Según una reciente encuesta de Invamer, el principal problema que los colombianos creen que sufren es el desorden público y la inseguridad: 29 % respondieron que este es el factor que más les preocupa sobre otros que casi siempre están en primer lugar, como el desempleo ¿La percepción de temor a los espacios públicos por lo que pueda ocurrir allí es similar en zonas urbanas y rurales o hay diferencias y cuáles?
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Hay diferencias importantes tanto en la percepción de inseguridad como en la victimización entre grandes ciudades y municipios más pequeños y tanto en sus cascos urbanos como en sus zonas rurales. De acuerdo con la última encuesta del DANE de 2022, en las ciudades principales el indicador general de sensación de inseguridad fue del 53 %. Contrasta con un 67 % de percepción en cuanto a falta de seguridad, en una muestra de municipios en regiones afectadas por la violencia que hemos encuestado en los últimos seis años, de manera sistemática, en la Fundación Ideas para la Paz (FIP). También vemos contrastes según las regiones. Por ejemplo, en municipios del sur de Córdoba y Montes de María hay una percepción de inseguridad de alrededor del 50 %, mientras que en unos municipios de Nariño y Cauca llega a alrededor del 80 %. De otra parte, el número de personas que se ha declarado víctima es mayor en las grandes ciudades, como lo muestra la misma encuesta DANE del 2022: 8 % en centros poblados frente a 5,3 % en el rural disperso.
¿También son diferentes en cuanto al tipo de delitos?
En zonas urbanas, son centrales los delitos contra la propiedad, en particular los hurtos. En cambio, en los municipios que hemos estudiado en la FIP, encontramos que en las zonas rurales la letalidad del delito es mayor, y, por ejemplo, en amenazas: 30 % rural frente a 19 % en el casco urbano, y desplazamientos: 18 % rural frente a 14 % en casco urbano.
¿La percepción de alta inseguridad pública en zonas rurales se deriva o crece al tiempo con la política de paz total del Gobierno, como afirman grupos de oposición o es una problemática que viene creciendo desde hace décadas?
La seguridad se ha deteriorado, paulatinamente, en los últimos siete años, tras la desmovilización de las FARC, particularmente en las zonas que estuvieron bajo su influencia. Esto es producto de la puja del ELN, las disidencias de las extintas FARC y el Clan del Golfo por ocuparlas. El gobierno Duque fue el primero en este siglo que al término de su período dejó los homicidios al alza. La paz total generó muchas expectativas, sobre todo en las poblaciones de las zonas más críticas. Sin embargo, esa promesa no se ha cumplido. En suma, la influencia de los grupos armados ilegales se ha expandido territorialmente y profundizado, de manera dramática, en medio de la política de paz total.
El retiro de las FARC de las zonas que controlaba en virtud del Acuerdo de Paz de 2016 no fue aprovechado por el Estado para asumir el control territorial de esos sitios, como se ha dicho. Entonces, ¿se puede afirmar que el fenómeno del aumento de la inseguridad en zonas rurales es corresponsabilidad de los gobiernos Santos, Duque y Petro?
Sí. Hay corresponsabilidad de los tres gobiernos, pero, repito, la influencia de los grupos armados ilegales se ha expandido y profundizado territorialmente con la paz total de Petro.
En consecuencia, ¿la expansión de esos grupos y del control que ejercen en determinados territorios se puede atribuir a que el Estado “bajó los brazos” y a la falta de contención de bandas y guerrillas por falta de presencia y acción de la fuerza pública?
