Don Gustavo, ¿dónde nació usted?
En Bogotá, en 1967. Tengo 57 años. Esta pesadilla empezó hace 30 años. Cuando yo, apenas, tenía 27, lleno de ilusiones, me encarcelaron unos fiscales y unos jueces sin rostro (anónimos) y sin pruebas. Destruyeron mi vida.
¿Cuál es su nivel escolar?
Terminé bachillerato y cuando ingresé a la fiscalía, tomé cursos de criminalística y de técnicas de archivo y correspondencia.
¿Cuándo se vinculó, laboralmente, con la Fiscalía?
En 1990, cuando lo que hoy es la Fiscalía General, se llamaba Dirección de Instrucción Criminal. Ingresé como auxiliar de servicios generales. Cuando se aprobó la Constitución de 1991, se creó la fiscalía en lugar de la entidad anterior y todos los funcionarios de Instrucción Criminal pasamos a la nueva institución.
Ya en la fiscalía, ¿en cuál dependencia fue ubicado y lo encargaron de cuáles labores?
Me enviaron a la Unidad de Criminalística del CTI (Cuero Técnico de Investigación), seccional de Bogotá.
Pero, ¿le asignaron funciones de investigador?
No. Era funcionario administrativo y era el responsable del archivo y la correspondencia en esa unidad.
¿Nunca tuvo relación con investigaciones u operativos judiciales?
No, nunca. Mi trabajo era, exclusivamente, de oficina.
Pero una de las pruebas que la propia fiscalía presentó en su contra, fue la declaración de una supuesta testigo del asesinato de Hernando Pizarro (delito por que usted fue condenado), que declaró que usted se encontraba, al otro día del homicidio, con el grupo de investigadores del CTI que fueron a hacer el levantamiento del cuerpo.
Absolutamente falso. Los propios investigadores del CTI que atendieron esa diligencia, desmintieron esa versión pero el juez y los magistrados del tribunal (sin rostro) le dieron credibilidad a la supuesta testigo que resultó, también, ser falsa.
¿Cuánto tiempo después del asesinato de Hernando Pizarro (guerrillero disidente de las FARC y hermano del también asesinado candidato presidencial Carlos Pizarro), lo vincularon a usted con ese crimen?
Mi pesadilla, como la califico siempre, inició el 8 de marzo de 1995. A Hernando Pizarro, de quien yo no sabía nada, lo habían asesinado el 26 de febrero de ese mismo año. Si se fija, entre esas dos fechas transcurrieron solo 10 días. O sea, no hubo tiempo de realizar una investigación preliminar seria o con datos contundentes. Imagino que querían dar un golpe de opinión. Yo estaba en la oficina laborando normalmente (un día miércoles). Fui a almorzar a la casa y estuve de regreso a las 2 de la tarde. En cuanto llegué, una secretaria me entregó un papel en el que se me pedía presentarme a las oficinas de la regional de la fiscalía, y había un numero de proceso.
¿No había ningún otro dato?
No. Le comenté a mi jefe pero me respondió que debía tratarse de una correspondencia que yo había enviado a un lugar equivocado, o de otro asunto relacionado con mi trabajo. Fui a la cita. Ingresé al edificio de la regional, en el centro. Unos minutos después bajó una persona desconocida de quien después supe que se trataba del fiscal Álvaro Bayona que, más adelante, fue retirado de la fiscalía en medio de una controversia por la aparente pérdida de unos expedientes de narcotráfico. Ese fiscal me saludó, nunca se me olvida, preguntándome “¿cómo está, Gustavito”? Me llevó a una oficina y, allí, un investigador me dijo que me habían pedido ir porque “parecía que me iban a hacer un ascenso”. Estaba burlándose de mí pero no me di cuenta en ese momento.
¿Fue el primer día de su detención?
Sí. Terminé el día en un calabozo del DAS (antiguo departamento de inteligencia). El fiscal Bayona llegó después y me pidió acompañarlo. Entré a un cuarto con un vidrio oscuro. Me dejaron solo por un tiempo. Después, entraron un hombre y una mujer que se identificaron como funcionarios del DAS y, sin informarme nada, me entregaron un papel que decía “orden de captura”; en un renglón en que se leía “delito”, estaba escrito: “homicidio agravado” y añadía mi nombre, apellidos y número de cédula. En la casilla “lugar de ubicación”, decía: “Puerto Rico, Caquetá”, un sitio que nunca había visitado. Aunque no era consciente de la gravedad de lo que me estaba pasando, en ese instante se hizo evidente la mala fe de quienes actuaban en mi caso porque siendo yo, empleado de la propia fiscalía en Bogotá, a cuyas oficinas iba todos los días laborales, ¿cómo no iban a saber que mi residencia era la capital? ¿Por qué escribieron en la orden de captura Puerto Rico, Caquetá?
