Los papeles secretos del B-2: el expediente oculto contra el M-19
Durante cuatro décadas, los archivos del B-2, el antiguo aparato de inteligencia de las Fuerzas Militares, permanecieron fuera del alcance público, resguardados como piezas judiciales sueltas. Este capítulo revela por primera vez las fichas, informes y listas que la inteligencia militar elaboró para perseguir y perfilar al M-19 antes de la tragedia del Palacio de Justicia. En estas páginas emerge un retrato de la guerrilla hecho a máquina de escribir: alias, grados inventados, domicilios y relaciones íntimas que muestran tanto el modus operandi insurgente como la obsesión del Estado por reducir la vida de los militantes a un expediente. (Recomendamos esta videoentrevista al jurista Rodrigo Uprimny sobre cómo cambió la justicia colombiana luego de la toma del Palacio en 1985).
Los documentos de inteligencia militar del B-2, sellados con la marca “Secreto”, permiten reconstruir cómo el Estado vigiló, clasificó y retrató al Movimiento 19 de Abril (M-19) en los años previos a la toma del Palacio de Justicia. Son páginas donde rostros impresos en blanco y negro se acompañan de números de cédula, oficios, parentescos y alias. Biografías reducidas a fichas: una identidad, un grado dentro de la organización y un resumen de antecedentes que, más allá de la minucia, dibuja el perfil de una guerrilla urbana con un modus operandi definido.
Aparecen empleadas bancarias, estudiantes de ingeniería, tapiceros, licenciados en Ciencias Sociales, médicos, ingenieros forestales, agricultores y hasta profesionales extranjeros. La militancia en el M-19 no se nutría únicamente de jóvenes campesinos ni de combatientes de montaña; se trataba de una guerrilla urbana y mediática, anclada en universidades, fábricas, sindicatos y oficinas de Cali, Bucaramanga, Medellín y Bogotá. Cuarenta años después de la toma y retoma del Palacio de Justicia, la investigación histórica de este libro revela los archivos de la inteligencia militar que perseguía al M-19 cuando fue organización guerrillera.
Carlos Pizarro Leongómez aparece como uno de los fundadores del M-19 y miembro de su Dirección Nacional, junto con líderes como Jaime Bateman Cayón, Iván Marino Ospina Marín, Luis Francisco Otero Cifuentes, Álvaro Fayad Delgado, Andrés Almarales Manga e Israel Santamaría Rendón.
En un informe de inteligencia de marzo de 1980, Pizarro Leongómez es identificado como cabecilla del Frente Occidental, dividido en tres cuadrillas, una de ellas bajo su mando. Además, se encuentra desempeñando el cargo de máximo dirigente del M-19 a raíz de la muerte de Álvaro Fayad. Es hermano de Hernando Pizarro Leongómez, quien también figura en los papeles como segundo comandante del grupo. En febrero de 1985, aparece en una gráfica tomada en Los Robles (Cauca), durante el frustrado congreso del M-19, como parte del comando superior de la organización subversiva, junto a Gustavo Londoño (alias Boris), Álvaro Fayad (alias el Turco), Antonio Navarro Wolf y Andrés Almarales.
El mando central del M-19 estaba conformado por Pizarro Leongómez como comandante general, Antonio Navarro Wolff como segundo en línea y Gustavo Arias Londoño como tercero. Las decisiones del comando superior debían tomarse bajo su mando, ya que cualquier decisión tomada por una jerarquía superior era de obligatorio cumplimiento para todo el que estuviera bajo su mando. Los presos políticos del M-19, entre ellos Carlos Pizarro, organizaron lo que fue el Movimiento Cumbre, denominado posteriormente Frente Amplio de Formación Política, con miras a participar en los comicios de 1986.
En enero de 1985, el jefe de las milicias urbanas del M-19 en el Valle del Cauca, Afranio Parra Guzmán, anunció un cese al fuego en nombre del comandante Pizarro y del comando superior del movimiento, con todos los frentes. En caso de ataque, este cese de operaciones ofensivas sería en defensiva. Parra Guzmán también declaró que Carlos Pizarro Leongómez era el nuevo comandante del M-19. Señaló que la declaración de tregua del M-19, respetando las creencias del pueblo colombiano y sus costumbres en Semana Santa, se decretaba en nombre del comandante Pizarro y del comando superior del movimiento.