La expansión de los grupos armados (que quedaron) se inició, como dije, tras la desmovilización de las FARC y continuó durante el gobierno anterior, el cual, aunque tenía una política ofensiva, no logró contener ese proceso. Lo que ha sucedido durante el gobierno Petro es que ese fenómeno se ha acelerado. Los ceses al fuego, sin duda, han disminuido la presión sobre tales grupos. En medio de la paz total, los actores armados continúan expandiéndose, las disputas entre facciones por control territorial han crecido de manera exponencial (54 % en 2023) y son cada vez más notorias las acciones de control y restricción de derechos que ejercen en sus zonas de dominio. La paz total proporcionó una plataforma política nacional e impulsó la unificación de las disidencias, que eran una serie de facciones con influencia local, a la vez que estimuló que otros grupos buscaran el ropaje político, como lo ha venido haciendo sistemáticamente el Clan del Golfo. Mientras todo esto ocurre, no se advierte una estrategia de seguridad robusta y articulada en las mesas de negociación con los grupos armados, que equilibre la balanza.
Para entenderlo con plena claridad, en su opinión, ¿la manera como se ha desarrollado la política de paz total derivó en fortalecimiento y unificación de los grupos armados ilegales?
Sí. Son efectos indeseados de esa política y de la forma como se ha desarrollado: no creo que existiera un plan en tal sentido ni que fuera el propósito de la política de paz total. El objetivo manifiesto era lograr la paz con unos grupos y reducir los impactos humanitarios que afectan a la población civil.
¿Cuánto tiene que ver el atraso en la implementación del Acuerdo de Paz de 2016 con el incremento de la violencia rural?
Es importante empezar por decir que es imposible determinar la causalidad directa entre la implementación del Acuerdo de Paz como un todo y el incremento de la violencia rural. Sí es posible señalar que aspectos puntuales del Acuerdo, enfocados en evitar el reciclaje de la violencia, como la Comisión de Garantías de Seguridad y la política de desmantelamiento de organizaciones sucesoras de los grupos paramilitares, que debía definirse pronto y se aprobó apenas hace seis meses, no han funcionado adecuadamente. Tampoco se han cumplido, con eficacia, las garantías de seguridad para los excombatientes. A la fecha, poco más de 400 firmantes han sido asesinados y muchos más son víctimas de amenazas. El incremento de la violencia rural tiene que ver más con la debilidad estructural e histórica del Estado para transformar las condiciones proclives a economías ilegales de las zonas periféricas.
Según un informe reciente de la Oficina en Colombia de la ONU para los Derechos Humanos, es preocupante la pérdida de control territorial rural por parte del Estado. ¿Cree que las veredas de al menos 206 municipios estén siendo afectadas por ese fenómeno junto con el de la coerción cotidiana a sus pobladores?
Es bien difícil verificarlo, pues depende de la manera como se esté midiendo el control territorial. De cualquier manera, las instituciones públicas y organizaciones de la sociedad civil que hacemos estos seguimientos coincidimos en que, en los últimos años, se ha incrementado notablemente el número de municipios que están bajo alguna forma de influencia o presencia de estructuras armadas. El año pasado encontramos en la FIP que casi 400 municipios tenían esas características, mientras que en 2018 no llegaban a 300. Es muy importante aclarar que no en todos estos municipios hay zonas enteramente controladas por uno u otro grupo armado. También es clave ver los sucesos en perspectiva: a finales de los años 90 eran más de 600 los municipios de Colombia que padecían algún tipo de presencia de guerrillas y paramilitares.
El período de finales de los años 90 y comienzos del 2000 coincide con inicios de los gobiernos Uribe. ¿Los ocho años de esas administraciones en las que se privilegió el uso de la fuerza estatal robustecieron al Estado y, entonces, esa es la vía para lograr mayor seguridad?
En los gobiernos Uribe se negoció con los grupos de autodefensa que se desmovilizaron, en buena medida; además, hubo negociaciones paralelas con el ELN e intentos de iniciar diálogos con las FARC. La estrategia de seguridad de Uribe, que privilegió la parte militar, pero que a la vez usó estas formas de negociación, favoreció un mayor control territorial, pero ese resultado no fue sostenible en el tiempo. También es cierto que se cometieron excesos y no se logró algo fundamental: consolidar el control estatal en los territorios y fortalecer la autoridad del Estado en esas zonas.
¿Qué factores determinan el descontrol del orden público en las ciudades?
