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María Claudia Tarazona: la dignidad de seguir

María Claudia Tarazona enfrenta la tragedia de la muerte de Miguel Uribe Turbay con serenidad y firmeza. En medio del dolor, sostiene a sus hijos, reclama justicia sin odio y defiende la verdad como acto de amor. Encarna la resistencia de miles de víctimas que se rehúsan a que la violencia defina su destino.

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13 de diciembre de 2025 - 01:00 a. m.
María Claudia Tarazona tiene cuatro hijos: María, Emilia, Isabela y Alejandro.
María Claudia Tarazona tiene cuatro hijos: María, Emilia, Isabela y Alejandro.
Foto: Mauricio Alvarado Lozada
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A veces, cuando mira a su hijo menor, Alejandro, María Claudia Tarazona siente que la vida le está poniendo delante del peor de los espejos. A Miguel Uribe Turbay le mataron a su mamá, Diana Turbay Quintero, en enero de 1991 cuando tenía casi la misma edad que hoy tiene Alejandro. Tres décadas después, a él lo asesinaron en plena calle, dejando a su hijo frente al mismo abismo que lo marcó de niño.

En ese círculo doloroso podría haberse quedado atrapada una familia más en Colombia. Pero María Claudia decidió otra cosa: impedir que esa historia se repita como condena. Que el duelo no se convierta en ancla, sino en punto de partida. Desde el día del atentado, su empeño ha sido transformar el horror en una causa de vida.

Antes de que el país la conociera como la viuda del senador, María Claudia ya tenía un camino propio. Estudió Derecho, se formó en cooperación internacional y muy pronto se inclinó por el trabajo social. Trabajó con organizaciones no gubernamentales, fortaleció proyectos comunitarios, hizo parte de iniciativas en regiones y fue voluntaria d en la Alcaldía de Bogotá.

En una de esas misiones a un pueblo del Chocó, conoció a Miguel. Él ya se pensaba en una de sus obsesiones: cambiar el país desde la política; ella, con hacerlo desde el trabajo social. De ese cruce nació una alianza que duró 15 años y que ella resume con sencillez: “Lo que he hecho en mi vida es trabajo social”.

Pero también hizo política a su lado, aunque casi siempre lejos del protagonismo. Fue gerente de campañas, organizadora de agendas imposibles, anfitriona de reuniones en barrios y veredas, equilibrio silencioso en las épocas de ataques y de aplausos.

Ella misma lo dice sin rodeos: “Amo hacer política”, porque la entiende como herramienta de servicio y no como pedestal. Detrás de cada gira, de cada tarima, estaba también una vida en casa que hoy atesora como su bien más preciado: domingos de ciclovía, almuerzos sencillos, niños en pijama viendo películas, el ruido común de cualquier casa. “Se murió un líder político importante, pero se murió nuestro Miguel, el de la casa”, repite, para recordar que antes que político fue esposo y papá.

El 7 de junio de 2024 esa normalidad se rompió para siempre. A Miguel Uribe Turbay lo balearon en un parque del barrio Modelia de Bogotá, delante de decenas de testigos y de un país que, otra vez, vio por televisión el atentado contra un dirigente político.

Desde esa tarde, cada paso de María Claudia ha estado atravesado por una pregunta: qué hacer con el dolor de esa ausencia. Lo fácil, admite, habría sido encerrarse y bajar las cortinas. Pero eligió lo difícil: permanecer en Colombia, levantarse todos los días y hasta conceder entrevistas. No para alimentar el morbo, sino para enviar un mensaje sencillo y radical: el dolor no se niega, pero tampoco puede dictar la última palabra.

“Creo que el dolor puede ser similar para todos; lo que hace la diferencia es qué haces con él. El dolor en sí mismo no transforma, lo que decidas hacer con él sí”, reflexiona hoy. Esa frase la acercó a un país entero de viudas, huérfanos y padres que cargan pérdidas igual de devastadoras, aunque sin titulares.