El M-19 envió una misiva al papa Juan Pablo II para concretar una cita, ya fuera en su venida a Colombia o en el exterior. Se creía que el papa podría interceder, por su poder espiritual y peso en la política mundial, para una salida menos cruenta en Colombia. También, que en su discurso al pueblo caleño haría referencia a la paz. Hasta ese momento, el Vaticano no había dado una contestación oficial.
Las proyecciones armadas del M-19 para 1980, bajo el liderazgo de Pizarro, incluían crear nuevos focos guerrilleros, conformar “repúblicas independientes”, tomar el Valle del Cauca como epicentro de acciones guerrilleras, aumentar el despliegue propagandístico, adquirir un transmisor de televisión portátil para emitir consignas clandestinas y sostener vínculos con el narcotráfico, según se lee en los documentos de inteligencia militar.
Entre las fichas militares resalta Fanny Alicia Arellano, empleada bancaria de Cali, vinculada en 1975 por intermedio de Fredy Ramos, alias Pinina o Jorge, un estudiante de Derecho y empleado del Banco de Colombia que participó en la toma del periódico El Caleño en 1979 y huyó cuando la represión alcanzó a sus compañeros.
Otro expediente reseña a Évert Muñoz, alias Pocho o Sansón, un tapicero que escapó por la parte trasera de un local allanado en Cali. Pompilio Aragón Zamora, Pilo, estudiante de Ingeniería, figura relacionado en las libretas de Iván Marino Ospina. María Clemencia Sandoval García, ingeniera civil y pareja de Pilo, aparece también como “oficial segundo”.
La vida privada se mezcla con la política: esposas, amantes y hermanos entran en la misma categoría de sospecha. Los grados asignados en los documentos revelan un intento de militarizar el lenguaje insurgente: “oficial mayor”, “oficial primero”, “oficial segundo”, “oficial raso”. En las fichas, Ómar Vesga Núñez, alias Adán, alcanzaba la categoría de oficial mayor y era señalado como responsable de la militancia en el Valle del Cauca, mientras que Clímaco Martínez Rocha, ingeniero forestal de Chinchiná, era identificado como exjefe de la Dirección Intermedia del M-19 en Boyacá.
Rosemberg Pabón Pabón, licenciado en Ciencias Sociales, aparece vinculado a la construcción de la “Cárcel del Pueblo” en Cali, una estructura clandestina del M-19 utilizada para mantener en cautiverio a los secuestrados en operaciones de canje político. Incluso extranjeros se integraban a esta red: Pablo Soltán Tatay Benish, ingeniero húngaro, asistió junto con su esposa a los entrenamientos de Paletará (Cauca), en 1978, dirigidos por Iván Marino Ospina.
El entrenamiento guerrillero es un patrón recurrente en los expedientes. Varias fichas consignan la asistencia a cursos de diez o quince días en Paletará, donde los combatientes recibían instrucción militar y adoctrinamiento ideológico. Andrés Tumbo Cuetetuco y Genaro Yonda participaron en esas jornadas y, según la inteligencia, adelantaron campañas de concientización entre comunidades indígenas de la región. En esos mismos espacios, médicos como Gladys Díaz Ospino se entrenaban y recibían órdenes directas de Ospina, confirmando que la instrucción, además de militar, también era política y logística.
Los papeles del B-2 no solo registraban biografías individuales, sino que también trazaban listas, auténticos inventarios de captura. En una relación nacional aparecen más de 40 nombres señalados como miembros activos del M-19 cuya ubicación “no se conoce hasta la fecha”. Abogados, profesores, exmilitares, estudiantes, amas de casa y hasta exreligiosas aparecen alineados en esa nómina. Gilberto Padilla Reyes encabeza el listado, seguido de Milton Jaime Pineda Torres, Luz Gladys Acosta Torres y Rafael Murcia Durán.
Entre los más notorios están Rafael Arteaga Giraldo, reseñado como reo ausente en un consejo de guerra, y Carlos González Lechín, alias Efraín, identificado como oficial primero. Las direcciones particulares y los alias son consignados con la misma precisión con que se anota a quienes se encuentran “desaparecidos” o “huidos”. Rocío Valencia Muñoz de López figura con el alias de Liliana, mientras Raquel García es descrita como “exreligiosa”.
