La suerte de los sobrevivientes de la bomba al DAS
Se cumplen 30 años del atentado de Pablo Escobar que buscaba acabar con la vida del general (r) Miguel Maza Márquez. En medio de tanta tristeza, brilla también la resiliencia de aquellos que sobrevivieron a la explosión.
Juan Sebastián Lombo Delgado / @JuanLombo/ jlombo@elespectador.com
Los habitantes del sector de Paloquemao, en el centro de Bogotá, suelen repetir la historia de un embolador que estaba a pocos metros de donde explosionó la bomba en contra del edificio de la Dirección Administrativa de Seguridad (DAS), y sobrevivió como un símbolo de la buena fortuna con la que muchos corrieron ese 6 de diciembre de 1989. Él, a quien le dicen El siete vidas, estaba arreglando los zapatos a uno de sus clientes cuando el bus con 500 kilos de dinamita explotó hacia las 7:30 a.m. En ese mismo momento, el embolador se agachó y la onda expansiva mató a su cliente, mientras que él solo tuvo unas cuentas lesiones en la espalda que lo siguen acompañando. Hoy vende escobas en la misma zona de la explosión y es un símbolo de los que no murieron en el atentado ordenado por Pablo Escobar.
Como la de El siete vidas, son varias las historias de personas que estaban justo en las inmediaciones de la bomba y vivieron para contarlo. Yolanda Amador Mendoza —que trabajaba en bienestar social del DAS como peluquera— y sus compañeros son un ejemplo. Cuenta la exfuncionaria que ella y varias colegas madrugaron para coger puesto en el salón de usos múltiples, que estaba localizado en el ala del edificio del DAS cerca de la calle 19, ya que habían citado a una reunión a las 7:30 de la mañana. Mientras comenzaba el encuentro, ella mostraba las figuras del pesebre que había comprado para decorar el piso donde trabajaba. Conversaba con una amiga cuando la explosión ocurrió.
“Lo único que recuerdo es que cerré los ojos, porque sentí que se me iba a entrar tierra. Cuando los abrí, no vi nada porque todo estaba gris y estaban cayendo cosas del techo”, cuenta Amador sobre la explosión, señalando que varios, incluyéndola, pensaron que se trataba de un temblor, por lo que trataron de guardar la calma. Solo al salir del recinto se dieron cuenta de lo ocurrido: el edificio del DAS en ruinas, ninguna oficina en pie, todos los vidrios rotos y gente bajando de los pisos altos con sangre en sus rostros y malherida. Amador Mendoza cuenta que la suerte de ella y sus compañeros se debe a que unas divisiones de madera y cortinas del salón pararon la mayoría de los vidrios. De no ser así, “esa reunión hubiera sido una masacre”.
La suerte de Yolanda Amador también la corrió su hermana, que trabajaba en el mismo edificio. Su oficina estaba más cerca del lugar de la explosión, pero como relata la funcionaria a El Espectador, de una forma inexplicable la pared se vino al piso y fue contenida por el escritorio, dejando un pequeño espacio para que la mujer saliera ilesa del atentado terrorista. Al final, ambas hermanas se encontraron y se comunicaron con su madre, que sufría del corazón, antes de que las líneas telefónicas quedaran cortadas. Luego un policía las montó en un taxi y fueron hasta el hospital de San Blas para curar unas cuantas cortadas que tenía Yolanda Amador en su cara y en sus manos, y que dejaron unas cicatricesque hoy resultan apenas notorias.
De acuerdo con los reportes oficiales, fueron al menos 63 muertos y 700 heridos. La mayoría de las víctimas, cuenta Yolanda Amador, fueron personas que madrugaron a sacar su pasado judicial —antecedentes que suministraba el DAS para esa época— y una veintena de funcionarios, entre los que estaban algunos miembros de la dependencia rural, una secretaria del sexto piso —que salió expulsada por la ventana— y algunos trabajadores del área de sanidad. Para Amador, este doloroso hecho creó un sentimiento de unidad y compañerismo en la entidad que comandaba la inteligencia y el control migratorio en el país. Tal cercanía, según cuenta la funcionaria, incluso sobrevivió a la disolución del DAS, ordenada el 31 de octubre de 2011 por Juan Manuel Santos, por entonces presidente de la República.