Ella se reconoce en las 10 viudas de los policías muertos en un atentado a un helicóptero en Amalfi (Antioquia); en la mujer que llora al marido asesinado por robarle una moto; en la mamá del joven linchado a patadas en Bogotá; en los padres que entierran a sus hijos por robarle un celular. Sabe que la violencia no distingue apellidos. Lo único que puede marcar una diferencia es la decisión íntima de levantarse y buscar sentido, también, en el desconsuelo.

En esa búsqueda también ha tenido que aprender a llorar hacia adentro y hacia afuera. “Lo más cruel del duelo es que uno tiene que hablar sin querer hablar. Comer sin querer comer. Lo más fácil es quedarse en una cama y llorar y llorar”, admite.

Piensa en sus cuatro hijos, María, Emilia, Isabela y Alejandro, en sus silencios, en las preguntas a deshoras, en la necesidad de sostener sus rutinas y de mantenerles un mundo habitable en medio de la tragedia. Y entonces se levanta. Acompaña a los mayores en sus estudios, escucha a las más jóvenes y protege la infancia de Alejandro. Cada gesto, por pequeño que parezca, es también una forma de resistencia íntima y cotidiana.

Aun sin Miguel, la política sigue en la casa. Miguel Uribe Londoño, su suegro, decidió recoger las banderas políticas de su esposo y anunciar su precandidatura presidencial. No lo hizo desde la ambición, explica María Claudia, sino desde la convicción profunda de que la conversación pública que Miguel abrió no debía interrumpirse de manera abrupta.

Además, agrega, “él también es un padre navegando como mejor puede su propio duelo”. Sin embargo, el Centro Democrático, el partido al que su hijo le dedicó años de trabajo, lo excluyó del proceso interno. Para María Claudia, esa decisión fue una gran injusticia, un golpe inmerecido que hirió a una familia ya quebrada por el dolor. “A Miguel lo sacaron del tarjetón dos veces”, dice, con la serenidad de quien ha aprendido a nombrar las injusticias sin rencor, pero sin olvidar.

De todos los miedos que la rondan, hay uno que la desvela más que cualquier otro: que Alejandro crezca con la misma carga que marcó la infancia de Miguel. “Me causa doble dolor pensar en ese Miguel de cuatro años sin su mamá y ver hoy a Alejandro sin su papá”, confiesa.

No le teme a que su hijo termine en la política; le teme a que un país violento lo obligue a convertir su duelo en misión personal. Por eso, cuando habla con la Fiscalía, no lo hace solo como ciudadana, sino como madre. Quiere que la verdad y la justicia lleguen en vida, para poder decirle un día: “Tu papá fue asesinado, pero el Estado respondió. Y tú no tienes que cargar con esa tarea, como muchos hijos sí lo han tenido que hacer”.

Detrás de esa petición late una convicción profunda en las instituciones, aun con sus demoras y defectos. María Claudia reconoce el esfuerzo investigativo, confía en que se seguirá avanzando y pide que la política no interfiera en la búsqueda de los responsables.

María Claudia lo tiene claro: se queda en Colombia. Sus hijas quieren graduarse aquí, trabajar y vivir en el país que su papá soñó. Ella también. “Me motiva el amor por mis hijos, tengo un profundo amor por este país, siento que hay esperanza y estoy convencida de que la transformación es posible”, dice.

Sigue pensando en la fundación que ambos querían crear, en nuevos proyectos sociales, en formas de acompañar a otras víctimas. De cara a las próximas elecciones insiste en un mensaje que parece sencillo, pero ante la realidad, no lo es: que nos una la esperanza y no el miedo. En esa mezcla de memoria, duelo y propósito, María Claudia convierte una tragedia personal en ejemplo colectivo de entereza y dignidad.

Para conocer más sobre justicia, seguridad y derechos humanos, visite la sección Judicial de El Espectador.

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Claudia Ramírez(73667)Hace 52 minutos
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