Son muy diversos. La escasa presencia de autoridad, la impunidad y falta de eficiencia de la justicia, la marginalidad social, la presencia de armas, drogas, alcohol y otras condiciones situacionales facilitan la comisión de delitos como el hurto y otros que se presentan en las ciudades. No hay un factor único y las variables que la determinan pueden ser de lugar, de situación, y otro tipo de condiciones diversas. La disuasión de las problemáticas que afectan la seguridad requiere un tratamiento muy focalizado.
Cada ciudad tiene un gobierno con amplia autonomía en el manejo de la seguridad y el orden. ¿Por qué crece simultáneamente la percepción de falta de control en casi todos los centros urbanos, si disponen de sus propias autoridades y políticas?
Las ciudades tienen muchas restricciones para el manejo de la seguridad, principalmente porque las agencias que juegan un rol preponderante en esta gestión, como la Policía y la justicia, obedecen a jerarquías del orden nacional y absorben la mayoría del presupuesto disponible. Aun así, las cuatro principales ciudades y otras pocas intermedias han desarrollado capacidades propias y tienen recursos que les permiten ejercer una relativa autoridad. En los demás municipios, sobre todo, en los de categoría 5 y 6 (población de entre 10.000 y 20.000 habitantes y menor de 10.000), que son la mayoría, la debilidad institucional es la norma. Por eso se presentan enormes asimetrías de poder.
¿Cuál puede ser la solución a esa debilidad institucional?
Han surgido propuestas sobre la creación de policías locales, que creemos que son inconvenientes por diversos motivos. A cambio, en la Fundación Ideas para la Paz estamos proponiendo revisar el modelo de descentralización de la seguridad en el país. Se trata de hacerles un examen juicioso a todos los aspectos de coordinación entre los ámbitos nacional, regional y local; de rescatar el rol articulador de los gobernadores para evitar que la política de seguridad esté atomizada en 1.100 municipios; de mejorar los mecanismos de seguimiento y de ajustar el esquema de financiación para el desarrollo de esta política en todos los niveles, pues es deficiente y poco transparente.
Cuando se presenta una sensación generalizada de inseguridad en los centros urbanos, como está ocurriendo ahora, ¿es cierto que los ciudadanos terminan inclinándose, mayoritariamente, por las soluciones represivas y el uso de la fuerza estatal?
Es correcto. Por lo general, una alta sensación de inseguridad va acompañada de miedo, lo que lleva a reclamar soluciones de mano dura. Esto conduce a pedir más hombres de Policía o, incluso, la militarización de las ciudades, y a las soluciones punitivas, a aprobar mayores penas por infracciones y hasta a sacrificar derechos y libertades con tal de alcanzar la anhelada seguridad. El caso Bukele, en El Salvador, es emblemático para este tipo de situaciones. No hay que perder de vista que en Colombia ya tenemos varios políticos que se declaran partidarios de ese modelo.
Un sector citadino importante, tal vez por temor a la falta de control urbano y del orden público, está solicitando la ampliación de licencias y permisos para la tenencia, el porte y uso de armas de fuego. ¿Es adecuada esta aparente solución?
Existe una correlación entre la circulación de armas de fuego y la violencia en todo el mundo. En América Latina se presenta una de las mayores correlaciones entre presencia de armas y violencia. Según el Small Arms Survey mientras que, en el mundo, el 45 % de los homicidios se cometen con arma de fuego, en América Latina es del 71 %. En Bogotá, esta cifra ronda el 61 %, mientras que en las zonas más violentas del país puede superar el 80 %. En la FIP hemos insistido, con base en evidencia, que el control sobre las armas de fuego, en especial las restricciones permanentes, sí tiene un efecto en la reducción de los homicidios. No estamos de acuerdo con la ampliación general de licencias y permisos. Las restricciones se deben mantener.
Sin caer en chovinismos, ¿la reciente población extranjera que ahora reside en Colombia —cuyo número asciende a dos millones de personas en todo el país, 605.000 de ellas en Bogotá, de las cuales el 62 % vive en condición de pobreza (según investigación de Bogotá Cómo Vamos)— ha incidido en el empeoramiento de la inseguridad en las ciudades?