Esa camaradería la confirma una exfuncionaria que fue trasladada a la Fiscalía tras la liquidación del ente de inteligencia y que pide reservar su identidad como una forma de olvidar estos hechos de los que no le gusta hablar. “Fuimos muy solidarios, eso nos hizo sentir ese amor por la institución. No nos importó que fuéramos de otra dependencia”, señaló la mujer, que luego agregó: “La bomba generó mucha unidad. Al día siguiente hubo gente que preguntaba como si hubiéramos vuelto de la guerra qué había pasado. Luego visitábamos a los que estaban en los hospitales, porque sus heridas habían sido mayores”. Esta unidad, asegura la funcionaria, se mantiene hoy en las entidades en las que fueron repartidos los ex DAS.
Los alrededores olvidados
La plaza de mercado de Paloquemao está apenas a unas cuadras del edificio del DAS y del epicentro del bus-bomba. Ese 6 de diciembre de 1989, estaba abarrotada de personas que se preparaban para celebrar el Día de las Velitas, el 7 de diciembre. Fabio Lagos, que estaba en el parqueadero de las flores, uno de los lugares más cercanos de la plaza al lugar de la explosión, señala que era un día con mucha clientela hasta que ocurrió la explosión. “El estruendo fue muy berraco y nos salvamos porque había unos muros entre las flores y la calle 19 que amortiguaron la onda expansiva”, asegura el comerciante, que desde los 7 años ha trabajado en este tradicional mercado de Bogotá.“Latas, cemento y escombros comenzaron a caer desde el lugar de la explosión. Solo una persona de toda la plaza quedó herida y fue porque le cayó un pedazo de metal en la cabeza”, cuenta Lagos, que agrega que la única víctima mortal relacionada con la plaza fue un menor que estaba con su papá vendiendo tintos en la esquina de la calle 19 con carrera 27. “La explosión le hizo sangrar los oídos. El papá pensó que no era grave y el muchachito murió días después por problemas neurológicos”, contó. El comerciante también narra que las personas cerraron sus negocios y desocuparon “de forma caótica” la plaza de mercado, mientras otros iban al lugar de la tragedia: “Fui con mi hermano y vimos brazos y piernas colgadas en todas partes”.
Algunas personas salieron a ver qué pasaba en el DAS y otros comerciantes, como Leonardo Rosas, prefirieron quedarse en el mercado ante el desconcierto de lo ocurrido. Sin embargo, según cuenta Rosas, la relativa calma en el ambiente de Paloquemao fue rota por un aviso en el sistema de perifoneo de allí: “Cerca de 15 minutos después avisaron que había una bomba en la plaza. El miedo de otra bomba nos sacó a todos y nos llevó a evacuar hasta la carrilera. Algunos, cual Los Magníficos (serie de televisión), trataron de meter sus carros por los potreros que rodeaban Paloquemao”. Este vendedor de plátano asegura que fueron muchos los heridos en la plaza, pero que no hay registro de ellos porque salieron huyendo.
En lo que concuerdan Lagos y Rosas, colegas y amigos desde hace varios años, es que las secuelas del atentado también las sienten ellos hasta hoy: “El mayor trauma es el miedo, no podemos oír una olla exprés sin que nos sintamos temerosos”. Leonardo Rosas agrega que esas secuelas lo han llevado incluso a evitar transitar por la calle 19 cuando baja hacia la carrera 30. Además de las posibles marcas, ambos aseguran que, frente a las cifras oficiales, fueron muchas más las víctimas del atentado del DAS. “Esa era una zona de demasiada gente. Había tramitadores, personas sacando el pasado judicial y otros llegando a sus trabajos. Fueron más muertos de los que dicen”, concluyen ambos amigos.
El edificio del DAS estaba rodeado de cientos de ferreterías y otros tipos de comercio de maquinaria que siguen en pie, algunas con los mismos dueños y trabajadores de ese entonces. En uno de estos locales se puede encontrar a Alberto Figueroa, que llegó a su lugar de trabajo cinco minutos después de ocurrida la explosión. “Venía en el bus cuando sentí el bombazo. Cuando llegué comencé a ver mucho humo y destrucción. Después fue que vi a los muertos. La gente estaba toda tirada en el suelo”, cuenta el trabajador. Luego Figueroa concluye: “Afortunadamente fui el primero en llegar de mis compañeros, a ellos no les pasó nada. Tras el atentado, nos pusimos a recoger escombros”.
