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Las uñas negras de los cruzados

Las fotografías de un artista, que serán próximamente expuestas, ponen en evidencia una práctica recurrente entre los paramilitares: la de hacer ritos de brujería que los proteja en batalla.

Angélica Gallón Salazar
15 de octubre de 2011 - 09:00 p. m.

“Mala vía. Muy plano. Trocha. Indios. /Los caminos de arbolitos son todos los mismos. /Manacacías, San Miguel. /Bloque pequeño, el águila y su esposa. /Duermen lejos. /Carpas blancas como de manicomio campestre. /Todos quieren ser Rambo, indios disfrazados de Rambo, pequeños. /Tienen uñas pintadas de negro y largas, dicen que se cruzaron, es un pacto con el diablo. /Son inmunes, blindados condicionales, pagan con un muerto al mes. /Algunos flotan en combate. /Los indios hacen el rito. /Hay más”.

Un artista estaba embolatado entre la guerra. Había resuelto formar parte de una de las comisiones de desmovilización de los paramilitares que viajó por el Llano y Nariño en 2004. Se había llevado su cámara. Se daba cuenta de cosas que muchos otros, acostumbrados más a los terribles avatares de la guerra, no querían perder el tiempo en reparar.

Cuando agotado de escuchar testimonios que sacudían los cimientos de su propia humanidad, se obligaba a dejar por un rato la tarea asignada, el artista se paraba y miraba a su alrededor despojado de todo.

Veía entonces que con recurrencia muchos de esos hombres, jóvenes, indios, señores paramilitares que llegaban a su campamento aparecían con las uñas pintadas de negro. No dejaba de ser extraño para él, que tanto había convivido con las subculturas urbanas en las que góticos o punkeros se oscurecían las uñas, ver esa práctica en un contexto tan diferente, tan rural. No dejaba de sorprenderlo ese axioma de que “los hombres no se pintan las uñas” y ver sin más, entre los guerreros que habían hecho de la hombría el lugar de la barbarie, manos llenas de uñas pintadas. ¿Manicura?

Sacó una y otra foto. Eran manos criminales. Sí. Eran también manos que en la guerra se pintaban las uñas. Algunas manos ajadas estaban limpias de negro y sólo en el dedo meñique ostentaban una larga y oscurísima uña. Otras estaban completamente oscurecidas por lo que parecía una resina. Pronto descubrió que se debía a un ritual.

Lo que Paulo Licona estaba poniendo en imágenes eran los indicios de una práctica conocida como cruzados. Un ritual de brujería que ayuda a los armados a sobrevivir en la batalla, que los ayuda a lidiar con el infierno de “los espíritus” de tantos cuerpos descuartizados.

“El cruce entre brujería y violencia no es extraño”, asegura Carlos Alberto Uribe, director del Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes y autor del estudio “Magia, brujería y violencia en Colombia”. “Este fenómeno no comienza con el paramilitarismo. De hecho, se puede rastrear la pista de este entrecruzamiento en la época de la violencia. Hay documentos que también demuestran que en la Guerra de los Mil Días se valieron de protecciones mágicas frente a la muerte. Lo que pasa es que la violentología oficial no mira estos fenómenos residuales y no sabe muy bien qué hacer con ellos”.

Para los que acompañaban al artista en la comisión de desmovilización este era también un fenómeno marginal frente a las dimensiones del conflicto. Pero Licona siguió fotografiando. Preguntando. Le dijeron que los que estaban cruzados iban adelante en el combate, porque el rito los hacía poder escapar de las balas, desaparecer entre la manigua. Que era una resina natural. Que los indios hacían el rito y que había que hacer sacrificios para ser un cruzado. Algunos hablaron de un muerto al mes. Otros mencionaron complicadas y oscuras prácticas en las que la sangre de un gato se bebía. Todos aseguraban que las uñas negras los hacía fácilmente identificables.

Al artista no dejaba de confrontarlo la idea de que los paramilitares, esos que habían dominado las tierras del Llano y entrenado a los pueblos en el miedo reconocieran su propia vulnerabilidad invocando las ayudas del más allá.

No es esta, sin embargo, como lo hace notar Carlos Alberto Uribe, una situación excepcional en la guerra. Más bien, replica, el conflicto y el caos social ofrecen un escenario privilegiado para el desempeño de lo brujesco. “La brujería es el foro de lo que no se puede decir de otro modo. Representa también una forma de adquirir poder en un contexto de desorden social: “La brujería nace de la desmesura, de la no conformidad, del conflicto, del rechazo a aceptar las restricciones propias de lugar que uno ocupa en la sociedad”.

