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No regresó al rancho. Su hija mayor volvió por los cuadernos y la ropa de sus tres hermanos menores, quienes habían sido asesinados y enterrados en una fosa común por un miembro del Ejército el 14 de octubre de 2010. Luego de desenterrar a sus tres hijos el 16 de octubre, dos días después del crimen, José Álvaro Torres se fue de Flor Amarillo, la vereda de Arauca donde vivió por 22 años. Hoy está lejos, tan lejos que hace años no ve a su familia. Tan lejos que, dice, está cerca de Chocó.
Y a pesar de la distancia, aún recuerda a sus tres hijos. Ni que hubieran sido animalitos para no pensarlos todo el tiempo, dice. Recuerda que cuando Yimi y Jefferson corrían parecían venados. Tenían nueve y seis años. La mayor, Jenny, tenía 14. Recuerda que los encontraron en dos fosas comunes, cerca de una palma y de una enredadera blanca, según dijeron los periodistas que cubrieron el crimen.
Estaban descuartizados y tenían moretones que más tarde Medicina Legal dijo que significaban que los habían estrangulado. Las autopsias también mostraron que en los cuerpos de Jenny y Yimi Torres Jaimes había semen y signos de que habían sido violados. Los médicos dijeron que los cortes en sus cuerpos los habían hecho con machetes. Dos semanas más tarde, los exámenes y testimonios se ciñeron alrededor de un hombre. Su nombre: Raúl Muñoz Linares. Subteniente de la Brigada Móvil Nº 5, adscrita a la Brigada XVIII del Ejército.
Las pruebas: su machete con sangre, el semen en los cuerpos, los testimonios de sus compañeros sobre su ausencia inexplicable el día de los hechos. La acusación de otra niña, también en Tame (Arauca), que doce días antes de los asesinatos dijo que Muñoz Linares la había violado. Arañazos en sus brazos, testimonios de vecinos que lo vieron merodear el rancho —tablas como paredes, dos colchones, un fogón de leña— ese 14 de octubre de 2010. Su defensa: “La niña y yo éramos novios”. Nadie le creyó.
Cuando todo indicaba que había sido él quien mató a los tres niños, José Torres, el padre, ya estaba viviendo Saravena (Arauca). Allá se quedó hasta que el 25 de marzo de 2012 le tocó irse. Dos días antes, el 23 de marzo, asesinaron a la jueza que llevaba el caso, Gloria Constanza Gaona. Ese mismo día sonó el celular de Sandra, la hija mayor de José Álvaro Torres. Le dijeron que les daban dos días para desaparecer si no querían terminar “con la boca llena de tierra”.
Ellos creyeron las amenazas. Vecinos del caserío El Temblador ya habían denunciado que hombres con chalecos de la Defensoría habían llegado a interrogarlos y a amenazarlos y que luego se habían ido en el helicóptero militar en el que habían aterrizado. José Torres y su hijo mayor, Wilson Torres Jaimes, en ese entonces de 13 años, se fueron para Bogotá protegidos por la Unidad Nacional de Protección (UNP).
En la capital vivieron en un hogar de paso en el centro, en un albergue de la iglesia de Bosa y, al final, en un apartamento en esa misma zona.
Fueron dos años y medio de encierro. De frío. A la mamá de los niños, de quien José Álvaro Torres se había separado hacía tiempo, también la llevaron a Bogotá después de que dos hombres llegaran en una moto hasta su casa en Arauca para matarla. Allá concibieron a Andrés, el menor de los hijos de José Álvaro Torres y Luz Amparo Jaimes. Se fueron cuando se les acabaron los subsidios que el Ministerio del Interior les daba para pagar el arriendo. Cuando habían vendido los animales que se quedaron en el rancho. Cuando ya ni el rancho era suyo.
Por esa misma época, el 9 de agosto de 2012, el Juzgado 27 Penal del Circuito de Bogotá condenó a Raúl Muñoz Linares a 60 años de prisión por el doble acceso carnal y triple homicidio agravado que cometió contra los menores. La Fiscalía 51 de la Unidad Nacional de Derechos Humanos y DIH logró esclarecer lo que pasó el 14 de octubre de 2010 a escasos metros del rancho —tablas como paredes, dos colchones, un fogón de leña— donde vivían las tres víctimas con su papá, José Álvaro Torres.
El subteniente (r) Muñoz salió del campamento por la parte de atrás, dijo un militar que sirvió de testigo de la Fiscalía. Estaban a 500 metros de la casa. Tenía el machete en la mano y por tercera vez en cinco días se dirigió a la casa de Jenny Torres Jaimes. Ella estaba en la cocina de leña con sus hermanos, preparando el almuerzo mientras ellos jugaban. Tres horas más tarde los niños yacían en las dos fosas de 50 centímetros que al sábado siguiente los vecinos de la vereda desenterraron junto con la Cruz Roja, la única institución que se atrevió a adentrarse en la maraña espesa para sacar a los tres menores alumbrados sólo por linternas.
Ni el Ejército, ni el CTI, ni Medicina Legal acordonaron la zona esa noche.
José Álvaro Torres recuerda que la audiencia de lectura de fallo tardó menos de diez minutos. Y dice que, de todas, fue la menos dolorosa. Las peores fueron en las que tuvo que escuchar al militar diciendo que su hija —una niña, dice, y luego repite: una niña— le había dicho que quería tener relaciones sexuales con él. El fallo, como era de esperarse, fue impugnado por los abogados defensores del subteniente Muñoz.
Cuando culminaron las audiencias, José Álvaro Torres, quien sólo sabía jornalear el campo, no tenía nada. Su vida en Bogotá era insostenible. Su salvación, dice José Álvaro Torres, fueron $35 millones que un hombre —anónimo— le donó cuando pasó la tragedia. A través del Minuto de Dios y de la Unidad de Víctimas compró una casa de $25 millones en un lugar a 451 kilómetros al occidente del lugar donde murieron sus hijos.
Tan sólo cuatro meses después de haberse mudado allí, Luz Amparo Jaimes se fue una vez más. No sabe qué fue de ella. Como la primera vez, se fue sin su hijo. Por eso él vive sólo con sus dos hijos varones, de 18 y 5 años.
La Unidad de Víctimas escogió ese municipio porque no hay alteraciones de orden público. A él no le importa. Dice que donde esté el Estado con sus policías y soldados, él se sentirá inseguro. Cuenta que todavía lo llaman para amenazarlo, que ha cambiado de celular más de tres veces y que, a pesar de la protección de la UNP y de las denuncias en la Fiscalía, las llamadas persisten. La última fue en marzo y le advirtieron lo mismo de siempre: que se callara.
***
Pasa sus días recogiendo café y esperando. Espera que la Unidad de Víctimas le dé la indemnización a la que tiene derecho y, sobre todo, que haya justicia real en el crimen, pues nadie responde por tres supuestos testigos falsos que la defensa de Muñoz presentó durante el juicio y que, de acuerdo con la Fiscalía, se hicieron pasar por guerrilleros desmovilizados que supuestamente habían visto cómo miembros de las Farc asesinaron a los tres hijos de José Álvaro Torres.
Pasa sus días temiendo que las amenazas —de quién, aún nadie responde— se conviertan en hechos. Hace tan sólo dos meses, la Unidad Nacional de Protección (UNP) ordenó reducir su esquema de seguridad al mínimo.
Pasa sus días evitando hablar de los niños, pues todavía solloza cuando los nombra. Aunque hayan pasado seis años, aunque esté lejos, tan lejos que, dice, está cerca de Chocó.