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¿Por qué las comunicaciones de Uribe y Cadena no deberían tener confidencialidad?

Arrancó oficialmente el juicio contra el expresidente Álvaro Uribe Vélez y, por orden del Tribunal Superior de Bogotá, la Fiscalía podrá usar las interceptaciones telefónicas entre el expresidente y su abogado, pese a que su defensa había pedido excluirlas, alegando violación al secreto profesional. Sergio Anzola, profesor de Ética Profesional de los Andes, explica en qué caso la justicia puede hacer una excepción a la regla.

Sergio Anzola*

11 de febrero de 2025 - 09:00 a. m.
Álvaro Uribe y Diego Cadena están siendo investigados por una presunta manipulación de testigos.
Foto: Gustavo Torrijos
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Arrancó el juicio contra Álvaro Uribe Vélez y la Sala Penal del Tribunal Superior de Bogotá negó un recurso de apelación interpuesto por la defensa del expresidente, con el que buscaba echar abajo algunas de las pruebas avaladas por el Juzgado 44 Penal, durante las audiencias preparatorias. Para la defensa, las interceptaciones telefónicas que se hicieron a las comunicaciones entre el expresidente Álvaro Uribe y su entonces abogado, Diego Cadena violaban el secreto profesional que cubre la relación abogado cliente. La solicitud y la preocupación de la defensa son a mi parecer legítimas; y no porque este sea un caso donde se esté investigando al expresidente Uribe.

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El artículo 235 del Código Procesal Penal señala que por ningún motivo se pueden interceptar las comunicaciones del defensor. Esta prohibición no es una rareza colombiana. La mayoría de países reconocen que las conversaciones entre abogados y clientes (y yo sumaría, personas que no llegaron a ser clientes, pero confiaron información sensible a un abogado al momento de una consulta inicial) son confidenciales. Así lo reconocen generalmente los códigos de ética que regulan a los y las abogadas y les imponen el deber del secreto profesional.

Así mismo lo reconocen, por lo general, los códigos procesales que exceptúan del deber de rendir testimonio a personas que hayan recibido información confidencial por razón de su oficio o profesión, como lo son los abogados, los médicos o los ministros de cualquier culto. El secreto profesional es tan importante en nuestra cultura jurídica que incluso está reconocido en el artículo 74 de la Constitución. La Convención Americana sobre Derechos Humanos también reconoce, en su artículo 8 sobre garantías judiciales, el derecho que tiene el inculpado a comunicarse libre y privadamente con su defensor.

La confidencialidad de estas comunicaciones es una condición básica para poder hacer efectivo el derecho a la defensa. La seguridad de que el contenido de sus comunicaciones no saldrá del abogado y su representado es lo que permite que la persona revele a su abogado absolutamente toda la información sobre los hechos para que este pueda darle la mejor defensa posible. En ese sentido, la confidencialidad nos beneficia a todos (no solo a Álvaro Uribe Vélez) pues asegura una mejor defensa técnica, y una defensa técnica con todas las garantías y el respeto al debido proceso dota de legitimidad las decisiones judiciales. Debería preocuparnos, y mucho, que las autoridades puedan acceder a esas comunicaciones.

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Pero también debería preocuparnos mucho una confidencialidad excesiva o sacrosanta que no reconozca los riesgos y problemas inherentes a ella. Puede haber situaciones donde amerite romper esa confidencialidad. A pesar de todos sus defectos (que son muchos) es importante reconocer que el Código Disciplinario del Abogado (Ley 1123 de 2007) ya reconoce que el secreto profesional entre abogado y cliente no es absoluto y puede romperse cuando esa revelación busque prevenir la comisión de un delito futuro y satisfaga ciertos requisitos establecidos por la Corte Constitucional en la Sentencia C-301 de 2012. No obstante, es necesario pensar en otras situaciones donde debería romperse esa confidencialidad y que actualmente no son reconocidas por nuestro ordenamiento jurídico.

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En Estados Unidos la doctrina del Crime Fraud Exception (Excepción por crimen o fraude) establece una de esas excepciones. Esta doctrina está diseñada para evitar que, bajo el manto de la confidencialidad, se otorgue un consejo jurídico cuyo fin sea cometer un fraude o un delito. La razón es obvia: el derecho impone límites a lo que las personas podemos hacer. Muchas veces queremos saltarnos esos límites. Las personas más hábiles para saltarse esos límites sin correr riesgos jurídicos son los propios abogados. El secreto profesional está diseñado, principalmente, para servir a las personas que cometieron algún delito o irregularidad en el pasado y ahora necesitan ser defendidos. No está diseñado para que los abogados puedan ayudar a las personas a cometer delitos o actos ilegales de manera más “sofisticada”. La confidencialidad está diseñada para permitir defensas y asesorías en derecho; no para aconsejar cómo eludir o violar el derecho.

En Estados Unidos para que esta excepción a la confidencialidad se aplique, la parte que la alega debe presentar pruebas de que el cliente estaba realizando o planeando realizar una actividad criminal o fraudulenta cuando se dio la comunicación entre abogado y cliente, y que dichas comunicaciones entre abogado y cliente tuvieron como objetivo facilitar esa actividad criminal o fraudulenta.

Sería muy bueno que nuestro Código Disciplinario del Abogado, y el derecho procesal empezaran a reconocer estas excepciones para que el deber de confidencialidad sea más sensible a los valores que están en juego en su regulación. Sus beneficios son evidentes. En el caso de Donald Trump, esta excepción permitió que Michael Cohen, uno de sus abogados rindiera testimonio y revelara contenidos de sus comunicaciones y conversaciones con Trump relativas al pago de dineros de parte de Trump a la actriz porno Stormy Daniels para que ella no revelará nada sobre sus encuentros sexuales. Ejemplos como estos muestran que se puede y se debe aprender mucho de la experiencia comparada.

*Este artículo es una opinión personal y no representa una posición institucional de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes ni del CEEAD.

Para conocer más sobre justicia, seguridad y derechos humanos, visite la sección Judicial de El Espectador.

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Por Sergio Anzola*

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