¿No se percató de que ese municipio de Caquetá era conocido por ser uno de los lugares de dominio histórico de las FARC y de otros grupos guerrilleros?
No, no tenía idea.
¿Cuál funcionario judicial firmaba la orden de captura?
Era una orden de captura sin firma de fiscal o juez.
Pero eso es ilegal ¿Cómo lo podían capturar, aún en una justicia sin rostro, sin la orden de alguien legalmente facultado para pedir que un ciudadano pierda su libertad?
Pues con ese papel anónimo, me capturaron. Yo insistía en que se trataba de una equivocación pero no me escuchaban. El hombre del DAS me informó que, a partir de ese momento, estaba detenido. Le pedí el favor de permitirme hacer una llamada. Me comuniqué con la casa pero como contestó mi mamá, no le hablé sobre mi situación. Entonces llamé a mi jefe; le conté y ella, en lugar de ofrecerme acompañamiento u otro tipo de apoyo, puesto que me conocía y decía con frecuencia que yo era su mano derecha, simplemente me aconsejó que buscara un buen abogado. Eso fue todo. Ni a ella ni a otros directivos les importó mi conducta impecable en el trabajo ni que había sido condecorado un año antes, como uno de los mejores funcionarios de la seccional Bogotá.
¿A dónde lo llevaron detenido?
Me llevaron al edificio del DAS, en Paloquemao, y me metieron en uno de los calabozos. Me quitaron el carnet de la fiscalía, los cordones de los zapatos y la correa y me encerraron como si fuera un delincuente peligroso. Ese día de trabajo rutinario para mí, terminó en el último lugar que me podía imaginar.
Antes de detenerlo, ¿no lo hicieron comparecer ante un juez o ante un fiscal para informarle sobre su situación y sobre los delitos de que lo sindicaban, y para que le indicaran por qué era sospechoso?
Ese día y esa noche, nadie me explicó por qué me estaban involucrando. Lo único que me dijo el investigador del DAS fue que un fiscal me iba a decir por qué estaba detenido, al día siguiente. En la orden de captura estaba escrito “homicidio agravado” pero no quién era la persona presuntamente asesinada por mí. Me enteré de quién se trataba cuando mi familia me contó, después, que los medios estaban publicando que habían capturado al presunto asesino de Hernando Pizarro Leongómez.
¿Cuándo le permitieron hablar con un abogado?
Esa primera noche, a pesar de lo que estaba viviendo, estuve algo tranquilo porque estaba seguro de que todo se iba a aclarar pronto. Al día siguiente, un guardián me pidió acompañarlo a una oficina. Ahí se encontraba Alirio Caicedo, el defensor que consiguió mi familia. Me preguntó si sabía por qué estaba ahí. Le dije que no. Fue cuando me informó que me estaban vinculando con el asesinato de Pizarro. Ingenuamente, le contesté que cómo iban a vincularme, si yo nunca había subido a un avión. Me refería al homicidio de Carlos Pizarro (quien fue muerto por ráfaga de ametralladora a bordo de un avión comercial) porque no sabía que él tenía hermanos. El abogado me mostró el periódico con la noticia en que ya se decía mi nombre como vinculado al proceso.
Lo primero que se le ocurre a un defensor de alguien involucrado en una investigación por un asesinato, es establecer qué estaba haciendo y en dónde se encontraba el sospechoso del crimen, en el momento en que ocurrió el homicidio, en este caso usted ¿El abogado le preguntó algo al respecto?
Sí, me preguntó que si yo me acordaba qué hice ese domingo (26 feb/95). Empecé a recordar mis recorridos: estuve en mi casa por ser día festivo y después fui a visitar a mi novia que trabajaba en el barrio Restrepo (al sur de Bogotá); dimos un paseo y volví a dejarla en su sitio de trabajo. Entonces me fui con un hermano a comprar unos zapatos.
