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La esclavitud sexual de los paramilitares en Charalá

El Espectador revela el escabroso expediente que tiene tras las rejas a la exrectora de un colegio en Santander que ofició, según la Fiscalía, como una proxeneta de las autodefensas con sus propias estudiantes.

Juan David Laverde Palma
24 de abril de 2016 - 01:55 a. m.

Uno de los capítulos más macabros de la barbarie paramilitar en Colombia acaba de ser esclarecido por la Fiscalía. Entre 2000 y 2004 hombres del frente Comunero Cacique Guanenta, adscrito al bloque Central Bolívar, no sólo implantaron un régimen de terror en 33 municipios de Santander, llegando a definir quién ingería licor y quién no, qué tanto ruido se hacía en la calle y en las casas, qué marcas ponerles a los borrachos, ladrones y prostitutas, y hasta cuándo y cómo poner un parlante para una ceremonia religiosa, sino que se metieron al corregimiento de Riachuelo en Charalá y esclavizaron sexualmente a tantas menores como pudieron mientras los fusiles humeantes las amenazaban a distancia.

El Espectador conoció la medida de aseguramiento que la Fiscalía dictó contra varios de los protagonistas de esta cadena de vejámenes en Santander, entre ellos la exrectora del colegio Nuestra Señora del Rosario Lucila Gutiérrez, su esposo el exconcejal de Charalá Luis María Moreno y varios comandantes de las autodefensas. Un expediente que trascendió hace algunos días cuando el organismo investigador anunció en rueda de prensa los primeros hallazgos de esta cruda radiografía de violencias hasta hoy impunes. Este diario quiso documentar con mayor detalle semejante huella de salvajismo y conoció todos los pormenores de las pesquisas de las autoridades, los descarnados relatos de las víctimas y hasta el cinismo de algunos victimarios que sin más atribuyeron estas conductas a la crueldad de la guerra.

En el documento de 104 páginas, firmado el pasado 17 de abril por un fiscal de la Dirección de Análisis y Contexto, se consignó que la mencionada facción paramilitar reclutó menores con el objetivo de crear un frente internacional para incursionar en territorio venezolano. Para ello, se organizó en 2002 una escuela de formación para sus integrantes ubicada en Coromoro (Santander). Sin embargo, las revelaciones más fuertes se concentraron en la familia Moreno Gutiérrez, pues se estableció que en Riachuelo esa pareja les abrió las puertas a los “paras”, los acompañó en fiestas y, lo más espeluznante, la entonces rectora facilitó toda clase de abusos sexuales en las instalaciones del colegio, al punto de promover bazares y reinados para exhibir a las niñas.

La investigación descubrió que las autodefensas se tomaron esa región con facilidad a principios de la década pasada y de inmediato impusieron su autoridad: implantaron el toque de queda, nadie podía consumir alcohol sin su vigilancia, prohibieron los grupos religiosos y obligaron a la población a asistir a sus festines. ¡Ah! Y hasta oficiaron como terapeutas de pareja. Eso sí, aconsejaban con el fusil al lado. “Cuando eran problemas de pareja los ponían a barrer las calles, cuando había una persona que se robaba un pollo le colocaban un letrero en la espalda y en el pecho que decía ‘Soy un ladrón’”, declaró un testigo. Otro más añadió: “A los que se emborrachaban les ponían camisetas de color verde, a los mujeriegos, amarillas, y a las chicas malas, rojas”.

La exrectora Lucila Gutiérrez y su esposo Luis María Moreno patrocinaron estas formas de control social y la arremetida paramilitar. Tanto fluía esa relación, que el grupo ilegal hasta el mercado sacaba de esa casa para alimentar a la tropa. Basados en sus delaciones y señalamientos, muchos lugareños fueron acusados de ser enlaces del Eln y en una ocasión, incluso, uno de ellos fue ejecutado. No es todo. También se supo que los “paras” extorsionaron al entonces alcalde de Charalá, Jorge Marín Rivera. Le exigieron contratos y préstamos de maquinaria. Hasta se le metieron a la alcaldía. Él se negó y vinieron las presiones y amenazas. En medio de su tormentoso mandato, un día fue secuestrado. Su sorpresa fue mayúscula cuando se percató de que quien conducía era el concejal Luis María Moreno.