Una de las cabezas de la Ferretería Ángel, justo al costado del antiguo edificio del DAS, asegura que afortunadamente el día de la bomba no estaba cerca de su negocio, ya que iba a matricular a su hija al colegio. Sin embargo, tras el atentado: “A mí algo se me quedó y me tuve que devolver al apartamento. Entonces un familiar nos llamó de urgencia y me dijo que tenía que ir al negocio porque habían puesta una bomba en el DAS”. En medio de los destrozos y de la mercancía desorganizada por la onda explosiva, este hombre recuerda que “el dueño de este local fue una de las personas que se salvaron de milagro. Estaba cubierto por un muro y se salvó de morir. Ese día pidió whisky para celebrar su buena fortuna. Mi socio también se salvó y lo pusieron a cargar heridos en su carro. Él sí cuenta lo que pasó ese día”.
Sin embargo, ese socio, quien prefirió no decir su nombre, se niega a contar lo que le ocurrió ese día. Solo se limita a decir que ha sido uno de los peores momentos de su vida, pues la onda casi lo mata al levantar su carro. También dice que, al llegar al lugar de su trabajo, las autoridades lo pusieron a llevar a varios de los heridos a un centro asistencial. “Me tocó llevar en el carro a muchos mutilados hasta Cajanal”, concluye este comerciante que lleva más de 30 años en el sector, para luego decir que no pronunciará otra palabra más acerca de ese día del que no quiere tener más recuerdos.
En las inmediaciones del bombazo también hay restaurantes y casas de familia que también sufrieron las duras consecuencias del atentado. Los dueños del Restaurante la Carolina, justo al respaldo de la antigua sede del DAS, aseguran que “no se puede describir lo que uno siente” en el momento de la explosión. Una de las dueñas, que para el momento del atentado estaba embarazada y vivía en la misma casa en donde se ubicaba el negocio, asegura que su padre trabajaba en el DAS para la época de los atentados, pero una pelea familiar lo salvó: “Mi papá entraba al DAS a las siete”, pero peleó con mi mamá porque se había dañado la estufa. Él, a regañadientes, se quedó arreglando la estufa y evitó estar en el momento de la bomba. Muchos de sus compañeros murieron ese día”.
Este viernes se cumplen 30 años del atentado ordenado por Pablo Escobar, y aún hoy son más los “no quieren hablar de ese tema, es muy traumático para mí” que las personas dispuestas a contar sus vivencias en el bombazo al edificio principal del DAS y las horas posteriores. Aún así, en medio de la tristeza de las memorias, hay un sentimiento de esperanza y de unidad. La bomba, que iba dirigida en contra del general Miguel Maza Márquez, no solo falló en su blanco principal, sino que creó un sentimiento de resiliencia que aún hoy se siente en el sector de Paloquemao, sin importar que el DAS haya desaparecido hace 8 años.
Los habitantes del sector de Paloquemao, en el centro de Bogotá, suelen repetir la historia de un embolador que estaba a pocos metros de donde explosionó la bomba en contra del edificio de la Dirección Administrativa de Seguridad (DAS), y sobrevivió como un símbolo de la buena fortuna con la que muchos corrieron ese 6 de diciembre de 1989. Él, a quien le dicen El siete vidas, estaba arreglando los zapatos a uno de sus clientes cuando el bus con 500 kilos de dinamita explotó hacia las 7:30 a.m. En ese mismo momento, el embolador se agachó y la onda expansiva mató a su cliente, mientras que él solo tuvo unas cuentas lesiones en la espalda que lo siguen acompañando. Hoy vende escobas en la misma zona de la explosión y es un símbolo de los que no murieron en el atentado ordenado por Pablo Escobar.
Como la de El siete vidas, son varias las historias de personas que estaban justo en las inmediaciones de la bomba y vivieron para contarlo. Yolanda Amador Mendoza —que trabajaba en bienestar social del DAS como peluquera— y sus compañeros son un ejemplo. Cuenta la exfuncionaria que ella y varias colegas madrugaron para coger puesto en el salón de usos múltiples, que estaba localizado en el ala del edificio del DAS cerca de la calle 19, ya que habían citado a una reunión a las 7:30 de la mañana. Mientras comenzaba el encuentro, ella mostraba las figuras del pesebre que había comprado para decorar el piso donde trabajaba. Conversaba con una amiga cuando la explosión ocurrió.
“Lo único que recuerdo es que cerré los ojos, porque sentí que se me iba a entrar tierra. Cuando los abrí, no vi nada porque todo estaba gris y estaban cayendo cosas del techo”, cuenta Amador sobre la explosión, señalando que varios, incluyéndola, pensaron que se trataba de un temblor, por lo que trataron de guardar la calma. Solo al salir del recinto se dieron cuenta de lo ocurrido: el edificio del DAS en ruinas, ninguna oficina en pie, todos los vidrios rotos y gente bajando de los pisos altos con sangre en sus rostros y malherida. Amador Mendoza cuenta que la suerte de ella y sus compañeros se debe a que unas divisiones de madera y cortinas del salón pararon la mayoría de los vidrios. De no ser así, “esa reunión hubiera sido una masacre”.