Hernando Pizarro fue asesinado cuando lo sacaron de una casa ubicada al norte de Bogotá. Por eso era importante demostrar la ubicación suya en la hora del crimen, a otro lado de la ciudad, según cuenta ¿Usted pudo demostrar que estaba en el sur, a la misma hora del atentado?
Claro. Aporté el desprendible de la factura de la compra de los zapatos. Además, la señora y el señor que me atendieron, en el almacén, rindieron declaración en el proceso. Según se publicó en todos los medios y de acuerdo con lo que se lee en el expediente, a Hernando Pizarro lo mataron al frente de una casa en el barrio Altablanca (zona de San Cristóbal Norte (calle 158). No conozco ese barrio pero sé que es al norte y yo me encontraba en el Restrepo (calles 11 sur y avenida Primero de Mayo). Ese día también fui a otro almacén entre las 7:30 y 8 de la noche para comprar algunos artículos de aseo. De nuevo, la dueña de la tienda declaró a mi favor. La fiscalía tampoco la tuvo en cuenta.
Establecida su ubicación, ¿cómo lo mantuvieron vinculado a la investigación y cómo lo condenaron después?
Nada que fuera a mi favor o que demostrara mi inocencia, valió. Para mí, nunca hubo justicia. La fiscalía afirmó, palabras más, palabras menos, que compré los zapatos, fui a asesinar a Hernando Pizarro y regresé, como si nada hubiera pasado, a mi casa. Nunca se preguntaron por qué continué mis actividades personales y laborales de manera corriente, ni por qué no me fugué, no me escondí o cambié de vivienda. Y, como consta en los registros de la seccional Bogotá, al otro día del asesinato de Pizarro, lunes 27 de febrero, llegué normalmente a trabajar en la oficina. No estaba huyendo ni ocultándome.
¿Bajo cuáles argumentos judiciales lo mantuvieron detenido y procesado?
De una vez me citaron a indagatoria: me llevaron al cuarto del vidrio oscuro en la regional de la fiscalía, en el que estuve antes. Ahí sí me permitieron estar al lado del abogado. Empecé a escuchar una voz distorsionada con aparatos, a través del vidrio. Era el fiscal sin rostro que me iba a interrogar. Aseguró que había testigos que me señalaban como autor de los disparos contra Pizarro. Después me llevaron al DAS y me pusieron en una fila de reconocimiento con otros hombres que no tenían ningún parecido conmigo. A unos testigos que tampoco supe nunca de quiénes se trataba ni por qué supuestamente habían presenciado el asesinato, les preguntaron si en esa fila se encontraba el hombre que había disparado. una voz también distorsionada dijo, de una vez, que yo era la persona que disparó. En ese momento empecé a sentir pánico: me di cuenta de que me estaban llevando a la condena.
Y, su abogado, ¿no podía hacer nada para defender sus derechos?
Él intentaba tranquilizarme pero tampoco podía hacer mucho ante ese sistema sin rostro. Yo repetía que era inocente y lloraba pero nadie me escuchaba. Seguí en el calabozo del DAS y al día siguiente me llevaron a otro reconocimiento con testigos anónimos. Me pusieron en otra fila y quien estaba ahí, dijo que no veía al asesino. El fiscal insistió en que volviera a mirarnos. En ese momento, yo crucé los brazos. Escuché cuando el fiscal ordenó: “todos crucen los brazos como el sindicado”. Se supone que en una fila no se sabe quién es el sospechoso. Pero con esa frase que pronunció, el fiscal le indicó al testigo a quién debía señalar como asesino. La misma persona que hacía pocos minutos había dicho que quien había disparado contra Pizarro, no estaba en la fila, apuntó hacía mí.
Estamos hablando de una barbaridad judicial… ¿Supo alguna vez quiénes eran los presuntos testigos presenciales del asesinato?
Solo supe quiénes eran casi un año después. La señora que aseguró que me vio disparar y que, al otro día, también dijo que me vio en la diligencia del levantamiento del cuerpo, trabajaba con el Ejército; y el hombre, tenía un puesto de perros en la calle. En careo posterior, conmigo, ante un fiscal de derechos humanos, el señor afirmó que nunca me había señalado y que era la primera vez que me veía.