Existen nueve procesos más contra la exrectora y el exconcejal por delitos como homicidio, concierto para delinquir, constreñimiento ilegal y secuestro. Lo peor ocurría en las aulas de clase y en la rectoría del colegio Nuestra Señora del Rosario. La Fiscalía señaló que allí se movieron a sus anchas los “paras”, manteniendo la zozobra entre padres y estudiantes, sometiendo al profesorado y bajo la ley del silencio. “Quien habla se muere”, fue la consigna que corrió como tiza en los tableros del centro educativo. Para la justicia ese control social se pudo realizar gracias a que integrantes del batallón Galán del Ejército tenían aliados en el frente Comunero y su función era la de avisar los patrullajes de la Fuerza Pública.

Relatos infames

El primer caso de violencia sexual documentado fue el que ejerció Jorge Hernando Gómez, alias Nariz, hacia el año 2003. En esa época trabajaba una menor de edad en la casa de la familia Moreno Gutiérrez. Su labor, además de la limpieza, era tenerles tinto hecho a los paramilitares. Como a esa casa entraban como Pedro por su casa, ella fue una de las primeras víctimas. Bajo el consentimiento de sus patronos, concluyó la Fiscalía, este jefe paramilitar abusó de la niña. Pero hubo más casos. El mayor responsable de este delito fue el comandante Carlos Alberto Armario, alias Víctor, un exintegrante de la Policía. Era él quien imponía la ley, ordenaba a sus anchas, resolvía disputas sobre linderos y hasta se ocupaba de “presuntas infidelidades”.

Sus excompañeros en armas le contaron a la justicia cómo le gustaban las mujeres: de cualquier edad, “y su fórmula de convencimiento era darles bebidas alcohólicas para obtener su objetivo sexual”. A muchas menores las engatusaba en principio ofreciéndoles regalos, dinero y hasta los vestidos de grado. Luego promovía fiestas, las obligaba a asistir, las encerraba en los cuartos y las abusaba mientras al cinto le colgaba un revólver. Su ritual era el mismo: las empujaba a la cama, les decía que tenían que hacer lo que él dijera y, sin chistar, dejar que se fuera la noche. “Esa noche abusó de mí, fue sólo una vez, no usó condón”, contó una niña que en esa época apenas tenía 15 años. A otra niña la llevó a una finca abandonada. Ella gritaba “auxilio, auxilio”.

Un repertorio de violencia sexual que fue extendiéndose en los alrededores del colegio en donde había un billar y varias tiendas, una zona que solían rondar Víctor, Leo, Carlos y El Zorro. A una servidora pública la violaron varios y la dejaron tirada en la calle. Las balas –o las amenazas de éstas– fueron desgarrando mujeres aquí y allá. Pero todo podía ser más dantesco. Esclavizaron sexualmente a varias niñas y la rectora Lucila Gutiérrez no tuvo empacho para sacarlas de clase, de matemáticas o sociales, qué importa, llevarlas a su oficina, dejarlas con ellos, permitir que se las llevaran y, a las más esquivas, tratar de convencerlas. Fue en 2002 cuando se inventaron un reinado. Ella y alias Víctor. Lucila decía que aquello había sido aprobado por la Secretaría de Educación de Santander.

El objetivo era poner a las niñas más lindas a desfilar en cuanta fiesta hubo durante dos meses bajo la consigna de que sería coronada la que más plata recogiera en esos eventos. Algunas menores se resistieron a ese festín de cosificación, pero tenían que estar sí o sí, o, de lo contrario, su familia no estaba más. “La rectora Gutiérrez le comunicaba a alias Víctor con quiénes podía tener una relación sentimental o a quiénes podía acosar”, estableció la Fiscalía. La rectoría del colegio se convirtió en el cuartel general de Víctor. Allí sostuvo un encuentro con estudiantes de secundaria, profesoras y la rectora. Su mensaje fue breve: “Las relaciones amorosas (con las niñas) no podían ser con patrulleros sino con los comandantes del grupo contrainsurgente”.