La suerte de Yolanda Amador también la corrió su hermana, que trabajaba en el mismo edificio. Su oficina estaba más cerca del lugar de la explosión, pero como relata la funcionaria a El Espectador, de una forma inexplicable la pared se vino al piso y fue contenida por el escritorio, dejando un pequeño espacio para que la mujer saliera ilesa del atentado terrorista. Al final, ambas hermanas se encontraron y se comunicaron con su madre, que sufría del corazón, antes de que las líneas telefónicas quedaran cortadas. Luego un policía las montó en un taxi y fueron hasta el hospital de San Blas para curar unas cuantas cortadas que tenía Yolanda Amador en su cara y en sus manos, y que dejaron unas cicatricesque hoy resultan apenas notorias.
De acuerdo con los reportes oficiales, fueron al menos 63 muertos y 700 heridos. La mayoría de las víctimas, cuenta Yolanda Amador, fueron personas que madrugaron a sacar su pasado judicial —antecedentes que suministraba el DAS para esa época— y una veintena de funcionarios, entre los que estaban algunos miembros de la dependencia rural, una secretaria del sexto piso —que salió expulsada por la ventana— y algunos trabajadores del área de sanidad. Para Amador, este doloroso hecho creó un sentimiento de unidad y compañerismo en la entidad que comandaba la inteligencia y el control migratorio en el país. Tal cercanía, según cuenta la funcionaria, incluso sobrevivió a la disolución del DAS, ordenada el 31 de octubre de 2011 por Juan Manuel Santos, por entonces presidente de la República.
Esa camaradería la confirma una exfuncionaria que fue trasladada a la Fiscalía tras la liquidación del ente de inteligencia y que pide reservar su identidad como una forma de olvidar estos hechos de los que no le gusta hablar. “Fuimos muy solidarios, eso nos hizo sentir ese amor por la institución. No nos importó que fuéramos de otra dependencia”, señaló la mujer, que luego agregó: “La bomba generó mucha unidad. Al día siguiente hubo gente que preguntaba como si hubiéramos vuelto de la guerra qué había pasado. Luego visitábamos a los que estaban en los hospitales, porque sus heridas habían sido mayores”. Esta unidad, asegura la funcionaria, se mantiene hoy en las entidades en las que fueron repartidos los ex DAS.
Los alrededores olvidados
La plaza de mercado de Paloquemao está apenas a unas cuadras del edificio del DAS y del epicentro del bus-bomba. Ese 6 de diciembre de 1989, estaba abarrotada de personas que se preparaban para celebrar el Día de las Velitas, el 7 de diciembre. Fabio Lagos, que estaba en el parqueadero de las flores, uno de los lugares más cercanos de la plaza al lugar de la explosión, señala que era un día con mucha clientela hasta que ocurrió la explosión. “El estruendo fue muy berraco y nos salvamos porque había unos muros entre las flores y la calle 19 que amortiguaron la onda expansiva”, asegura el comerciante, que desde los 7 años ha trabajado en este tradicional mercado de Bogotá.“Latas, cemento y escombros comenzaron a caer desde el lugar de la explosión. Solo una persona de toda la plaza quedó herida y fue porque le cayó un pedazo de metal en la cabeza”, cuenta Lagos, que agrega que la única víctima mortal relacionada con la plaza fue un menor que estaba con su papá vendiendo tintos en la esquina de la calle 19 con carrera 27. “La explosión le hizo sangrar los oídos. El papá pensó que no era grave y el muchachito murió días después por problemas neurológicos”, contó. El comerciante también narra que las personas cerraron sus negocios y desocuparon “de forma caótica” la plaza de mercado, mientras otros iban al lugar de la tragedia: “Fui con mi hermano y vimos brazos y piernas colgadas en todas partes”.
Algunas personas salieron a ver qué pasaba en el DAS y otros comerciantes, como Leonardo Rosas, prefirieron quedarse en el mercado ante el desconcierto de lo ocurrido. Sin embargo, según cuenta Rosas, la relativa calma en el ambiente de Paloquemao fue rota por un aviso en el sistema de perifoneo de allí: “Cerca de 15 minutos después avisaron que había una bomba en la plaza. El miedo de otra bomba nos sacó a todos y nos llevó a evacuar hasta la carrilera. Algunos, cual Los Magníficos (serie de televisión), trataron de meter sus carros por los potreros que rodeaban Paloquemao”. Este vendedor de plátano asegura que fueron muchos los heridos en la plaza, pero que no hay registro de ellos porque salieron huyendo.