¿Cuáles pruebas había a su favor, además de todas las irregularidades que narra?
Hubo muchas pero ninguna fue considerada en el proceso. Por ejemplo, más de diez funcionarios de la fiscalía que me conocían, declararon a mi favor entre otras razones porque les constaba que yo fui a trabajar normalmente, al día siguiente del asesinato. Entre ellos, también estaban los funcionarios de la comisión del CTI que habían hecho el levantamiento: afirmaron que yo no estaba en ese grupo y que, además, yo no tenía asignadas esas tareas judiciales. Se aportaron, además, testimonios de la gente del barrio en que yo vivía. Nada fue valorado a mi favor.
¿Cuánto tiempo después fue juzgado y condenado?
Me dictaron resolución de acusación y el juez sin rostro me condenó en el año 1997, dos después de la captura. La condena fue por 41 años y seis meses de prisión.
En la apelación, cuando se espera que por tratarse de una instancia superior y de magistrados con mayor preparación e independencia, hay más garantías, ¿por qué se confirmó una condena manifiestamente ilegal?
El tribunal no tomó en serio mi caso. Rebajó un año y seis meses la condena en lo que yo interpreté como otra burla para mis derechos a la vida, a la justicia, a un trato razonable y al debido proceso.
¿En dónde lo recluyeron para pagar esa pena casi eterna?
Me llevaron a la Modelo, al pabellón de máxima seguridad en donde estaban los más peligrosos delincuentes. Duré, allí, 27 meses. No podía salir al patio porque como venía de trabajar en la fiscalía, podía ser riesgoso. Pasé ese largo periodo sin darme cuenta cuándo era de día o cuándo de noche. Me trasladaron, después, a una casa fiscal en la Picota. Si bien, estaba mejor, encierro es encierro, sobre todo, si uno es inocente.
También acudió usted, a través de otro abogado, a la Corte Suprema pero esta no quiso revisara su proceso ¿Es así?
Sí, es cierto. El doctor Jorge Arenas Salazar presentó mi caso a la corte sin cobrarme nada. Lo hizo por compasión con mi situación. Pero la corte no casó la sentencia. Es decir, quedé condenado a 41 años de cárcel de los cuales estuve 10 años, 9 meses, 28 días encerrado. Eran los mejores años de mi vida porque cuando empezó este martirio, yo estaba en la ilusión de los 27 años. Salí de 37 pero con mi futuro destruido y sin ilusiones ni sueños porque para ese momento, yo seguía siendo un convicto y mis esperanzas de casarme, tener familia, comprar un apartamento y estudiar derecho, eran imposibles. Hasta mi novia desapareció. Cuando hubo una reforma en las normas penales, la pena que me habían impuesto se tasó en 25 años, lo que me permitió salir en libertad condicional a los casi 11 años de cumplida la condena.
Su honra y nombre empezaron a redimirse cuando la justicia internacional reconoció la injusticia y falta de garantías en su proceso y ordenó al Estado de Colombia reexaminar el caso ¿Cómo llegó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y a la Corte de esa misma instancia?
Cuando estaba detenido, unos compañeros me contactaron con la Fundación Minga y con sus abogados. Estos presentaron mi caso ante la CIDH, precisamente, por falta de garantías. En el año 2002, la Comisión admitió la demanda y el pronunciamiento de fondo fue en 2018. En el informe, la CIDH concluyó que “el Estado colombiano es responsable de la violación a los derechos de libertad personal, garantías judiciales y protección judicial establecidos… en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, respecto de las obligaciones establecidas en ese mismo instrumento, en perjuicio de Gustavo Sastoque
Alfonso…”
Y, ¿qué le recomendó hacer a la justicia colombiana para repararlo?
Dejar sin efecto la condena en mi contra; reparar las violaciones a mis derechos y adelantar investigaciones por los falsos testimonios y fraude procesal.
De alguna manera aunque muy tardía, se restituyeron sus derechos por ese pronunciamiento internacional pero también porque la Procuraduría, en cabeza de Fernando Carrillo pidió, aquí, revisar su caso…
Sí, pero eso ocurrió después de casi 11 años encarcelado y desde diciembre de 2005, libre pero de manera condicional. Y no porque me declararan inocente sino porque cumplí las 3/5 partes de la condena. Duré casi 5 años en libertad condicional. O sea, tenía la ciudad por cárcel, mejor, pero no lo que merezco.