La narrativa de que los migrantes son culpables de la creciente inseguridad es una tendencia mundial, en la cual también hemos caído en Colombia. Sin embargo, no hay estudios que demuestren una relación causal entre migración e incremento de la inseguridad en las principales ciudades. Un análisis que hicimos en la FIP sobre este tema hace unos años así lo indica y concuerda con otros hechos por la Universidad de los Andes. Tenemos, en cambio, indicios de la instrumentalización de migrantes en economías ilícitas como “raspachines” en el Catatumbo, o su victimización en fenómenos de explotación sexual y delitos conexos que, además de ser recurrentes en las ciudades y los centros urbanos, se pueden relacionar con economías lícitas como la minería de carbón. Contrario a la idea popular, la población migrante, más que ser victimaria, es víctima de la violencia y de las organizaciones criminales de Colombia.
Sin embargo, en los barrios de algunas ciudades como Bogotá y Cúcuta, los vecinos se llaman víctimas de las supuestas nuevas bandas dominantes en las calles, que estarían compuestas y lideradas por extranjeros (sin generalizar, por supuesto)…
Sin estudios serios, es difícil llegar a conclusiones ciertas. En términos generales, se puede decir que no son los extranjeros quienes jalonan la criminalidad, sino que algunos de ellos pueden terminar integrándose a las redes criminales locales ya existentes, son instrumentalizados por estas o llegan a acuerdos entre unas y otras.
Difusión de videos con ataques impacta la percepción de seguridad
P/Admitiendo que el fenómeno de inseguridad y descontrol del orden público está creciendo, ¿la mayor percepción de temor, tanto en ciudades como en veredas, tiene alguna relación con la difusión inevitable en redes, de videos y relatos sobre los momentos más dramáticos de los ataques?
R/ Es bien sabido que la difusión de noticias en redes y medios de comunicación afecta la percepción de seguridad y que esto, a su vez, impacta el tipo de solución que se promueve. El llamado pánico moral explica que haya una exageración o sobredimensionamiento del fenómeno delictivo - sin quitarle el daño y dolor que cada hecho individual produce - que favorece la necesidad de encontrar mecanismos represivos mayores con recurrencia en el uso de la fuerza y, lo que puede ser peor, con el uso desproporcionado de esa fuerza por parte del Estado. En el marco de la paz total, cada vez vemos con más frecuencia a los grupos armados ilegales por distintos medios y redes reafirmando las razones por las que están en armas, y entregando obras o realizando actividades para la población civil que muestran la ausencia del Estado. Esta situación alimenta la idea de que estamos ante un fenómeno de difícil contención.
Historia de la FIP y el encuentro del industrial y el guerrillero.
La Fundación Ideas para la Paz (FIP) nació como centro de pensamiento en 1999, al tiempo con las negociaciones entre el gobierno Pastrana y las FARC dirigidas por Manuel Marulanda Vélez – “Tirofijo” -, el legendario guerrillero de esa extinta agrupación armada. Un grupo de empresarios decidió acompañar, desde ese centro, al sector público en el escrutinio de temas de paz, seguridad y desarrollo. Los fundadores hicieron presencia en San Vicente del Caguán, zona en la que se adelantaron las conversaciones de Estado e insurgencia como parte de la sociedad civil que aunque detentaba poder económico, era proclive a soluciones de paz. De aquella época hay una fotografía del industrial más conservador de la época, Hernán Echavarría Olózaga, líder de conglomerados privados como Coltejer y la organización Corona, cuando saluda de mano al jefe de las Farc. Hoy, 25 años después, la FIP continúa su labor en estudios de paz y reconciliación con María Victoria Llorente Sardi como su directora ejecutiva. Llorente es politóloga de la Universidad de los Andes y ha sido consultora de organismos multilaterales en prevención del crimen, reforma policial y política de drogas.