La investigación determinó sin rodeos que Lucila Gutiérrez, quien hoy tiene 67 años, era la proxeneta de los “paras”. Cuando las clases súbitamente se interrumpían y mandaban a llamar a alguna niña a la rectoría todos sabían lo que pasaba en adelante. Resignadas iban. En muchas ocasiones la misma rectora se desplazaba hasta el salón y se las llevaba. Cada abuso de alias Víctor y sus hombres en ese contexto terrorífico terminaba con una sentencia al oído de las menores: “Si dice algo, la mato”. Una menor le contó a la Fiscalía que aprendió a escaparse por detrás del colegio y llegar a su casa burlando cafetales para evitar ese destino infame. De vuelta al retorcido reinado aquel, quien animó con micrófono en mano la premiación fue la rectora Gutiérrez, mientras aplaudían a reventar 30 paramilitares.

Alias Víctor le dijo a su “elegida” tras el reinado que tenía que ser su novia o si no ejecutaba a sus papás. Pocos días después la subió a un carro, se la llevó a Piedecuesta (Santander), la metió a un hotel y, una vez en el cuarto la amarró con un cable de pies y manos, le pegó, le puso una pistola con silenciador en la sien y después… La segunda vez que abusó de ella le dejó chocolates y flores. Una salvajada que repitió varias veces más con la misma amenaza: si se resistía la mataba y luego mataba a sus padres. En no pocas ocasiones la rectora Lucila Gutiérrez les “aconsejaba” a sus estudiantes que no fueran bobas y que aprovecharan las celebraciones de sus “amigos”. Una burda operación de esclavitud sexual entre tizas y pizarrones.

A una de las niñas la sometieron durante dos años. La defensa de la rectora es que jamás se enteró de esto y que no sabe por qué quieren involucrarla en escenarios tan escabrosos. Una tesis que no compró la Fiscalía, pues son demasiados los testimonios en su contra. Una de sus acusadoras le recordó que una vez en la rectoría, al frente de ella, un comandante paramilitar la besó a la fuerza mientras la señora “siguió ahí en su computador”. Otra testigo relató que poco antes de empezar el abuso “ella cerraba la puerta” y se iba. Una de las declaraciones que más escozor provocaron en los investigadores fue la de una madre que encaró a alias Víctor. El jefe paramilitar, “mientras sentaba a la niña en las piernas”, le dijo burlón: “Vieja hijueputa... Vaya vieja maricona y me hace un tinto”.

Se trata de un expediente estremecedor. Cada relato es peor que el anterior. En total, 25 menores de edad al momento de los hechos le contaron a la Fiscalía los ecos de ese pasado tan triste. El esposo de la rectora, Luis María Moreno, en criterio de la Fiscalía, promovió estos abusos. Hoy ambos están tras las rejas, así como varios paramilitares que desandaron sus pasos en la guerra. Años tardó la justicia para empezar a saldar su deuda con las víctimas. Este parece ser el primer paso.

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Los que expandieron las Auc en Santander

De acuerdo con lo que ha documentado la Fiscalía, el Bloque Central Bolívar de las Auc, con alias Macaco, Julián Bolívar y Ernesto Báez a la cabeza, empezó a expandirse en Santander hacia el año 2001. La misión se llevó a cabo por medio de dos frentes: el Lanceros de Vélez y Boyacá y, principalmente, el Comunero Cacique Guanentá. Este último alcanzó a tener injerencia en 33 de los 87 municipios santandereanos, sobre todo en la zona suroriental del departamento.

La persona designada por Rodrigo Pérez Alzate, alias Julián Bolívar, para comandar ese frente fue José Danilo Moreno Camelo, alias Alfonso. Según el organismo investigador, solía pasar por las zonas de influencia del frente para recolectar dinero que provenía de robos de ganado y de “contribuciones” y está prófugo de la justicia. Sus segundos eran Carlos Almario Penagos, alias Víctor, asesinado en julio de 2005; Gerardo Alejandro Mateus Acero, alias Rodrigo, comandante militar del frente, y Luz Marina Eslava, alias Yoli.

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33 municipios integraban la zona de influencia del frente Comuneros Cacique Guanentá. Entre ellos Charalá, Socorro, Galán, San Gil y Ocamonte.

Por Juan David Laverde Palma

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