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“Ignorar la violencia no es resolverla”

Gonzalo Sánchez, director de la Comisión de la Memoria Histórica, resuelve algunas preguntas en torno al  tema.

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Nicolás Rodríguez I.
06 de septiembre de 2008 - 02:16 a. m.
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¿Por qué revolver el pasado? ¿No es acaso deseable el olvido para sanar las heridas?

Ese fue el discurso colombiano desde la Independencia hasta más allá del Frente Nacional. Valorábamos excesivamente nuestra capacidad para olvidar. Y eso nos llevó a la atrofia de la capacidad para resolver. Olvidábamos las guerras, pero no las resolvíamos.

Esa tradición olvidadiza de los conflictos era posible gracias a una visión dual de la guerra en la que sólo veíamos combatientes. Pero el gran descubrimiento humanitario, tras la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, es que en la guerra también (y sobre todo) hay víctimas. Si antes se legislaba para los guerreros, en las últimas décadas se legisla cada vez más para la protección de la población civil.

Para las víctimas, y el caso de Trujillo es elocuente, la bandera de la memoria y la bandera de la justicia se confunden.

¿Podría arriesgar una definición de memoria?

El problema es que no hay memoria sino memorias. En la sociedad, y sobre todo en las sociedades en guerra, la memoria es esencialmente plural. Por eso, más que una definición de memoria preferiría hablar de la memoria como escenario, como lugar de enunciación de diferencias (pasado), lugar de negociación (presente) y lugar de debate sobre el futuro. Contra nuestras imágenes habituales, la memoria tiene que ver tanto con el pasado como con el futuro, y quizás habría que decir que sobre todo con el futuro. Por eso se puede decir que la memoria es otra forma de hacer política.

El término “memoria-histórica” mueve a equívocos. ¿Qué ocurrió para que se llegase a esta situación en la que la memoria es historia y la historia es memoria?

No queremos contraponer el mundo de la historia (de las causalidades, explicaciones, demostraciones) con el mundo de la memoria (las subjetividades, las visiones, las interpretaciones y los impactos). Memoria histórica es un relato con el máximo nivel de fundamentación, de rigor y de contrastación. Es un relato argumentado.


¿Qué usos le hemos dado a la memoria?

La memoria fue hasta una época muy reciente un recurso de las élites. Éstas administraban la memoria como un mecanismo de reproducción de sí mismas. En las últimas décadas la memoria se ha democratizado. Los subalternos y marginados se han apropiado de ella, se la disputan a sus depositarios tradicionales. Por eso hemos pasado en Colombia de un déficit estructural de memoria a una explosión de memorias. Y esta explosión debe ser vista como un signo de dinamismo de la sociedad colombiana. Es desde luego un proceso significativamente más visible a nivel local y regional que a nivel nacional. A nivel nacional todavía se le tiene miedo a la memoria.

El reto hoy para nosotros es, para utilizar la fórmula del historiador norteamericano Steve Stern, cómo pasar de unas memorias sueltas, fragmentarias, a una memoria emblemática, que dé sentido a las múltiples experiencias dentro de un relato global.

¿Qué impacto social puede tener esa dinámica de la memoria?

Actualmente en Colombia el proceso de construcción de memoria social desde las víctimas es protagónico e inusitado. La memoria de éstas es cada vez más articulada. En el plano local y regional la claridad que tienen de la relación entre su experiencia individual, comunitaria y las estructuras de poder es reconocible y admirable. Por ello se puede afirmar que aunque la violencia ha fragmentado, también ha transformado y ha articulado, en su proceso de reflexión, a las comunidades locales con los procesos nacionales.

Me atrevería incluso a decir que hoy por hoy la transformación del campo de la memoria viene más de los procesos regionales hacia el centro que del centro a la periferia.

¿Cuál es la relación que se teje entre memoria y democracia en situaciones de conflicto?

Uno de los principales fundamentos de la violencia es la mentira, la tergiversación, la negación de lo ocurrido, en últimas, la impunidad. Contrario sensu, uno de los recursos fundamentales de los oprimidos es la verdad. “La verdad os hará libres” es un principio de la tradición cristiana que se volvió norma positiva en la era moderna: el derecho de las sociedades, y en particular de las víctimas, a la función redentora de la verdad.

La verdad se supone es una barrera a la repetición de las violencias pasadas. Es sobre ese presupuesto que se construyen las comisiones de verdad como mecanismos de transición a la democracia. A través de estas comisiones el pasado se convierte en un objeto de negociación. Memoria, verdad y consolidación democrática se vuelven elementos de un mismo proceso.


¿Qué diferencia hay entre esta Comisión y la que usted dirigió en los años ochenta?

La llamada comisión de los “violentólogos”, de 1987, con todo el impacto institucional y académico que tuvo, surgió de la iniciativa personal de un ministro del presidente Barco, el entonces ministro de Gobierno, Fernando Cepeda, que quería tener un diagnóstico, no vinculante, sobre las dinámicas de la violencia de entonces.

La presente comisión o Grupo de Memoria Histórica surge, por el contrario, de un mandato legal, de un deber de memoria del Estado fundado en la nueva legislación internacional, incorporada a la legislación colombiana, y del derecho de las víctimas a la verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. No es lo mismo evaluar y proponer desde la academia que desde una instancia estatal, y de todos modos con autonomía académica plena.

Con una historia de tanta violencia y excesos como la colombiana, ¿cómo evitar su “banalización”?

Lo primero es asumir la incómoda verdad de que sí hay violencia en este país y que en gran medida no tenemos todavía una idea cierta de sus dimensiones. El país se debe asombrar cuando le decimos que lo que ha habido en Colombia en las últimas décadas es una guerra de masacres —hablamos de más de 2.500 masacres entre 1982 y 2007—. Hemos tenido una historia de infamia y de dolor, pero también de resistencia.

Y lo segundo es entender que cerrar los ojos, taparse los oídos, voltear como si nada la página, frente a la contundencia de los hechos, no es una buena terapia ni para las personas, ni para las sociedades. Pongámoslo así: ignorar la violencia no es resolverla. De hecho, negándola, contribuimos a su reproducción.

¿Qué compromiso tienen los medios de comunicación con la memoria? ¿Lo están cumpliendo?

Cuando el comunicador se enfrenta a hechos de tanta gravedad como las masacres y los delitos de lesa humanidad, no puede ser un simple observador. Frente a ellos yo diría que el comunicador tiene un deber de conciencia, un deber de profesión y un deber de sociedad. Una grave violación del derecho, decía el filósofo Kant, es un agravio a la humanidad entera, y por consiguiente todos deberíamos sentirnos interpelados y afectados.

No veo por qué los comunicadores deban tener una posición diferenciada. Frente a una masacre todos deberíamos llorar, todos deberíamos actuar, todos deberíamos proponer. Indagar, esclarecer, fiscalizar son tareas fundamentales de los medios en un contexto de conflicto. Responsablemente cumplidas esas tareas, los hacen aliados estratégicos de producción de memoria y de verdad.

Por Nicolás Rodríguez I.

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