El problema no se reduce, sin embargo, a lidiar con la inminencia de la propia muerte. El problema también es qué hacer con los muertos. Acá lo que hay es un enfrentamiento con un viejo problema. Cuando alguien mata, ese alguien tiene que resolver un asunto: qué hacer con el cadáver. “El cadáver es complicado porque es contaminación, no sólo en el sentido epidemiológico, sino además contaminación ritual, sagrada. El cadáver no es inocuo, no es neutro, por más de que el ser humano vivo haya que volverlo una cosa para matarlo. El cadáver siempre está en un umbral muy complicado entre ser una cosa y una cosa sagrada”, explica Uribe.

En las uñas que Licona había capturado, en esas imágenes que desterraba de los lugares recónditos del monte para revelarlas a la luz de la capital, lo que había era también una forma de protección contra el temor del retorno del muerto. Algo que no sólo se lee en investigaciones, sino que fue narrado vívidamente por la periodista de El Tiempo Luz María Sierra en un artículo publicado en 2007, en el que un paramilitar le cuenta: “De todas esas muertes se formó un problema ni el berraco. ¡Como cosas del diablo! —dijo con sonrisa apenada—. La gente se volvía loca, se les metía un espíritu y los ponía a que se golpearan contra los árboles. Amanecían con morados por todo lado. Como metérseles el demonio”.

La guerra es una situación límite en la que muchas veces los armados tienen que someterse a terribles pruebas de iniciación, “por eso la necesidad de protección está presente en todos los rangos de los guerreros”, explica, por su parte, María Victoria Uribe, autora del ensayo “Antropología de la inhumanidad” e integrante del grupo de Memoria Histórica. “El pueblo colombiano recurre a la brujería con mucha frecuencia y en el monte, en el campo, los armados tienen la brujería a la mano, es que, ¿a qué más van a poder acudir? Son metodología de protección de las guerras, porque en todas las guerras los soldados se protegen”, explica la antropóloga, quien, sin embargo, replica: “Pero yo no sólo veo eso en estas imágenes, veo también una moda, una disposición estética a engallarse, a cultivar una imagen de guerrero que genere temor hacia los otros e identidad con los cercanos. Hay, por ejemplo, una clarísima alusión a las artimañas identitarias de las pandillas Maras Salvatruchas centroamericanas. No sé si haya que hacerles tanta propaganda a las prácticas de estos asesinos”.

Paulo Licona, quien tenía una documentación importante de la guerra, que había mirado hacia otro lado, hacia el detalle, en los terrenos del combate también se planteó el cuestionamiento de la antropóloga. Él también se preguntó: ¿Qué hacer con estas imágenes? Decidió, después de muchos años de tratar de comprender el proceso que había vivido, que iba a exponerlas en una galería.

“Estas no son imágenes que buscan hacer una apología a los asesinos, no son como esas imágenes de la televisión que sí efectivamente hacen una alabanza a la idea del capo y del narcotraficante, y que hábilmente insertan a los niños en esas ideas. Acá más que un problema estético hay una evidencia de la realidad que genera preguntas, que genera debates complicados. De alguna forma, es el reconocimiento de que el guerrero sabe que es igual de débil que cualquier persona. Independiente de que surja una animalidad, nos pone a todos en la vulnerabilidad de lo humano. Es también una mirada no sólo a las manos del horror, sino también a las del campesino, como en esas que llevan las uñas largas del meñique generalmente porque la usan como herramienta o para hurgarse la oreja. Creo que tenemos que intentar comprender la guerra en toda su complejidad, porque la no comprensión perpetúa el ciclo. El arte puede ser un lugar privilegiado para sacar las imágenes de la guerra de sus ciclos más manidos y perversos, y puede llevarnos a nuevas confrontaciones y comprensiones”, explica Paulo Licona, quien por estos días planeando su exposición relee los diarios de campo que escribió mientras se internaba en una selva sin nombre con la comisión : “Todos quieren ser Rambo, indios disfrazados de Rambo, pequeños. /Tienen uñas pintadas de negro y largas, dicen que se cruzaron, es un pacto con el diablo… Hay más”.

De eso está seguro Licona, de que en sus imágenes hay más. Está convencido de que como, lo ha expresado la artista colombiana Érika Diettes que tanto ha tenido que vérselas con la guerra, el arte no sólo celebra la vida, sino que es también un espacio donde se puede “denunciar lo injusto, dejar testimonio de lo ocurrido, es el lugar donde el dolor privado se convierte en duelo colectivo, en donde se hace visible lo invisible, en donde los múltiples sentidos tienen derecho a emerger”.

Por Angélica Gallón Salazar

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