En esas listas también aparece José Ángel Arismeso, alias Carlos, junto con Roberto Arturo Sánchez Correa y Nelson Figueroa, alias Alejandro. La lógica era implacable: cualquier antecedente, cualquier contacto, cualquier sospecha alcanzaba para sellar un nombre en un documento clasificado como “secreto”.
El consejo verbal de guerra se convirtió en otra pieza de esta maquinaria. Contra 219 miembros del M-19 se adelantaban juicios como “reos ausentes”, y la Presidencia solicitaba su captura inmediata. Los expedientes reproducen páginas completas de nombres: desde militantes conocidos, como Jaime Bateman Cayón, reseñado con un alias, hasta activistas sindicales y universitarios de segunda línea. La justicia militar los condenaba sin presencia física, reducidos a listas mecanografiadas que mezclaban alias, apellidos y hasta apodos familiares. El rastreo abarcaba también al liderazgo visible.
En las listas se leen nombres como Antonio Navarro Wolff, Isidro Merchán, Marcos Chalita, Rubén González Peña o Teodoro Sogamoso, todos ubicados en la entonces intendencia del Caquetá. Cada territorio aparecía asignado a un responsable, como si se tratara de un mapa militar donde las ciudades y corregimientos eran piezas del tablero de la insurgencia. Estos archivos revelan que el Estado no solo espiaba: judicializaba de manera masiva, construyendo listas de reos que en muchos casos nunca comparecieron ante un juez civil.
Los expedientes también mencionan la participación de miembros del M-19 en la toma de buses de empresas textiles, el robo de armas y las denominadas “cárceles del pueblo”. La teatralidad política, característica del M-19, aparece traducida en acciones de impacto mediático y simbólico: golpear al Estado donde más podía ser visto. La persecución estatal queda plasmada en las mismas hojas.
Muchos militantes figuran como “desconocido su paradero” o “huyó tras el allanamiento”. Otros, como José de Jesús Buriticá Arango, alias Raúl, aparecen ya sometidos a consejo verbal de guerra en la penitenciaría de La Picota. Los informes detallan domicilios, nombres de padres, hermanos y hasta amantes, en un esfuerzo por trazar un mapa total del enemigo. La obsesión llega hasta listar residencias, teléfonos y lugares de encuentro en Medellín, Bucaramanga y Aguachica, con descripciones de simpatizantes, colaboradores y contactos.
Los documentos muestran, además, cómo el M-19 era visto como una red social extensa, donde el amor y la intimidad eran también información estratégica. Las parejas sentimentales de los militantes —esposas, novias, amantes— quedaron registradas con tanto detalle como las operaciones urbanas. Las mujeres aparecen mencionadas no solo como combatientes, sino también como vínculos emocionales y familiares de dirigentes.
Esa mirada evidencia la forma en que la inteligencia militar intentaba diseccionar la vida cotidiana de la insurgencia para debilitarla desde adentro. En conjunto, estas fichas ofrecen una radiografía fragmentada de una guerrilla urbana que combinaba entrenamiento rural y acción espectacular en las ciudades. El M-19 aparece con un modus operandi claro: entrenamientos breves en zonas apartadas, operaciones mediáticas en áreas urbanas, uso de la sorpresa y el simbolismo político, construcción de cárceles clandestinas y secuestros de alto perfil.
Era, en palabras de los propios archivos, una organización “extremista” cuya fuerza residía en la audacia y en la amplitud de su red de simpatizantes. Lo que más resaltan estos documentos es la mirada del Estado. Al convertir cada detalle en antecedente, la inteligencia militar construyó un retrato obsesivo de la insurgencia: nombres, direcciones, ocupaciones, vínculos sentimentales, hábitos laborales.
Un archivo que no solo perseguía a los combatientes armados, sino también a sus entornos más íntimos. Un retrato que, leído hoy, revela tanto la composición heterogénea del M-19 como la lógica de vigilancia que se ejerció sobre él. Así, entre fotocopias borrosas y descripciones mecanografiadas, se dibuja un mapa de la guerrilla: urbano y rural, amoroso y militar, clandestino y mediático. Un retrato en el que la insurgencia se define tanto por sus acciones armadas como por la mirada que la clasificó en estos expedientes secretos.
* Investigador y narrador de historias reales ocultas en expedientes judiciales. Director de Expedientes Sellados, casa productora de archivo que transforma documentos históricos en narrativas audiovisuales.