en un momento determinado un personaje ilustre encarne la nación, las autoridades aceptan que los individuos guardan contradicciones de las cuales dará cuenta la historia que se acumulará como herencia en documentos, para ir a reposar en los archivos del Reino, del Imperio o de la República. Por ello, los archivos nacionales son bienes que no pertenecen a ningún gobierno, a ningún partido ni institución, sino a la misma gente que configura el cuerpo de la nación.
Está muy bien que muchos conciudadanos no comprendan que el Archivo General de la Nación de Colombia les pertenece como una parte fundamental de su espíritu de ciudadanos. Pero lo paradójico es que el Congreso de la República lo ignore. La emisión de la Ley Nº 1470 de 30 de junio de 2011, en su artículo primero decide que el Archivo General de la Nación “se llamará, a partir de la vigencia de la presente ley, Archivo General de la Nación JORGE PALACIOS PRECIADO” rompiendo con la norma general de que los archivos nacionales son en esencia la memoria de una nación.
Lo curioso es el silencio de las academias de historia, de las asociaciones de historiadores, de las universidades, de los intelectuales, de los archivistas e investigadores en torno a esta decisión en apariencia intrascendente. Quienes acostumbramos a consultar los diversos fondos de este archivo, ¿cómo tendremos que citarlo, o hacer referencia a él, en nuestras investigaciones futuras?
Muchos intelectuales saben que sólo los archivos familiares y personales llevan el nombre de sus donantes, lo cual es casi un requisito pues el nombre permite identificar al hacendado, al banquero, al obispo, al político, al revolucionario, al héroe, a la casa del príncipe, al académico o al intelectual. Estos archivos privados difieren en su esencia de los archivos nacionales y aun de los archivos regionales. Y nadie osaría agregar al Archivo del General Mosquera, al Archivo de la Corona de Aragón o al Archivo Fundación Casa de Alba el nombre del archivista que lo organizó y clasificó.
Nada tenemos en contra de Jorge Palacios Preciado, un colega entrañable y a quien ya el Archivo General de la Nación ha honrado su memoria bautizando con su nombre la sala de Investigadores y la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Tunja le rinde culto a su memoria en una sección de su biblioteca. Personalmente hice un elogio a su labor académica y administrativa, el cual se puede leer en el libro Los fantasmas de la memoria. Poder e inhibición en la historia de América Latina, publicado por la Universidad de los Andes en 2009 (pp. 337-342). Esta referencia es importante para quienes son suspicaces frente al problema que planteamos y que no es otro que esperar que el Congreso de la República comprenda que el Archivo General de la Nación siga siendo de la Nación y no quede vinculado a un nombre. ¿Si se hizo con el aeropuerto El Dorado por lo que representaba como herencia de nuestros antepasados, como no hacerlo con el lugar en donde reposa gran parte de la memoria de todos los colombianos?
Nos parece muy bien el decreto que honra la memoria de este amigo y colega. Alabamos que le hagan monumentos, que emitan estampillas, que publiquen sus obras completas y que se regalen a todos los centros de investigación y de enseñanza que existen en Colombia. No censuramos que le hagan medallas ni óleos ni bustos ni todas esas imágenes que forman parte del culto a la personalidad y que están contenidos en la citada ley. Todo eso está bien, no lo criticamos, pero que Colombia sea la única nación que da un nombre a su Archivo Nacional parece ridículo y falto de sentido común.
Si el Congreso está muy interesado en ver el nombre de este “hijo epónimo” de la ciudad de Tibasosa en letras de bronce, puede hacerlo en un lugar apropiado. Eso sí, es importante saber que cuando el presidente Santos Acosta creó en 1867 el Archivo Histórico de la Nación, también creó la Universidad Nacional, la Biblioteca Nacional y el Museo Nacional como bienes fundamentales de la cultura de los colombianos. Ninguna de estas instituciones lleva un nombre, porque son lo que son: centros académicos y lugares para la ciencia y el conocimiento propios de la Nación. Si el precedente de la Ley 1470 permanece, es indudable que la mancha no tardará en extenderse.
Lo curioso de la ley fue la forma silenciosa en que se promovió y se debatió. Con seguridad los honorables congresistas debieron estar mal asesorados al no advertir cuáles debían ser los límites de este acto legislativo. Estamos seguros de que el mismo Jorge Palacios Preciado se hubiera opuesto a que se hiciera semejante cambio al Archivo General de la Nación que él mismo contribuyó a crear y fortalecer. Ojalá que con esta ley y su equivocado destino los honorables representantes no declaren que fueron engañados como ocurrió con la famosa Ley de Regalías, sino que procedan a devolverle a la Nación lo que a ella le pertenece: su Archivo General de la Nación.