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Un grupo de hombres vestidos de civil lo jalaban del pelo para verle la cara, le gritaban que era un guerrillero. Lo molieron a patadas y puños. Tirado en el piso de un cuarto frío, después de la paliza, Eduardo Matson escuchaba gritos que provenían de una habitación contigua: “Ay, no me peguen”, suplicaba una voz femenina que Matson rconoció como la de Yolanda Santodomingo. Ese fue uno de los pocos instantes del 6 de noviembre de 1985 en que estuvieron separados Matson y Santodomingo, compañeros de clase en la Facultad de Derecho de la Universidad Externado, y por coincidencia, compañeros de pesadilla.
Los dos llegaron al Palacio de Justicia momentos antes de que comenzara el holocausto, en busca del juez Rafael Urrego, uno de sus profesores, para adelantar un ejercicio académico. La balacera los sorprendió en cercanías de la cafetería del Palacio. Una mujer vestida con un traje azul de sastre sacó un revólver que apuntó contra las personas que transitaban por ahí. Pronto se le unió un hombre: “Somos del M-19 y nos vamos a tomar el Palacio”, dijo. Y como para calmar los ánimos agregó: “Tranquilos, muchachos, que no les va a pasar nada”. Esa fue apenas una falsa promesa.
Matson y Santodomingo se movían en medio del fuego cruzado entre guerrilleros y militares. Incluso atendieron a un miembro del M-19 herido que les pidió ayuda. Santodomingo sostuvo un pañuelo sobre su herida para detener la hemorragia. Refugiados en las escaleras del Palacio, sintieron la entrada de un carrotanque del Ejército. La retoma se consolidaba. Los militares asumieron el control de los pisos primero y segundo. Sentían que el humo de las llamas que se propagaban por el edificio los asfixiaba, cuando dos hombres, uno de camuflado y otro de civil, los abordaron. Los jóvenes les gritaron que eran estudiantes. Aún no había anochecido cuando los evacuaron del edificio pero, antes de salir, un militar los señaló como “especiales”. Ese rótulo fue una sentencia, la pesadilla apenas comenzaba para ellos.
Los “especiales” fueron trasladados a la Casa del Florero, donde los encerraron en una habitación en la que comenzó la tortura. Los obligaron a ubicarse mirando hacia una pared, mientras los interrogaban y acusaban de guerrilleros. Tras ellos, un grupo de hombres, algunos de civil y otros vestidos como militares, entraban y salían de la habitación. Los estudiantes no podían ver bien lo que ocurría a sus espaldas. A Matson lo pateaban en el estómago y los testículos.
Ese fue el momento en que los separaron. A cada uno lo condujeron a una habitación distinta, en donde continuaron los interrogatorios, las acusaciones y las agresiones físicas. Ya entrada la noche los volvieron a juntar, los montaron en un vehículo de la Policía y fueron conducidos a instalaciones de la Dijín. Allí les hicieron la prueba de la parafina, para determinar si habían disparado un arma. Mientras tanto, un hombre les decía que les iba a cortar las manos; otro, que les iba a pegar un “pepazo”.
Después de que el hombre que les aplicó la prueba les informó a los militares que los jóvenes no tenían nada que ver con los sucesos, los condujeron de nuevo al vehículo, en donde los esperaban tres militares. Pese al resultado de la parafina, que los absolvía de las acusaciones, las agresiones continuaron. Les vendaron los ojos y los tiraron al piso del vehículo, en el que se empozaba el humo de una sustancia incierta que los asfixiaba. De ahí los condujeron al batallón Charry Solano, en donde fueron separados por segunda vez.
En el cuarto donde lo internaron continuaban los interrogatorios contra Matson. Le dijeron que lo habían visto con Andrés Almarales, guerrillero que dirigió la toma del Palacio, y que lo reconocían por haber estado en la toma de la Embajada de República Dominicana. Finalmente, el estudiante les dijo a los militares que podían pedir referencias suyas, incluso al hijo del entonces coronel Miguel Maza Márquez, y que su nombre saldría limpio.
En su habitación, Santodomingo, al borde del desespero, sedienta y hambrienta, fue esposada y atada a un tubo. Suponía que a Matson ya lo habían asesinado, cuando volvió a escuchar su voz. Aún estaba vendada cuando dos hombres entraron al cuarto y le pidieron disculpas. De nuevo juntos, les dijeron que los iban a soltar y que los entendieran, que todo había sido cuestión de procedimiento militar. En un jeep los condujeron a la carrera décima con calle doce, en donde los montaron a un taxi que los llevó a la casa de Santodomingo, donde ya, por fin, estuvieron a salvo.
Estos hechos son conocidos por las autoridades judiciales desde 1985, cuando los estudiantes declararon ante el Tribunal Especial de Instrucción para el esclarecimiento de los hechos del Palacio de Justicia. También están consignados en el fallo del Tribunal Administrativo de Cundinamarca que en 1993 condenó al Estado colombiano por la desaparición de Cristina del Pilar Guarín tras el holocausto. Aun así, 30 años después nadie ha sido llamado a juicio por los casos de tortura que están documentados tras la retoma del Palacio. Si los procesos judiciales en torno a los desaparecidos han sido lentos –solo el general Jesús Armando Arias y el coronel Alfonso Plazas Vega han sido condenados–, los casos de tortura, pese a testimonios como los de Matson y Santodomingo, ni siquiera han empezado su camino hacia la v erdad y justicia. Apenas esta semana fueron citados a indagatoria 14 miembros del Ejército y la Policía –entre ellos cuatro generales y tres coroneles– , todos retirados, por los casos de tortura, que las autoridades contabilizan en once.