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La memoria y la verdad del Palacio de Justicia

La Corte Suprema de Justicia se encontraba sola en medio de una violencia que se había desatado por el narcotráfico y un desastroso proceso de paz.

Carlos Medellín Becerra*

04 de noviembre de 2015 - 10:09 p. m.
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Son ya 30 años. En esto, como en casi todas las cosas de la vida, el tiempo es circular y relativo. Lo digo porque son muchos años de historia, pero sólo algunos segundos ante la tristeza y la muerte. Las lágrimas no pasan con el tiempo. Después de todos estos años son muchas las reflexiones en torno a la toma del Palacio de Justicia el 6 de noviembre de 1985. Pero la que más permanece es la soledad. No me refiero a la soledad de las familias, sino a la soledad de la justicia en Colombia. Por las nuevas generaciones es importante recordar el entorno histórico que se vivía en ese momento.

La Corte Suprema de Justicia se encontraba sola en medio de una violencia generalizada que se había desatado por los carteles del narcotráfico y un desastroso proceso de paz con los grupos guerrilleros. Frente a lo primero, la Corte había recibido serias amenazas del cartel de Medellín por el proceso contra la extradición que se examinaba en ese momento sobre la constitucionalidad del tratado con EE. UU.

Y en cuanto al proceso de paz, la Corte se había pronunciado a favor de la ley de amnistía para los miembros de los grupos guerrilleros, había fijado su posición en contra del juzgamiento de civiles por parte de los jueces militares e investigaba las denuncias por las torturas y las desapariciones de personas, cuya responsabilidad recaía en la Fuerza Pública.

La Corte era, sin lugar a dudas, la guardiana de la civilidad, la juridicidad y la democracia. Por eso estaba tan sola. El país, dividido en ese entonces como ahora. Se debatía en posiciones mucho más radicales sobre la paz y un examen racional y jurídico sobre el problema de orden público no ofrecía gran respaldo. Era, sin duda, la Corte una incomodidad frente a los sectores más radicales de la derecha y de la izquierda. En medio de ese entorno, la soledad era evidente.

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Tan sola estaba la Rama Judicial que el día en que llegó el criminal y cobarde asalto guerrillero, la vigilancia de la Policía había sido retirada del Palacio de Justicia y tan sólo dos celadores privados custodiaban el edificio. Fueron estas personas las primeras en caer asesinadas cuando llegó el M-19. Luego, tomar a los magistrados como rehenes fue sencillo. Estaban solos, a pesar de que, como se demostró en el proceso ante el Consejo de Estado, el 18 de octubre de 1985 los medios de comunicación habían registrado la noticia: “hallado plan del M-19 para tomarse la Corte Suprema de Justicia”.

Desde el momento de la toma hasta su trágico desenlace, no cesaron los disparos, las bombas, los 24 tanques, las llamas. Por eso el presidente de la Corte, Alfonso Reyes, exigió el cese del fuego inmediato ante lo que ya se presagiaba como un holocausto. El presidente, Belisario Betancur, que no quiso pasarle al teléfono, omitió sus deberes constitucionales y dejó que la barbarie y la muerte se instalaran a sus anchas en el Palacio de Justicia. Desde ese entonces hemos denunciado lo que pasó, no porque lo hubiéramos imaginado sino porque lo vimos.

Los magistrados y demás civiles fueron asesinados. Cayeron entre el fuego cruzado de la Fuerza Pública y la guerrilla. Los guerrilleros también murieron. Y los que salieron con vida, como es el caso de la guerrillera Irma Franco, fueron desaparecidos. Así como todos aquellos capturados o rescatados de los que se sospechaba podían ser miembros del M-19. Caída la tarde del 6 de noviembre, el cuadro en el cuarto piso de la Corte no podía ser más dantesco: magistrados, auxiliares, conductores, visitantes y guerrilleros yacían sin vida en lo que, de haberse conocido por el mundo, sin duda habría sido una situación devastadora para la estabilidad del Gobierno.

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Tomaron la decisión entonces de quemar el Palacio y borrar las evidencias. La acción del fuego primero, y luego del agua a presión de los bomberos, hizo lo suyo para vergüenza de la justicia y el derecho. Lo sucedido en el baño al día siguiente, el 7 de noviembre, fue el epílogo de la tragedia. Un tanque disparando contra los rehenes que habían pasado ahí la noche es la prueba adicional de la crueldad excesiva y la cobardía contra la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado.

Los medios de comunicación que intentaron denunciar lo que estaba pasando fueron censurados por el Gobierno. El desprecio por la vida y por los derechos humanos fue, y ha sido, la constante durante el 6 y el 7 de noviembre de 1985 y 30 años de soledad y olvido.

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Todo esto lo vimos y lo denunciamos. Nadie escuchó, ni quería escuchar. Pedimos una investigación judicial, a lo que el Gobierno contestó con la creación de un tribunal de instrucción ad hoc que no concluyó en nada. La Comisión de Acusaciones de la Cámara archivó nuestra denuncia con el argumento de que el derecho internacional humanitario no estaba vigente. La justicia penal militar hizo lo propio absolviendo a los miembros de la Fuerza Pública y los dirigentes del M-19 fueron amnistiados e indultados sin que hubiera asomo de verdad, justicia o reparación.

Los familiares de los desaparecidos iniciaron una penosa ruta de tres décadas exigiendo justicia, y las indemnizaciones ordenadas por la justicia fueron asumidas por todos los colombianos sin que se hubieran adelantado las acciones de repetición contra los funcionarios del Estado responsables de la masacre. Los magistrados, profesores todos ellos y mártires de la justicia, fueron olvidados, y su soledad persiste en las aulas de las universidades en las que impartían sus lecciones, como sucede en la Universidad Externado de Colombia, donde no existe nada que los recuerde. El Externado nunca exigió investigaciones ni recordó lo sucedido. Le incomodó la memoria de los mártires. Ante la masacre más espantosa contra la justicia, sólo silencio. Silencio cómplice de la “Casa de Estudios” con los bárbaros. Sí, los asesinaron. A todos. El país lo vio. Todos lo vimos.

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Treinta años después empiezan a saberse cosas que siempre supimos. La Comisión de la Verdad, la Fiscalía y los jueces adelantaron 20 años tarde una investigación que Colombia y el mundo estaban exigiendo. Sus resultados, para fortuna de la justicia y el derecho, se empiezan a conocer al lado de las decisiones de la justicia internacional. Se sabrá la verdad. Estoy seguro. Ahora, ante la declaratoria de lesa humanidad, esperamos que se reabran las investigaciones por los asesinatos de los magistrados, auxiliares, secretarias, conductores y visitantes masacrados en el Palacio de la “Justicia”. Nada lo impide. Colombia y la memoria histórica lo exigen.

*Hijo de Carlos Medellín Forero, magistrado de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, quien murió en el holocausto del Palacio.

Por Carlos Medellín Becerra*

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