En lo que concuerdan Lagos y Rosas, colegas y amigos desde hace varios años, es que las secuelas del atentado también las sienten ellos hasta hoy: “El mayor trauma es el miedo, no podemos oír una olla exprés sin que nos sintamos temerosos”. Leonardo Rosas agrega que esas secuelas lo han llevado incluso a evitar transitar por la calle 19 cuando baja hacia la carrera 30. Además de las posibles marcas, ambos aseguran que, frente a las cifras oficiales, fueron muchas más las víctimas del atentado del DAS. “Esa era una zona de demasiada gente. Había tramitadores, personas sacando el pasado judicial y otros llegando a sus trabajos. Fueron más muertos de los que dicen”, concluyen ambos amigos.
El edificio del DAS estaba rodeado de cientos de ferreterías y otros tipos de comercio de maquinaria que siguen en pie, algunas con los mismos dueños y trabajadores de ese entonces. En uno de estos locales se puede encontrar a Alberto Figueroa, que llegó a su lugar de trabajo cinco minutos después de ocurrida la explosión. “Venía en el bus cuando sentí el bombazo. Cuando llegué comencé a ver mucho humo y destrucción. Después fue que vi a los muertos. La gente estaba toda tirada en el suelo”, cuenta el trabajador. Luego Figueroa concluye: “Afortunadamente fui el primero en llegar de mis compañeros, a ellos no les pasó nada. Tras el atentado, nos pusimos a recoger escombros”.
Una de las cabezas de la Ferretería Ángel, justo al costado del antiguo edificio del DAS, asegura que afortunadamente el día de la bomba no estaba cerca de su negocio, ya que iba a matricular a su hija al colegio. Sin embargo, tras el atentado: “A mí algo se me quedó y me tuve que devolver al apartamento. Entonces un familiar nos llamó de urgencia y me dijo que tenía que ir al negocio porque habían puesta una bomba en el DAS”. En medio de los destrozos y de la mercancía desorganizada por la onda explosiva, este hombre recuerda que “el dueño de este local fue una de las personas que se salvaron de milagro. Estaba cubierto por un muro y se salvó de morir. Ese día pidió whisky para celebrar su buena fortuna. Mi socio también se salvó y lo pusieron a cargar heridos en su carro. Él sí cuenta lo que pasó ese día”.
Sin embargo, ese socio, quien prefirió no decir su nombre, se niega a contar lo que le ocurrió ese día. Solo se limita a decir que ha sido uno de los peores momentos de su vida, pues la onda casi lo mata al levantar su carro. También dice que, al llegar al lugar de su trabajo, las autoridades lo pusieron a llevar a varios de los heridos a un centro asistencial. “Me tocó llevar en el carro a muchos mutilados hasta Cajanal”, concluye este comerciante que lleva más de 30 años en el sector, para luego decir que no pronunciará otra palabra más acerca de ese día del que no quiere tener más recuerdos.
En las inmediaciones del bombazo también hay restaurantes y casas de familia que también sufrieron las duras consecuencias del atentado. Los dueños del Restaurante la Carolina, justo al respaldo de la antigua sede del DAS, aseguran que “no se puede describir lo que uno siente” en el momento de la explosión. Una de las dueñas, que para el momento del atentado estaba embarazada y vivía en la misma casa en donde se ubicaba el negocio, asegura que su padre trabajaba en el DAS para la época de los atentados, pero una pelea familiar lo salvó: “Mi papá entraba al DAS a las siete”, pero peleó con mi mamá porque se había dañado la estufa. Él, a regañadientes, se quedó arreglando la estufa y evitó estar en el momento de la bomba. Muchos de sus compañeros murieron ese día”.
Este viernes se cumplen 30 años del atentado ordenado por Pablo Escobar, y aún hoy son más los “no quieren hablar de ese tema, es muy traumático para mí” que las personas dispuestas a contar sus vivencias en el bombazo al edificio principal del DAS y las horas posteriores. Aún así, en medio de la tristeza de las memorias, hay un sentimiento de esperanza y de unidad. La bomba, que iba dirigida en contra del general Miguel Maza Márquez, no solo falló en su blanco principal, sino que creó un sentimiento de resiliencia que aún hoy se siente en el sector de Paloquemao, sin importar que el DAS haya desaparecido hace 8 años.