La Corte Suprema reexaminó el proceso y falló de nuevo ¿Cuándo sucedió?
Cuando los antiguos miembros del Secretariado de las FARC reconocieron, ante la JEP, que fueron ellos los que ordenaron el asesinato de Hernando Pizarro, y después, ratificaron esa declaración en la propia Corte Suprema, inclusive, pidiéndome perdón porque, aún sin que ellos hubieran tenido nada que ver con las decisiones de la justicia sin rostro, sabían que yo estaba pagando un crimen en que no tenía nada que ver. Entonces la Corte estudia el proceso y concluye, en enero de este año, que se dejen sin efecto las sentencias del juzgado y del tribunal en mi contra y que se devuelva el proceso a un juzgado distinto del que me condenó, para que dicte una sentencia de acuerdo con las recomendaciones de la CIDH, “ajustada a las pruebas que hasta ahora se han practicado, incluidas” las declaraciones de responsabilidad, por el asesinato de Hernando Pizarro, de los jefes de las antiguas FARC.
¿Cuáles son sus condiciones económicas y cómo sobrevive?
Vivo con mi hija adorada. La cuido y ella me cuida. Tengo un trabajo modesto que me dio una cooperativa, la única entidad que me tendió la mano para darme la oportunidad de un ingreso modesto que percibo. Gracias a una indemnización que recibí, pude comprar una casita que habitamos con la niña.
Hoy, ¿tiene alguna ilusión?
La única que me queda, es que se limpie mi buen nombre. Ya los sueños, los proyectos y planes no existen: me los arrebataron los funcionarios de la justicia.
Pero, al menos, ¿está tranquilo?
No todavía. En realidad, a mi madre le quitaron la vida. Y, a mí, me mataron en vida. Espero que el juez que tiene la revisión del proceso, por fin me haga justicia y la haga oportunamente.
“Hoy sigo siendo víctima de la justicia colombiana”
Hace unos días, hubo un acto de perdón para usted y a su familia por parte de la Agencia Jurídica del Estado y de la propia Fiscalía ¿Cómo se sintió?
Se me revolvieron todos los sentimientos desde cuando empezó esta tortura. Me ofrecieron, junto con la Agencia Jurídica del Estado, un acto de perdón. Debo agradecer la buena disposición de la fiscal general, Luz Adriana Camargo, cuyas palabras me conmovieron. Prometió resarcir las injusticias que he padecido. Espero que cumpla y que no se olvide de mí. También se hicieron presentes otros funcionarios: el viceministro de Justicia, un delegado de la Procuraduría, otro de la Cancillería. Pero cuando fui a hablar, no pude por el llanto que me sobrevino. Me acordé de mi madre que murió como consecuencia de mi encarcelamiento.
¿Cómo está su situación judicial hoy?
Es absurdo porque el juzgado que recibió el proceso para rehacerlo y para declararme inocente, como siempre he sido, no ha avanzado. O sea, hoy sigo siendo víctima de la justicia colombiana.
“La responsabilidad de mi condena siendo inocente, es de la justicia sin rostro”
Relate el inicio de su pesadilla: ¿quiénes lo investigaron y juzgaron y por qué nunca conoció la identidad de esos funcionarios judiciales?
El montaje que he padecido durante estos 30 años y que aún no termina del todo, empezó en la propia fiscalía, regional Bogotá. En aquella época, existía la mal llamada justicia sin rostro que impedía que los procesados y, en general, cualquiera, conociera la identidad de los fiscales, los jueces y los propios testigos. Se tomó esa decisión en Colombia debido a los crímenes, por venganza, de Pablo Escobar y a la guerra del narcoterrorismo. En ese sistema judicial anónimo, nadie respondía por lo que decía o por las decisiones que tomaba puesto que su identidad era oculta. En mi caso, no hubo audiencias públicas, mis abogados no pudieron contrainterrogar a los testigos, todos falsos; y, por eso, nunca supe cuál fiscal me procesó ni cuál juez me condenó. Cuando la revisión de la condena llegó al llamado Tribunal Nacional, los magistrados tampoco tenían rostro; es decir, eran, igualmente, anónimos. Las responsabilidades no eran de nadie. Creo que, en parte por estas circunstancias, la “justicia” pudo destruirme.