Paulina Mahecha, como miles de colombianas, perdió a un ser querido durante una de las épocas más difíciles del conflicto. En 2004 se despidió de su hija y no volvió a verla. Veinte años más tarde decidió contar su historia y cómo su búsqueda se ha vuelto una tarea personal. Antes de iniciar un diálogo con El Espectador, Paulina cierra los ojos, respira, carraspea y arranca: “Yo sé lo que pasó con ella”. Este es el relato de una madre que se puso las botas, agarró una pala y, bajo el sol o la lluvia, se ha dedicado a cavar hasta encontrar el cuerpo de María Cristina Cobo Mahecha, su hija desaparecida.
En un acto de desesperación, ante la negativa de las autoridades para atender las denuncias por la desaparición de su hija desde hace dos décadas, Paulina dedicó su vida, tiempo y bolsillo a recorrer el Guaviare para encontrar algún vestigio del paradero de María Cristina. Próxima a cumplir 70 años, aún cree que faltan sitios por cavar. Para ella no han sido suficientes los 120 huecos que ha abierto en el suelo. Y si pudiera, dice, desenterraría hasta el último metro cúbico con tal de “tener calma en mi corazón”.
En abril de 2004, María Cristina se fue para Calamar (Guaviare), un municipio de unos 10.000 habitantes, ubicado a 80 kilómetros de San José del Guaviare, para hacer el año rural de la carrera de Enfermería. Hizo sus prácticas en el hospital municipal de Calamar y luego la Alcaldía la contrató para inscribir campesinos al Sisbén y dirigir los almacenes médicos. “Ella era muy dada a la gente (...) Se fue con una maleta llena de sueños. No le importaba si era campesino, paramilitar o guerrillero. Si debía ayudar al otro, no se ponía a mirar el uniforme”, evoca Paulina.
Recuerda la última conversación que sostuvieron. En una llamada corta, María Cristina le dijo que iría de San José del Guaviare hasta Calamar para llevar unos ataúdes para dos viejitos que la guerrilla había matado. “Un día fueron a decirme que mi hija no había llegado al trabajo. Y yo: ‘¿Cómo así?’. Ahí empezó Cristo a padecer”, rememora Paulina, quien, al enterarse, se fue al municipio donde estaba su hija en busca de respuestas de su ubicación.
Al llegar se dio cuenta de que no pasaba nada. Nadie sabía dónde estaba ni la habían visto. Su paciencia se agotó y decidió enfrentar a quienes, sospechaba, podrían estar detrás de la desaparición de su hija: el Bloque Centauros de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). En 2004, esa subdivisión paramilitar, con más de 4.000 hombres en sus filas, estaba inmersa en el norte del Guaviare y sostuvo una extensa guerra territorial con las Autodefensas Campesinas del Casanare (ACC) por hacerse con el territorio.
“¿Sabe qué, señora? Cuando le pasa algo así a alguien le decimos a la familia que no joda más, porque le pasa lo mismo”, fue la respuesta tajante de los paramilitares a Paulina.
Con sus recursos y esfuerzos, Paulina empezó a buscar por su cuenta. Ahorraba durante cortos períodos, estudiaba sobre la desaparición forzada y con el paso de los meses tuvo que volverse investigadora.
Con pala en mano, viajó desde Villavicencio (Meta) —municipio donde vivía— hasta San José del Guaviare y Calamar, con el único objetivo de recolectar las piezas para completar el rompecabezas. “La búsqueda me tocó sola. A mis otros hijos les daba miedo que los mataran y les veo razón”, recuerda Paulina, consciente de que solo hay algo peor que perder a un familiar en el conflicto: perder a otro por buscar justicia. Años más tarde, testimonios de paramilitares desmovilizados esclarecieron el caso de María Cristina: fue torturada, violada, desmembrada y desaparecida.
En 2010, un juzgado de Villavicencio condenó a Pedro Oliverio Guerrero, alias Cuchillo, exjefe del Frente Héroes del Bloque Centauros, a 31 años y ocho meses de prisión por el crimen de Cobo Mahecha. “Los paramilitares me dijeron que allá donde la habían enterrado había un monte. Pero que bajaron al monte, mandaron tractores y se pusieron a sembrar maíz. ¿Qué se va a encontrar allá? Nada”, dice resignada.
Fue con hilo y aguja que empezó a hilvanar sus recuerdos de María Cristina. Empezó a confeccionar muñecas de trapo: estructuras de 15 centímetros con retazos de tela que servían como atuendo. Diseñaba ojos, facciones y algunas de ellas llevan un uniforme de enfermera. Las Cristinas del conflicto fue el nombre que Paulina le puso a su exhibición, en un acto de memoria. “El arte me ayudó a sobrevivir, no a sanar. Porque yo no he podido. Lo único que me queda por hacer es memoria por ella hasta el día que Dios me tenga con vida; hablar por medio de las muñecas”.
Su búsqueda fue apoyada por mujeres buscadoras de todo el país, quienes han sido un soporte para su dolor. Con el tiempo, el trabajo de confección se fue tornando más amplio al conocer los casos de sus compañeras; una muestra de que la desaparición sigue latente. Como una forma de representar las historias de cientos de mujeres que el conflicto se llevó, Paulina hace muñecas en diferentes tonos de piel, unas con uniforme militar, algunas con falda y otras con cabello de lana crispado; pero todas con mirada inexpresiva.
Cansada y enferma, pues padece cáncer de seno y una enfermedad gastrointestinal, no se rinde para dar con el paradero de su hija. Sigue preguntando, atando cabos y recordándola todos los días. “Esta búsqueda es como cuando usted camina entre un poco de espinas. Y la haré hasta el día que me muera”, concluye la buscadora, mientras muestra unas muñecas y el estante donde las guarda que, más que un simple armario, se ha convertido con los años en un altar de la memoria.
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