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Diana Fajardo Rivera tenía 32 años cuando la vida la obligó a encarar el capítulo más difícil de su historia. Era agosto de 1996 y ella era secretaria general del Ministerio de Gobierno y asesora jurídica de Horacio Serpa Uribe. En aquellos días los fantasmas del Proceso 8.000 deambulaban con toda fiereza en el gobierno de Ernesto Samper Pizano, aunque la Cámara de Representantes acababa de archivar su caso. Más allá de la pelotera política –en este país curtido de peloteras políticas desde que somos una república–, del inmortal “¡mamola!” de Serpa que se popularizó en la calle, y que todavía sobrevive hasta nuestros días, o de los desplantes del gobierno de Estados Unidos por esas sombras de la mafia, Fajardo Rivera vivía su propio drama. En su octavo mes de embarazo los resultados de una ecografía de rutina le pusieron la vida patas arriba. Su bebé tenía problemas muy graves.
Un examen de urgencia, luego otro y enseguida uno más. La incertidumbre. Un médico, luego otro y enseguida muchos más. El terror. Diana Fajardo no pudo volver más a la oficina. Lo único que logró rescatarla un poco del espanto que la arrasó por dentro por los malos pronósticos de vida de su bebé Francisco –así se llamó, así se llama– fue el abrazo dulce de Jorge Alejandro Medellín, su esposo; siempre a su lado, resistiendo junto a ella y también, como ella, con el corazón en la boca. Los médicos les explicaron entonces que el bebé había sufrido un accidente cerebrovascular que le llenó su cabeza de líquidos que presionaban el cerebro. Hubo que correr para determinar con qué velocidad crecía de tamaño el cerebro, adelantar el parto para evitar que la macrocefalia pusiera en riesgo la vida de Diana y empeorara la expectativa de vida de Francisco, y esperar a que el niño pudiera resistir lo que venía.
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